NÚMERO 12 | Marzo, 2015

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Un analista en formación en el Siglo XXI | Alejandra Menis

El presente trabajo obtuvo el primer puesto del Concurso de Estudiantes «Jorge Rosa» en el marco del VIII Congreso Latinoamericano de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Psicoterapia Psicoanalítica y Psicoanálisis (FLAPPSIP): «Clínica psicoanalítica en el Siglo XXI. Desafíos a la escucha», 22- 24 de mayo del 2015, Lima, Perú.

Después… ¿qué importa el después?
Toda mi vida es el ayer
que me detiene en el pasado.
Eterna y vieja juventud
que me ha dejado acobardado
como un pájaro sin luz.
Fragmento del tango «Naranjo en flor».

El tiempo de la preparación del suelo

Ya sea en el consultorio como nuestra apuesta técnica por excelencia, en un espacio de discusión teórico como medio de intercambio con colegas o, por qué no, como elemento fundacional del psiquismo —en tanto lo que nos diferencia del resto de las especies—, hay un vector que atraviesa al psicoanálisis de principio a fin, de arriba abajo y en todas las direcciones: la palabra.

Entendida como el factor innegociable en nuestro quehacer cotidiano, la palabra se instala como una terceridad necesaria entre analista y paciente donde, de haber solo dos, se correría el riesgo de una encerrona especular, más del orden de la iatrogenia que de la línea de la elaboración.

En este sentido, un desafío —incluso anacrónico— para la tarea psicoanalítica y, en particular, para la escucha que ésta funda, se encuentra allí donde habita lo que, presente en la escena, escapa a las posibilidades de apalabrarse; pues ¿cómo escuchar aquello que no se pronuncia?

Ahora bien, decía alguna vez Freud (1940 [1938]) en relación a un postulado suyo: «Por un momento estoy en la interesante situación de no saber si lo que voy a comunicar ha de apreciarse como algo hace tiempo consabido y evidente, o como nuevo por completo y sorprendente». Y si bien, en aquel entonces, el autor se inclinó por lo segundo —cómo sólo él podría hacerlo—, en el presente escrito, por el contrario, no pasa inadvertido que decir que el psicoanálisis trabaja con la palabra y que su ausencia supone un desafío, resulta casi una obviedad.

Sin embargo, procuremos por un momento abstraernos del binomio «consabido y evidente / nuevo y sorprendente», para considerar nuestra reflexión a la luz de coordenadas un poco más específicas.

Veamos: si suponemos que la dimensión de lo no dicho no es un concepto cerrado y unívoco, sino que se encuentra atravesado por modalidades singulares e históricas, en tanto productoras de subjetividad, ¿qué articulaciones podríamos formular entre tal conceptualización y la coyuntura de un psicoanalista en formación, en la época actual?

«Resistencia hay una sola: la resistencia del analista. El analista resiste cuando no comprende lo que tiene delante» afirma Lacan (1954-1955). En este sentido, ¿qué de lo que tenemos delante los analistas de hoy podría estar quedando por fuera del campo de la palabra (y tal vez de la elaboración) configurándose como un punto ciego que obtura nuestra escucha?

El tiempo de la siembra

«No hay hechos, hay interpretaciones» sugiere el aforismo de Nietzsche en sintonía con la mirada psicoanalítica que jerarquiza fuertemente la realidad psíquica. Por lo cual, si bien resulta bastante evidente, no está demás mencionar que este trabajo no se propone en absoluto el rigor científico ni el ascetismo propio de un laboratorio. Por el contrario, se encuentra inexorablemente mediado por la singularidad del autor y, en tal dirección, suscribe a las palabras de Freud (1917 [1915]) cuando advierte «renunciamos de antemano a pretender validez universal para nuestras conclusiones».

Si seguimos esta lógica, quizás se torne menester trazar ciertas coordenadas de enunciación que ofrezcan un marco de lectura posible a estas palabras.

Quien escribe se ha encontrado en estos primeros años de experiencia clínica con ciertos avatares que, interpelando un ideal de psicoanálisis construido durante la formación, podría resultar interesante problematizar. Sólo por mencionar algunos: la exigencia por parte de obras sociales de ofrecer sesiones de media hora; una práctica en hospital público cuya instrucción es la de optimizar el tiempo, para compensar los altos niveles de demanda con los escasos recursos disponibles; directores de instituciones privadas que exigen a sus profesionales sólo terapias breves; y algún que otro paciente que no ha tenido inconveniente en relatar su angustia por Whatsapp.

A modo de un brevísimo ejemplo, recuerdo cuando hace unos años, trabajando para una obra social, consideré pertinente citar a un paciente dos veces por semana. Recibí al poco tiempo el llamado de uno de los directivos expresando que tal frecuencia no estaba autorizada. En un acto quizás un poco ingenuo, referí: «Lo que pasa es que es un paciente grave», a lo que se me respondió sin ningún tono afectivo en particular: «No, lo que pasa es que vos trabajás desde el psicoanálisis».

Pues bien, es a la luz de todas estas variables, con la complejidad que cada una supone, que el año pasado se presentó la oportunidad de asistir a un congreso de psicoanálisis y presenciar allí una serie de intercambios que, enlazándose entre sí —sin un ordenamiento lineal, al modo del rizoma que proponen Deleuze y Guattari (1980)—, operaron como motor de escritura a este trabajo. Citemos tres de ellos.

Intercambio número 1. «No hay fenómenos simples en la vida psíquica. No hay sueños o lapsus simples», fueron las primeras palabras que escuché aquel viernes y anoté rápidamente en mi cuaderno. Se trataba de un panel titulado «Complejidad de los sufrimientos actuales» y, entre otros puntos, se reflexionó sobre la importancia de no simplificar el padecimiento psíquico y la necesidad de instaurar en la clínica estructuras de demora entre el pensamiento y la acción del paciente. Durante el encuentro circula un gran nivel de profundidad, discontinuado por expresiones tales como: «Voy a tratar de ser breve porque no hay mucho tiempo», «Esta parte la voy a tener que saltear» o señalamientos por parte del coordinador de la mesa de que había que redondear.

Intercambio número 2. Una colega de Perú presenta un relato sobre modos de intervención comunitaria implementados en casos de secuestros rurales durante la dictadura militar de su país. Enfatiza, especialmente, los efectos que lo no apalabrado tienen en la elaboración del sufrimiento. Al finalizar la presentación y, en un clima de evidente conmoción, quien coordina el encuentro invita a realizar preguntas. Se produce un extenso silencio de un sentido respeto, pero también casi del orden de la perplejidad por la brutalidad de los hechos narrados. Otra colega pide la palabra para formular su pregunta, pero, casi al pasar, comenta que seguramente el silencio anterior se debió al cansancio de los asistentes dado el horario de la exposición.

Intercambio número 3. Se acerca el final del congreso. Un auditorio repleto se dispone a escuchar un panel sobre la complejidad en el pensamiento de los primeros maestros argentinos del psicoanálisis. Diversos expositores van destacando los grandes aportes de los maestros en cuestión al tiempo que un público atento se muestra cautivado por el brillo de una época en la que parece estar todo por descubrirse y no apremiaba el reloj.

El tiempo de la cosecha

Uno de los interrogantes que se formula la introducción de este trabajo es qué tenemos delante los psicoanalistas en formación (suponiendo que efectivamente existiera tal categoría unificadora). De este planteo, podrían desprenderse dos líneas posibles de análisis, parecidas, pero diferentes: qué tenemos delante, y qué tenemos por delante. La primera, en relación con lo que vivimos día a día en la práctica y los efectos que tiene en nosotros; la segunda, en cuanto a las operaciones psíquicas que nos exige el devenir de nuestra tarea si queremos seguir ejerciendo el psicoanálisis bajo esta coyuntura.

Nos disponemos a tratar estas cuestiones, no sin antes deslizar la sospecha de que la dificultad que implica su abordaje podría relacionarse en gran parte con la movilización de afectos que suscita. En definitiva, no se reduce simplemente a cuestiones técnicas o metapsicológicas. Se trata, nada más y nada menos, de cómo posicionarse subjetivamente ante un deseo puesto en jaque por las características de un momento histórico: el deseo de analizar; de cómo sostener el silencio e instrumentar otra calidad de escucha en una sociedad que exalta la eficiencia, que valora más la información que la elaboración y en la que prevalece la lógica de la inmediatez y el descarte. Se trata, por último, de repensar la abstinencia no sólo ya en función de las demandas del paciente, sino también como la decisión de renunciar (o no) a satisfacer las demandas de una época.

Si la pregunta es, entonces, sobre lo que tenemos delante, los recortes realizados sobre los intercambios en el congreso puedan ofrecernos una orientación. Tomémoslo según el modelo de la planta que presenta Lacan, de acuerdo al cual la forma en que se imbrican las nervaduras de una hoja reproduce una estructura análoga a la que compone su totalidad. Quizás, siguiendo esta lógica del detalle, lleguemos a dilucidar, tal como lo propone Freud (1901), que si «a ciertos desempeños que parecen desprovistos de propósito se les aplica el procedimiento de la indagación psicoanalítica, demuestran estar bien motivados y determinados por unos motivos no consabidos a la conciencia». (p. 233).

¿Y en carácter de qué tendrían valor dichos recortes, si lo que se pretende no es ilustrar lo que sucede en los congresos, sino en los consultorios? Justamente, por la intuición de que así como el paciente transfiere al análisis piezas de su conflicto inconsciente, los analistas podríamos reproducir en nuestros espacios de reflexión, algo de lo que nos interpela cotidianamente en nuestra praxis y a lo cual —dosis de angustia mediante— nos cuesta ponerle palabras.

Así se suceden una serie de paradojas: mientras debatimos sobre cómo sostener la complejidad y no reducir el sufrimiento psíquico, nos la vemos con que hay que abreviar las exposiciones por falta de tiempo. Mientras afirmamos sólo estar cansados, desmentimos el impacto que nos produce lo que escuchamos. Mientras nos esforzamos en instaurar estructuras de demora con los pacientes, a nosotros nos rige la sensación de estar llegando tarde, sin siquiera haber empezado. Mientras apreciamos con admiración y nostalgia el proceder de nuestros maestros, nos sentimos paralizados e incapaces de responder a las exigencias de hoy. «Así, el yo combate en dos frentes: tiene que defender su existencia contra un mundo exterior que amenaza aniquilarlo, así como contra un mundo interior demasiado exigente», decía ya Freud (1940 [1938], p.201).

Pasemos ahora a la segunda línea de análisis (la que se pregunta por lo que tenemos por delante los analistas en formación). He aquí una respuesta tentativa: nos espera el trabajo psíquico de duelar —al modo del duelo por los padres de la infancia— el ideal de psicoanálisis que alguna vez construimos para el ejercicio de nuestra profesión. «Sin idealización no hay vida. Sin desidealización no hay crecimiento», decía un profesor de la institución en la que estudio.

¿Significa todo este desarrollo que ningún esfuerzo vale la pena, que está todo perdido, o que nada de lo que nos enseñaron sirve? Rotundamente no. Significa que quedarse capturado imaginariamente idealizando un pasado sin fisuras, nos conlleva el peligro de no poder pensar, de acobardarnos, de paralizarnos —lo cual ciertamente no es un riesgo menor si consideramos que somos nuestro instrumento de trabajo—.

Ser analistas nos convoca entonces a una doble responsabilidad: no sólo velar por la salud psíquica de los pacientes que atendemos, sino también, y con el mismo énfasis, por la de nuestro propio aparato. El trípode que conforman la formación, la supervisión y el análisis del analista es sin duda una variante de este cuidado, mas no la única.

Para finalizar este recorrido, podemos evocar una metáfora sobre un tema bastante discutido actualmente en mi país. Se dice, en relación con el cultivo de soja, que para mantener la tierra fértil se debe estar atento tanto a su plantación indiscriminada, como al tiempo de espera entre un período y otro. En caso contrario, aunque en el corto plazo quizás sea una de las semillas con mayor rédito en menor tiempo, a la larga, podría quemar el suelo sobre el que nos proponemos seguir sembrando.

Bibliografía

Baranger, W., Goldstein, N., Zak, R. (1989). Revista de psicoanálisis. (6). Buenos Aires

Deleuze, G., Guattari, F. (1980). Mil mesetas. En G. Deleuze, F. y Guattari: Capitalismo y esquizofrenia (Vol.2). Valencia: Pre-textos.

Freud, S. (1901). Psicopatología de la vida cotidiana. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 12). Buenos Aires: Amorrortu.

Freud, S. (1917 [1915]). Duelo y melancolía. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 14). Buenos Aires: Amorrortu.

Freud, S. (1940 [1938]). La escisión del yo en el proceso defensivo. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 23). Buenos Aires: Amorrortu.

Freud, S. (1940 [1938]). Esquema del psicoanálisis. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 23). Buenos Aires: Amorrortu.

Kancyper, L. (1998). Adolescencia y desidentificación. En L. Goijman y L. Kancyper: Clínica psicoanalítica de niños y adolescentes. Buenos Aires: Lumen.

LacanJ. (1954-1955). El Seminario de Jacques Lacan: Libro II: El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica. Buenos Aires: Paidós.

Laplanche, J., Pontalis, J.B (1967). Diccionario de psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós.

Acerca del autor

Alejandra Menis

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