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Curación e interacción1

Editorial

 

Mesa redonda: Criterios de curación y objetivos terapéuticos en psicoanálisis en la actualidad

Panelistas: Mabel Fuentes, Aldo Melillo, Benzion Winograd

 

Reportaje a Emilce Dio de Bleichmar

por Betty Korsunsky, Ada Rosmaryn, Ezequiel Jaroslavsky

 

Criterios de curación y objetivos terapéuticos en el psicoanálisis

Criterios de curación y objetivos terapéuticos en el psicoanálisis. Escuela Americana

por José Antonio Valeros

 

Objetivos terapéuticos y criterios de curación en la obra de Heinz Kohut

por Jorge Schneider

 

Curación e interacción

por Santiago Korin

 

Reseñas

 

Fantasma

por Mabel Fuentes

 

El sujeto desde la perspectiva lacaniana

por Leonardo Peskin

 

Apego

por María Pía Vernengo

 

Comentarios de textos

 

Sexo y amor, anhelos e incertidumbres de la intimidad actual

Emiliano Galende 

por Paula Marrafini

 

Depresión: ¿enfermedad o crisis? Una perspectiva psicoanalítica

Benzion Winograd 

por Paula Marrafini

 

Revista Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados Nº29

por Santiago Korin

A fin de explicitar la relación entre interacción y curación en un plano empírico, caracterizaremos la realidad de la práctica de consultorio en toda terapia individual como un universo de datos emergentes en la sesión, del cual el psicoanalista contempla, verifica e interpreta el conjunto de proyecciones, representaciones e identificaciones propias del paciente a través de la transferencia-contratransferencia.

No obstante, fuera de ese contexto, el paciente mantiene relaciones familiares y sociales que en algunos casos obligan a que el mismo terapeuta tenga que modificar su ángulo de visión hasta abarcar la red interpersonal que brinda soporte vital al paciente; no ya en el término, exclusivamente, de las representaciones, de las imagos o de los objetos internos, sino como seres reales que influyen unos en otros. A veces, la terapia requiere circunstancialmente un abordaje de esa realidad y, en ocasiones, exige un desarrollo sistemático, tanto en la observación como en la operatoria específica.

Para comenzar la descripción de este tipo de trabajo resulta útil imaginar al paciente como integrante de su sistema familiar. La noción de "sistema" nos permite registrar los elementos propios de estas relaciones familiares como pautas de comportamiento autónomo del grupo, e incluirnos, además, como terapeutas partes de este sistema.

Todo sistema está formado por elementos, sus características y las relaciones que los entrelazan. Dentro de un grupo familiar debemos, entonces, buscar aquellos elementos que hacen a la convivencia y a la intimidad, sus características de género, de edad, de privilegios, etc.; para destacar aquellos ingredientes que determinan el tipo de relaciones que se establecen.

Por definición, todo sistema biológico (y una familia lo es) es un sistema abierto. Esto es, para mantener su organización, está inevitablemente llevado a mantener relaciones de intercambio con el medio ambiente. Si esto no ocurre, perece.

Partiendo de este esquema referencial comprobamos que en todo grupo familiar es posible percibir una tendencia a cerrarse o a abrirse, es decir, a presentar una barrera que lo aísla relativamente de las propuestas del medio o a presentar una mayor porosidad y capacidad de incorporación de estos aspectos perifamiliares a su dinámica de funcionamiento. Gran parte de las psicoterapias se prestan para operar con recursos predominantemente interactivos, reencuadrando esa etapa del tratamiento y complementando así el trabajo rigurosamente analítico.

Veamos un ejemplo clínico: Más o menos hace un año viene a verme una paciente de 20 años que estaba en tratamiento con una colega desde hacía doce años. Me expresa su deseo, compartido por su terapeuta, de continuar el análisis con un psicoanalista de sexo masculino. Queda en volver a llamarme y lo hace seis meses después. Su situación había empeorado y sus motivos de consulta eran otros. En esta segunda "primera entrevista" me dice, como algo natural, que la madre tiene regularmente charlas telefónicas con su terapeuta desde el comienzo de su tratamiento, y que ella misma suele contarle a la madre, al regreso de cada sesión, (parcial o totalmente) lo ocurrido con su analista. Agrega también que su terapeuta había participado en una crisis desencadenada por un cuadro somático severo que sufrió su padre. La colega fue a la casa a altas horas de la noche y colaboró para resolver una situación muy angustiante. La paciente decía que si bien no sabía "explicarlo" le parecía que aquel episodio no hubiera tenido que ser así. La madre seguía con las visitas a su terapeuta cada tanto para ver cómo andaba el tratamiento.

Frente a una situación de este corte, estimo que estoy ante un panorama real y objetivo de falta de privacidad y de invasión crónica, que requiere se le ponga límites precisos. Estipulo entonces que si ella quiere tratarse conmigo no lo haga hasta que no pueda retener la información. Lo pensó, le pareció que le resultaría difícil, pero un desafío igualmente tentador como para enfrentarlo. Apenas la paciente comenzó sus sesiones y a retener la información, la madre –obviamente– acusó recibo de este cambio en forma inmediata. Me llamó en reiteradas oportunidades, frente a mi cortés pero firme negativa a incluirla en el espacio terapéutico de su hija se mostró obsecuente y -en una oportunidad- hasta se hizo presente acompañándola, no resistiendo el deseo, al menos, de conocerme.

Quiero enfatizar aquí el hecho de que, al sentirse dejada de lado, la madre desarrolló altos niveles de angustia; y esto coincidió con un material terapéutico muy rico. Aunque yo lo esperaba, lógicamente sorprendió a la paciente ya que para ella era inédito. Visto desde afuera, era relativamente previsible. Si sostenemos un circuito informativo fluido y lo interferimos, comprobamos que tanto el volumen como la calidad de información se desplaza hacia otro lado, incluyendo muchas veces saltos cualitativos.

Este ejemplo ayuda a entender cómo en el momento adecuado, una intervención de índole puramente interactiva -que desborda lo habitualmente incluido en "contrato y encuadre"- contribuye al enriquecimiento del material analítico, al tiempo que genera en la paciente la posibilidad concreta de intentar cambios de los estereotipos menos saludables que rigen sus relaciones. En nuestro caso, la paciente pudo concebir su intimidad como algo factible y modificar, como consecuencia, su relación exageradamente "porosa" con la madre. Al modificar aquel estilo de realimentación con el vínculo neurótico madre-hija, a cuyo servicio estaba toda la información terapéutica, el nivel del nuevo conflicto generado abrió la posibilidad de entender su problemática contando con un grado de comprensión mucho mayor.

Volviendo al ejemplo, al focalizar por mi parte la atención sobre el caudal de información, pasaba a privilegiar como cuestión mía lo que ella no podía privilegiar como cosa suya. Lograba así cierta información relevante acerca del tipo de sistema familiar que la paciente integraba, y que me permitía ponderar una estimación pronóstica sobre la factibilidad de que un cambio de esa naturaleza se estabilice de modo confiable. También es necesario explicitar que al comienzo de un contrato terapéutico uno cuenta con un grado importante de poder, que con el tiempo va disminuyendo. El poder lo tiene, dentro de un sistema familiar, aquel que puede definir los términos de una relación. En el caso señalado, entendí que mi condicionamiento ofrecía una alternativa exogamizante para la paciente, me comprometí con una opinión puntual, tomé la iniciativa y puse en cuestión todo un sistema de pegoteamiento y pérdida de la discriminación que pesaba con la fuerza de la tradición establecida y no cuestionada. Pero no debe entenderse que el tratamiento de la paciente es sólo interaccional, en lo fundamental es psicoanalítico en tanto nos ocupamos de sus transferencias, sus fantasías, etc.; sin embargo, no reniego de incorporar otras técnicas que me permitan complementar el tratamiento. Por otra parte, es necesario tener en cuenta que el solo hecho de dar una consigna que sabemos que no se puede cumplir, como por ejemplo: "acuéstese y asocie libremente", es una forma de proponer una situación a través de la cual aparecen la resistencia, la transferencia, la regresión, la dependencia, etc. Ocurre algo similar cuando proponemos a una persona que emprenda una tarea que nosotros sabemos que no podrá realizar cabalmente. Lo paradójico de la situación, en el caso mencionado, es que yo planteaba las prescripciones como un problema mío, y la paciente pudo llevarlas a cabo sin darse cuenta de que se estaba enfrentando con serios conflictos. Naturalmente, yo apelaba a su voluntad consciente. Dudo de que haya motivos para trabajar exclusivamente con el mundo interno del paciente y esperar que lleguen las resistencias y demás fenómenos mencionados. En ciertas ocasiones, es sumamente útil incorporar criterios de registro y pautas interactivas capaces de potenciar los conflictos que interesa enfocar.

Es necesario elegir con qué tipo de problemas nos manejaremos. Claro está que se impone a priori una evaluación sobre las consecuencias que puede acarrear una consigna. Puede ser que la paciente no la acepte, que la acepte y no la cumpla, o que la cumpla con cierto dolor pero en aras de cambiar. De tal manera, partiendo de los datos observables que se manifiestan a través de la conducta, enfatizamos cuáles son los efectos de conducta con los que trabajaremos.

Comunicación e interacción

Siempre que un individuo intercambia un mensaje con otro, lo hace con un tono determinado, con un gesto que califica lo que está diciendo en forma explícita. A esto se llama "metacomunicación". La metacomunicación hace a todos aquellos aspectos del intercambio que dicen de qué manera deben ser tomados los mensajes. No hay ninguna posibilidad de comunicar sin metacomunicar.

Por ejemplo, una de las situaciones que me ha llamado la atención en mi experiencia de terapias con parejas, es la que en algunos casos, mientras uno de los miembros de la pareja habla, el otro empieza a cederle "gentilmente" el espacio, mostrando cierta dejadez e incluso aburrimiento. Advertí que este aparente no decir nada, en realidad dice muchas cosas. Pero lo que más llama mi atención de este intercambio de metamensajes es la tranquilidad y aceptación con que ambos perciben este "estilo". En situaciones así, explicito la metacomunicación que está presente allí; es evidente para mí y encubierta para ellos.

Menciono esto para hacer más claro cómo funcionan los estereotipos. En cualquier red de comunicación hay un cierto grado de estereotipia. No es más que una secuencia que se va repitiendo regularmente y en forma relativamente sistemática. Si bien esta regularidad nos permite lograr cierto grado de funcionalidad en nuestras relaciones con el medio, cuando sus formas cristalizan y se tornan rígidas, acarrean grados de enajenación y "enfermedad". Todos los sistemas registran una tendencia a obtener un equilibrio dinámico, un grado de regularidad, que se llama homeostasis. En la vida familiar ocurre exactamente lo mismo. Cuando una familia funciona con estereotipos rígidos, el trabajo terapéutico para volverlos comparativamente más flexibles abre un camino hacia la curación. Entiendo aquí por curación, aquel estado de mayor cambio que se puede generar en un sistema familiar, con un grado de dolor tolerable.

Esto constituye el paradigma del concepto de curación, desde una perspectiva interaccional. Desde este punto de vista pierde relevancia hablar de normalidad y patología; hay flexibilidad y hay rigidez, vínculos más saludables o más enfermizos.

A la luz de este enfoque, la concepción de la psicopatología individual necesita una verdadera reformulación. La curación es vista en términos de la cualidad del intercambio con los semejantes, contrastada con una visión exclusivamente intrapersonal. Cuando, como terapeutas, nos ubicamos en las circunstancias del paciente y en las relaciones que mantiene con el medio, los criterios de cambio y de curación se vuelven mucho más modestos y, comparativamente, se "superficializan" en un buen sentido; quiero decir que emergen a la superficie y son visibles. Son modestos en la medida en que permiten recorrer caminos vitalmente importantes a través de cambios muy poco sofisticados y, acaso, también muy poco sutiles, como veremos en este ejemplo clínico.

Una mujer un poco menor de 40 años, separada, con tres hijos, bien parecida, me plantea en una de las sesiones que le venía resultando fatigoso y desgastante el hecho de que cada vez que se compraba alguna prenda de vestir, sus hijos y su tía, con la cual vivía desde hacía tiempo, iniciaban una guerra de críticas acerca de lo mal que se arreglaba, poniendo énfasis en que se compraba ropa adecuada para mujeres más jóvenes que ella. Aquí interrumpo la narración para mencionarles que en una oportunidad anterior, esta mujer y su ex marido habían venido a consultarme sobre problemas de su primer hijo adolescente. Yo conocía la flexibilidad de esta mujer para incorporar nuevas pautas de conducta, tal como lo había advertido en las sesiones que tuvo junto con su ex marido. Por otra parte quiero destacar que se trata de una mujer que quedó huérfana muy temprano y había sido criada por unas tías, una de las cuales, soltera, es la que mencionamos anteriormente. Mantenía ella además una relación estable con un hombre casado, es decir, una relación secreta para el mundo social, pero conocida para sus hijos y su familia, ya que este hombre frecuentaba su casa. Se trataba de una relación valiosa, tanto por lo duradera, como por la calidad del vínculo. Quiero agregar asimismo que las críticas parecían infundadas, ya que esta mujer vestía con elegancia y podía usar ese tipo de prendas sin desentonar. Cuando me planteó el problema de las críticas que le hacían sus hijos y su tía, le pregunté si de verdad quería cambiar esa situación o si podía tolerarla. Me contestó que la situación la tenía harta y que, como la mortificaba mucho, deseaba cambiarla. Le presenté entonces dos alternativas: o frenar la situación a través de la severidad frontal o apelar al humor, recurso más difícil de llevar a cabo, pero que tenía la ventaja de permitir, si fracasaba, un nuevo intento mediante una actitud más dura, cosa que no podría instrumentar de forma inversa. Viendo su predisposición le sugerí que tomara la iniciativa y comenzara a criticarse a sí misma en el preciso momento de ponerse la ropa, a fin de quitarle a su tía y a sus hijos el monopolio de protestar por lo atrevido de sus prendas. Y así fue. Ella pudo ponerlo en práctica y modificó una situación real.

Así pudo transformarse una situación rígidamente estereotipada en otra más flexible. En tanto, la denigración de la feminidad de la madre de la casa pudo ser modificada, al menos en ciertos síntomas; yo me atrevería a decir que, en esos términos, ese síntoma fue pasible de cierta "cura". Desde ya, queda por ver qué modificaciones más profundas pudo traerle esta situación, respecto de la idea que ella tenía de sí misma como mujer dentro de la familia. Acá nos introducimos en una vieja problemática, largamente discutida, acerca del orden de la secuencia que se manifiesta entre el cambio de conducta y el insight o viceversa. Hay autores que fundamentan con solvencia la existencia de un cambio del comportamiento en virtud del insight previo, y existen otros autores que sostienen con igual solvencia el hecho de que cambios en el comportamiento llevan posteriormente al insight. En el ejemplo dado, yo sabía que luego de la situación planteada la paciente traería como material analítico el problema de su feminidad, pero sabía que lo traería en otro plano, más rico, menos circunstancial. Y así ocurrió. En lo que a mí respecta, lo que más me entusiasma en la implementación de estas técnicas interactivas es que el acceso al material analítico se realiza con mayor densidad y compromiso emocional por parte de la paciente, ya que existe un cierto terreno ganado en el plano de la realidad sintomática. La posibilidad de haber realizado cambios concretos en su conducta habilitó a la paciente para estar en mejores condiciones para revisar el rol de mujer que venía protagonizando. Recomponiendo la secuencia del cambio desde un plano analítico, yo diría que lo que le permitió a la paciente llevar adelante un cambio de este tipo, además de contar con un marco familiar que lo permitía -recordemos que los sistemas familiares rígidos no dan lugar al humor- fue poder tomar mi sugerencia como un permiso capaz de fortalecerla, en un área en que se sentía muy vulnerable dentro del marco familiar, lo que no ocurría en la relación con su amante, con sus amigos o en el trabajo. Me tocó ser, desde el rol de varón, quien reivindicó su feminidad. No estando dentro del hogar ocupé ese papel, quité autoridad a los que monopolizaban el desprecio, desempeñando  el rol del marido que no tiene.

Lo relevante aquí no es el hecho de que con estas técnicas pueda ganarse tiempo de tratamiento, sino que, en ciertos casos, pueda lograrse una mayor eficacia terapéutica. Digo ciertos casos porque no es mi intención proponer normas de validez general. Muchos autores mencionan y pocos lectores leen la relevancia que tiene la selección exhaustiva de los casos en los criterios a implementar. Agreguemos, además, que en esta presentación he enfatizado sólo aquellos aspectos interactivos que resultan observables. Dentro del esquema trazado, el compromiso activo del paciente desempeña un papel importante, pero de ningún modo estoy basando únicamente allí las posibilidades de curación. Tampoco estoy proclamando la eficacia sin más del enfoque interactivo. Para entender la dinámica de la práctica clínica, debe tenerse siempre en cuenta que, si bien el terapeuta posee conocimientos y paradigmas generales que le permiten operar, cada paciente es un caso particular y requiere, para su curación, una pormenorizada atención de su situación específica. Nunca se insistirá suficientemente en esto.

Por último quiero agregar que la implementación de pautas interactivas no sólo se practica en el caso de cuadros patológicos neuróticos, sino también en el tratamiento de psicóticos. Refiriéndose al trabajo terapéutico según grados de severidad de patología, David Liberman advierte: "Descuidando esto, podemos tomar por asociación libre lo que en realidad son comportamientos narcisísticos previos al análisis y que tienden a ser reforzados por el paciente mismo, a menos que el analista sea capaz de cuestionarse en un momento dado su esquema de abordaje, efectuar una autocrítica y una corrección del enfoque, y de esta manera desencadenar la crisis ante el cambio que el paciente en cuestión evita".

Más aún, D. W. Winnicott es más rotundo. Cuando habla de los pacientes graves señala que al fracasar el yo observador del paciente, no puede recuperarse la regresión durante la sesión y es necesario cuidar de él. Sostiene la conveniencia de que la idea del psicoanálisis como arte, ceda gradualmente lugar a un estudio de la adaptación ambiental en relación con las regresiones de los pacientes. Y termina pidiendo a los analistas que enfoquen el tratamiento de los psicóticos teniendo en cuenta lo mucho que pueden hacer para prepararse, observar el funcionamiento de los factores inherentes a la situación, observar y utilizar los episodios regresivos que tienen lugar en la vida externa del paciente, episodios que por lo general se desperdician con el consiguiente empobrecimiento del análisis.

He citado a dos autores psicoanalíticos de diferentes escuelas y ambos advierten sobre la necesidad de no descuidar el contexto real en que transcurre la vida del paciente. Ante todo tenemos que tener en cuenta que el tratamiento de un psicótico exige un trabajo con la familia de modo indispensable. Allí los fenómenos de la relación familiar se nos presentan en forma obvia. No hacemos inferencias, las pautas son muy distintas. En ciertos casos de sistemas familiares de psicóticos, donde opera una interacción con predominio narcisista, como un enlace de narcisismos en convivencia, la introducción de consignas interactivas es acogida con mayor facilidad que en el caso de pacientes neuróticos. A este respecto, Ricardo Avenburg, en un reciente trabajo, dice: "En estos casos, nuestro esfuerzo tiende a la organización. Y en este sentido a instalar represiones, no a levantarlas". Mientras en el trabajo con neuróticos procedemos a explorar los aparatos psíquicos para permitir que surja el deseo, la fantasía o el anhelo, en la terapia con psicóticos es necesario instaurar represiones para que se constituya el yo. Con familias que presentan grados psicóticos de intercambio, la técnica operativa es compleja. Ya no es cuestión de hacer prescripciones sencillas. Quienes trabajan con estas familias lo hacen dentro de instituciones y a veces con franco rigor. Tal es el caso de M. Selvini Palazolli, para quien el incumplimiento de una consigna supone la interrupción del tratamiento. Esta terapeuta no recibe ninguna familia con el paciente psicótico sin la presencia del derivador o remitente, es decir, de quien detectó el hecho psicótico, dado que ella entiende que si la familia aún no incriminó al derivador en lo que ella llama transacciones esquizofrénicas, lo hará muy pronto.

Para terminar, quiero señalarles que incorporar una concepción de los sistemas interaccionales en las terapias psicoanalíticas, abre un abanico de posibilidades curativas que, adecuadamente desarrolladas, contribuyen a incrementar los recursos terapéuticos de la práctica del psicoanálisis.

Nota

1  Reportaje publicado en la Revista Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados, nº 11, 1985.

 

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