El título que nos convoca contiene tres términos de una enorme complejidad en su definición: violencia, social, y desubjetivación. Pero también contiene un nexo coordinante: “y”. Esto nos mueve no sólo a pensar con qué definición de cada uno de estos términos trabajamos, sino también qué efecto de sentido produce unirlos con la palabra “y”.
¿A qué llamamos violencia? ¿Qué transformaciones en su sentido se producen si además la adjetivamos como social? ¿Es equiparable violencia social a violencia colectiva, violencia política, violencia de Estado, violencia institucional?
El enlace entre los términos violencia, social y desubjetivación no es ni evidente, ni incuestionable, ni axiomático.
Existe un profundo debate en las ciencias humanas y la filosofía respecto del concepto de violencia. No es un debate inútil, por cierto. El modo en el que la definamos determina nuestras prácticas, nuestras decisiones políticas, nos coloca frente al otro, constituye en parte nuestros valores morales.
Si siguiéramos parte del debate (Perelman, 2007), vemos que en la disputa acerca de su sentido se juegan cuestiones relacionadas con la justificación y la legitimación, la discusión acerca de los medios y los fines, la fuerza, el poder, el sentido, el eventual uso de armas, la defensa, lo extraordinario.
De hecho el vocablo en alemán, Gewalt, es relativamente intraducible por su amplitud semántica. Como lo señalan Walter Benjamin (1978) y Étienne Balibar (2005), Gewalt alude a las nociones de poder, violencia y fuerza, indistintamente.
Se trata de una disputa acerca de su sentido que necesariamente contiene las marcas de época, con lo cual cuando estamos frente a un acto concreto, el modo en el que será adjetivado resultará indisociable de su materialidad y, de este modo, acto y enunciación comprenderán un todo que reflejará no sólo qué clase de eventos estamos dispuestos a considerar violentos, sino también y fundamentalmente qué actos en un determinado contexto político habrán de ser considerados violentos por efecto performativo.
Esta cuestión no es menor porque sabemos que todo acto de violencia se justifica a sí mismo estableciéndose como contraviolento, es decir, como respuesta a una violencia anterior o como un acto de contraviolencia preventiva, o sea, como acto indispensable que anticipa una violencia mayor y la evita. El contexto narrativo que denomina o adjetiva a un evento como violento podría prefigurar también un acto de violencia, puesto que el contexto narrativo no sólo interpreta, sino que también tiene potencia constitutiva. Esa potencia de las palabras, esa potencia de la violencia enunciativa autoriza en nuestro campo a Aulagnier (1977) a utilizar este término a la hora de describir las violencias primaria y secundaria, por ejemplo, y a Bourdieu (1995) a establecer el término violencia simbólica.
Verán que no me propongo ni remotamente definir un concepto tan controvertido. Me conformo con plantearles por qué su definición es tan compleja.
En los tres siguientes parágrafos presentaré tres modos posibles de poner en relación los términos Violencia, Social y desubjetivación, y aludiré entonces a diferentes perspectivas del concepto de Violencia.
a) La Violencia Social que en realidad es Violencia institucional
Partiré entonces de un concepto que de alguna manera me parece más específico, me aleja de la amplitud del adjetivo “social”, comprende quizás una de sus formas, pero me resulta más claro, sobre todo si debo ponerlo en relación con la idea de desubjetivación. La mala noticia es que también el concepto violencia institucional está en discusión.
Provisoriamente y sin ponernos muy exquisitos veremos acá surgir cuatro elementos que podrían o no ser intrínsecos a la definición de Violencia en general, pero cuya inclusión marca un giro específico en el montaje de sentido que se produce cuando la adjetivamos como institucional. Por ahora remarco tres componentes descritos en las definiciones restringidas y oficiales (Secretaria de DDHH de Nación): una práctica específica (asesinato, aislamiento, tortura, etc.), la participación de funcionarios públicos (por acción o aquiescencia) y contexto de restricción de autonomía y libertad de la víctima (situaciones de detención, internación, instrucción, etc.). Dejo la mención del cuarto elemento para después.
Son prácticas estructurales de violación de derechos por parte de funcionarios de fuerzas de seguridad, fuerzas armadas, servicios penitenciarios y efectores de salud en contextos de encierro, detención, custodia, internación, etc. Como ven, el concepto se ha ido ampliando desde su uso en los comienzos cuando describía sólo prácticas empleadas por agentes uniformados, e incluye ahora a funcionarios del Estado civiles —como por ejemplo efectores del sistema de salud— y permite visibilizar fenómenos que no implican necesariamente la agresión directa.
Judith Butler (2012, p. 72) escribe:
….las instituciones de castigo y encierro tienen la responsabilidad de sostener las vidas mismas que entran a sus dominios, justamente porque tienen el poder, en nombre de la ética, de perjudicarlas y destruirlas con impunidad.
El informe del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) “Hostigados, violencia y arbitrariedad policial en los barrios populares” (2016) describe formas de abuso cotidianas, operativos de saturación en los modos de control social y ofrece algunos datos duros: entre 2005 y 2015 los policías en la provincia de Buenos Aires pasaron de ser 45000 a ser 90000. La tasa es de 530 cada 100000 habitantes en territorio bonaerense y de 795 en Argentina, cuando en otros países es de 250 o 300/100.000 habitantes. En uno de los estudios se señala que en tres meses en Capital Federal y Conurbano habían sido interceptadas 150000 personas, y sólo en el caso de 450 de ellas se justificó la detención (un 0,3%). De 600 jóvenes entrevistados en La Plata entre 2013 y 2014, el 38% había sido demorado más de dos veces, el 11% golpeado y a un 10% le pidieron dinero para liberarlo. El 67% de las víctimas tiene entre 16 y 17 años, el 87% tenía documento cuando lo detuvieron, el 95% denuncia haber recibido golpes cuando lo detuvieron. El 92% son varones. Entre enero de 2010 y agosto de 2015 hubo 3117 casos de denuncias por maltratos recolectados por los defensores en entrevistas con detenidos. De ahí, que se hable del par subprotección y sobrevigilancia, particularmente en relación con los jóvenes varones de barrios marginales.
Si interpretamos los datos de este informe, la bajísima relación proporcional que existe entre el descomunal despliegue de estos operativos y la apertura justificada de causas penales, la extensión de estas prácticas como rutinarias y la selección de una porción específica de la población como objeto de este tipo de operativos (jóvenes, pobres, predominantemente varones), no pueden sino sugerirnos —o más bien demostrarnos— que se trata de prácticas de control social que poco tienen que ver con la seguridad de la población; son hostigamientos e intentos de regular hábito en los jóvenes, que tienen como único objetivo producir cuerpos dóciles, terror, amedrentamiento, en definitiva, modos de desapropiación y destrucción de los recursos con los que el yo puede contar para protegerse de los ataques a la integridad que le imponen las circunstancias de absoluto desamparo económico y social. Un verdadero dispositivo de control biopolítico que opera cotidianamente sobre los cuerpos de los jóvenes y deja huellas imborrables como efecto del terror.
Tiscornia (2016) escribe:
…la violencia que queríamos hacer visible e inscribir en las demandas de respeto por los derechos humanos no era una violencia arbitraria, extralegal, ajena al mundo del derecho, aunque muchas veces se presentara de esta forma. Esto es, formaba parte de patrones de actuación, era estructural. Por eso, no bastaba la condena a los responsables de ejercerla, había que dar cuenta de cómo estaba engarzada en esos órdenes legítimos para que pudiera suceder y también, claro, para poder derogarla.
De la “selectividad” de ese enemigo interno declamatoriamente definido por las dictaduras como enemigo político, hasta esa figura difusa del enemigo del presente, encarnada predominantemente por jóvenes varones pobres y excluidos, ha habido —si cabe la referencia— una suerte de transformación de la consigna biopolítica de control de los cuerpos tal como la describe Foucault —“hacer vivir, dejar morir”— hacia una consigna propia de la necropolítica, tal como la define el filósofo y teórico político camerunés Achille Mbembe (2010): “hacer morir y dejar vivir”.
Se trata de políticas de Estado que, engañosamente amparadas en la lucha contra la inseguridad, despliegan mecanismos más propios de las Doctrinas de Seguridad Nacional que de los regímenes democráticos, decidiendo qué vidas valen y qué vidas no. Se proponen desprenderse de una población excedente y excluida que no produce, genera gastos y, por lo tanto, no es rentable. Cuerpos sobrantes que se pueden matar sin cometer delito y que son el homo sacer del presente. Mbembe acuñó este concepto, necropolítica, para definir los mecanismos políticos post coloniales que contienen la marca de una discriminación que —aún ligada a la diferencia de clases— encuentra anclaje en la discriminación racial. Inspirado en Foucault y Agamben, define al paradójico “estado de excepción permanente” como una ficcionalización continua en la creación y producción de un enemigo que debe ser eliminado.
Cuando describí las ideas a las que alude el término violencia institucional, y dejé afuera deliberadamente el cuarto componente, me refería a un término que toman tanto Perelman (2008) como Balibar (2005): crueldad. Mientras Balibar lo considera un “resto pulsional” en los actos de violencia, Perelman considera que la crueldad podría ser un rasgo que marca el sentido de la acción. Cito:
No se trata de que el grueso de la violencia sea instrumental y la crueldad, inútil. Tampoco de que un nivel sea material y el otro simbólico, porque ambos son materiales y simbólicos. Las marcas de la crueldad no son un “extra”, ni deben entenderse como un exceso o resto pulsional, irracional o inútil. Por el contrario, consideramos que estas marcas refuerzan los sentidos de la acción violenta, pueden entenderse como una firma, una posdata, un subrayado, una “instrucción de lectura” del sentido del acto de violencia, que permite interpretarlo como amenaza, advertencia, castigo, despliegue de fuerzas. (Perelman, 2008)
Esta presencia cotidiana del ejercicio arbitrario del poder y la dominación produce por goteo fenómenos subjetivos particularmente insidiosos, en los que el sometimiento a la crueldad (es decir, a la complacencia de no conmoverse por el dolor del otro, según lo plantea Ana Berezin, 2010) ocupa un lugar central, y nos permite quizás formular la siguiente pregunta: ¿podríamos tomar a la tortura como una matriz de análisis del ejercicio de la violencia institucional? ¿Detectaríamos con más claridad sus resortes y sus efectos subjetivos?
Julián Marrades (2005) escribe:
El pensamiento político liberal considera la tortura como un abuso de poder, como una práctica aberrante consustancial a las formas totalitarias del estado, que sólo puede llegar a producirse en el orden democrático actual por accidente y de manera excepcional. Sin embargo, esta idea no deja de ser una forma de protegerse de la realidad, en la fácil presunción de que algo tan «bárbaro» o «salvaje» no puede pertenecer a nuestro mundo. (…) la tortura anida siempre en las entrañas mismas del estado, como una hidra que renace cada vez que se la cree dominada. (p.38)
Se trata de un modo extremo de ejercicio de la violencia institucional que, sin embargo, sostiene un paradójico “estado de excepción permanente” con su presencia oculta y al mismo tiempo constante en las estrategias de control social. La efectivización de la tortura o la amenaza de su concreción constituyen una verdadera herramienta de control político a través del sufrimiento y revela la conexión entre dolor y poder.
La tortura representa quizás el más devastador de los actos de destitución subjetiva que un hombre pueda producir en otro hombre, de ahí parte Fernando Ulloa (1995) para definir a la tortura como encerrona trágica, o Marcelo Viñar (1993), para plantear el concepto de demolición, o Jean Améry (2004, p. 92), para escribir que la tortura acaba con una parte de nuestra vida que jamás vuelve a despertar.
Las detenciones arbitrarias sin orden judicial, las horas o días de aislamiento sin defensa, los allanamientos, los golpes, las amenazas, la humillación, las acusaciones de desacato a la autoridad que terminan justificando aislamientos por tiempo indefinido, el abuso y acoso sexual, las vejaciones, las torturas francas e indisimuladas, todo esto sin tercero de apelación, forma parte del paisaje cotidiano de estos jóvenes.
Si debemos subrayar la extensión y profundidad de los efectos de devastación subjetiva que producen estas prácticas, alcanza con advertir con espanto la habitual ausencia de denuncias frente a estos hechos. He aquí las que creo son las causas por las cuales no se denuncian:
- no son identificados como hechos de tortura a veces ni siquiera por quien los padece
- están absolutamente naturalizados y forman parte de las prácticas habituales de los servicios de seguridad del Estado.
- a veces quien padece la tortura ha cometido pequeños actos delictivos e interpreta el acto de tortura como la consecuencia natural de su propia acción u omite denunciarla por temor a represalias y denuncias en su contra.
- la denuncia expone públicamente la humillación a la que ha sido sometido quien es torturado. Dos obstáculos se presentan aquí: evitar a la familia el dolor de conocer detalles de lo padecido, y la vergüenza por haber sido objeto de actos de humillación.
Existen aún dos motivos más por los que estos actos no son denunciados y que son la expresión más cruda, la caladura real si se quiere, la potencia de las marcas de desubjetivación que producen la pobreza y la exclusión social, si entendemos desubjetivación como naufragio del Yo, desmantelamiento de los recursos de los que podría disponer un sujeto social para considerarse agente y sujeto de su propia existencia, es decir, sujeto de derechos.
- quienes sufren estas vejaciones o torturas casi siempre forman parte del grupo humano cuyas vidas “no valen la pena de ser lloradas” (Butler, 2010).
- el otro motivo es que la estigmatización que sufren estos grupos sociales no es exclusivamente externa al grupo, sino que instila la propia percepción y opera como marca en la propia subjetividad. Norbert Elías (1976, p. 88) escribe: La estigmatización alude a la capacidad de un grupo de colocarle a otro la marca de la inferioridad humana y de lograr que éste no se la pudiera arrancar.
Quizás me propuse comenzar por aquí porque me pregunto si toda violencia social implica alguna desubjetivación. En el siguiente parágrafo me inclino por poner en cuestionamiento la conexión entre violencia social y destitución subjetiva y procuro pensar algunos fenómenos de violencia social que —por ejemplo, en tanto resistencia a esta clase de violencia institucional que acabo de describir— podrían producir más bien una restitución subjetiva.
b) Restitución Subjetiva
Es ampliamente conocido el hecho de que el Estado se reserva la monopolización del ejercicio de la violencia, pero también es cierto que el alcance de su poder adquiere proporciones siderales cuando advertimos (como lo señala Heidi Gestenberger, citada por E. Balibar, 2005) que también tiene la facultad de definir a qué se llama Violencia.
¿Qué clase de clasificación adquirirían, según estas pautas, los movimientos insurreccionales, sublevatorios, insurgentes? ¿Admitiríamos encuadrarlos dentro del concepto de violencia social? Y en ese caso…. ¿estaríamos tan convencidos de que producen desubjetivación?
La violencia ejercida por el Estado es denominada desde el Estado mismo como “restablecimiento del orden” o, a veces, “represión”. La violencia ejercida por colectivos, digámoslo, armados o no, se llama vandalismo, guerrilla, sedición, subversión, disturbio.
Sigmund Freud (1979 [1932], p. 188) escribió a Albert Einstein acerca de la violencia entre los seres humanos: “Derecho y violencia son hoy opuestos para nosotros. Es fácil mostrar que uno se desarrolló desde la otra […]”.
El Derecho surgió de la Violencia, escribe Freud. Es decir, hubo actos de violencia que culminan en el establecimiento del Derecho. ¿Será sólo por la necesidad de control? ¿O también por la conquista de derechos?
¿Cómo denominaríamos a los movimientos emancipatorios, considerando —como Balibar plantea— que jamás hay un grado cero de la violencia y considerando que existen condiciones de sometimiento o sufrimiento que requieren una respuesta, organizada o no, para interrumpir la cadena incesante de injusticia?
Según Judith Butler (2016), cuando se asigna el adjetivo de irracional para esta clase de estallidos, se está suponiendo que no deben existir restos viscerales de resistencia. No debe, en este sentido, extrañarnos que sea la misma Judith Butler quien coloca al estado de inermidad y sufrimiento extremos como resortes de la violencia colectiva… a veces cuando ya no hay nada que perder. Ella define a la sublevación como una acción reflexiva que pone en juego al propio cuerpo, que lo coloca en posición vertical, y que requiere únicamente por parte de quien se subleva (es decir, de quien se eleva desde abajo) que advierta que el sufrimiento es intolerable y que la vida así no es soportable.
Sin estar en lo absoluto en condiciones de llegar a conclusiones definitivas, sí creo que si utilizamos la categoría amplísima de Violencia Social, deberíamos poder incluir aquí a los movimientos emancipatorios, y en ese caso pondría en duda la conexión entre Violencia Social y desubjetivación y plantearía más bien la conexión potencial entre la violencia social y la restitución subjetiva.
La asociación entre los términos protesta, violencia y peligrosidad nos enfrenta a un tema aún más complejo. Nuestro espíritu judeo cristiano se niega a considerar que una víctima puede ser sujeto y agente de lucha y agresión. Es decir, necesitamos reservar el carácter de víctima para los dóciles corderos, y condenamos a quien agrede, aún en reclamo de derechos vulnerados, despojándolo de su carácter de víctima. Las narrativas mediáticas y las de uso cotidiano se ocupan de resaltar siempre que si alguien recibe el calificativo de víctima deberá ser descrito como una buena persona, pura, mejor incluso si es algo ingenua, sensible, estudiosa, trabajadora, etc. Esto hace particularmente complicada la legitimación del uso de fuerza en los diferentes modos de protesta por parte de sectores altamente vulnerables.
¿Calificaríamos de Violento el Levantamiento del Ghetto de Varsovia? Y, en ese caso, ¿nos animaríamos a sostener la connotación negativa de la palabra violencia y, aún más, suponerla causa de una destitución subjetiva?
c) La sociedad del sálvese quien pueda y los fenómenos de expansividad del Yo
De pronto somos sujetos mediáticos, nuestras vidas pasan a ser públicas, observadas y expuestas por nosotros mismos. Queremos que nos miren, queremos tener muchos likes, que nos sigan, que sepan qué hacemos, ser espejos de los otros, ser admirados, envidiados, espiados quizás. Competimos por ser elegidos como “amigos”, subimos nuestras historias y nos deprimimos si a nadie le interesan, medimos cuánta gente y quiénes nos vieron. Somos objeto de interés para los otros, nos leen de a cientos cuando escribimos 140 caracteres, miran nuestros estados en WhatsApp, buscan nuestras historias en Instagram.
Han proliferado en los últimos meses reflexiones en torno del lugar de “lo individual” en nuestro tiempo. Desde el emprendedurismo y la meritocracia como valores supremos, hasta la exaltación de la justicia por mano propia malentendida como legítima defensa —como en el caso Oyarzún—, pasando (como lo señala Mercedes Calzado, 2018) por las múltiples estrategias de educación de la individualidad y el sálvese quien pueda.
En esa línea surgen, de pronto, los trabajos de “transportador independiente”, como Uber, Glovo y Rappi que prometen ser “tu propio jefe” y llaman “microempresarios” a sus empleados con el argumento de que disponen libremente de su tiempo. Tan independiente es esta forma de trabajo, que los “microempresarios” ponen sus propios medios de trasporte al servicio del empleo y, en los casos de Rappi y Glovo no les dan casco, deben alquilar las cajas trasportadoras a la misma empresa, no tienen seguros ni ART, son castigados con puntajes bajos si no responden de modo perfecto a los estándares de la empresa, son bloqueados por los operadores fantasma si se quejan. Se confunde, como lo señala Dolores Curia (2018), el “ser tu propio jefe” con ausencia de derechos básicos.
Entonces, quizás, hay algo que no funciona. Acaso ¿podríamos sostener que expansividad del Yo es equivalente a empoderamiento y subjetivación?
Byung Chul Han (2014, p. 11) escribe: “La explotación de sí mismo es mucho más eficiente que la ajena, porque va unida al sentimiento de libertad. Con ella la explotación también es posible sin dominio”. Es lo que Chul Han llama “Violencia de la libertad”.
Hacia fines del año pasado, se constituyó la Asociación de Personal de Plataformas (APP), el nuevo sindicato formado para la defensa de los derechos laborales de lxs trabajadorxs de este nuevo formato de empresas. Y, en abril de este año, el juez Andrés Gallardo prohibió la actividad de estas empresas hasta que no garanticen la seguridad de los trabajadores.
Silvia Bleichmar nos enseña que es en el yo, y no en el superyó, donde radican algunas de las normas elementales del vínculo con el semejante. La capacidad de percibir al otro sufriente y el sentimiento de compasión son anteriores al establecimiento del superyó y son antecedentes de los sentimientos morales. Transitivismo trasvasante llamaba Silvia a esa capacidad humana de sufrir frente al sufrimiento del otro y sentirse convocado a paliar ese sufrimiento (Cueto, 2005).
En épocas de precarización laboral, en épocas del sálvese quien pueda, el otro es un competidor y no un semejante. Se toca entonces ese núcleo identitario de miramiento por el otro y, tocar ese núcleo, el núcleo de la ética ante el semejante, el lugar desde el que parte la respuesta al llamado del otro (como diría E. Lévinas), es tocar un núcleo primario de la constitución psíquica. No se trata de la mera puesta en crisis de los ideales. El arrasamiento de la posibilidad de ejercicio de la compasión toca el núcleo de la identificación primaria, es decir, es lisa y llanamente un arrasamiento en el yo.
Se produce entonces, en esa “violencia de la libertad” de la que nos habla Chul Han, una doble desubjetivación: primero —como escribíamos al principio de este parágrafo— porque, en tanto entran en oposición la dignidad y la supervivencia, el sujeto se ve confrontado a desmentir su propia degradación alterando su principio de realidad, o a advertirla, y admitir su desmoronamiento como sujeto de derecho. Y también se produce un efecto de desubjetivación —como lo planteábamos luego— porque se deconstruye la noción de semejante y, en esa ruptura, no sólo el sujeto social está más solo, sino que ve afectado un núcleo en su constitución identitaria, que es el miramiento por el otro, ese transitivismo trasvasante que antecede a la constitución del super yo, y que operará —si la historia lo permite— como punto de partida de todo lazo social.
Excelente analisis y conceptualizacion munuciosa de los componentes y atravesamientos que confluyen en el termino Violencia!
Muchísimas gracias,Graciela, por tu atenta lectura y tu comentario.
Mariana