Recibí en mi consultorio a un niño de cuatro años y medio que rehusaba el contacto con los demás, se aislaba, mostraba un empobrecimiento general de su desarrollo afectivo, no podía decir «yo» y se trataba a sí mismo como «el nene».
Yo tenía pocos años de graduada y me encontraba cursando los últimos años de la formación en la Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados. Una compañera de seminario me comentó que la habían consultado desde el jardín por un niño pequeño con serias dificultades en el lazo social. Eligió como estrategia comenzar el trabajo con la pareja de padres, pensando que el abordaje con ellos podría ser una buena forma de intervenir sobre la problemática. Me describió a estos padres con un vínculo infantil e interdependiente. Funcionaban como dos en uno, no sabían darle el lugar al otro, incluir sus tiempos, atender a sus demandas. Ambos venían de relaciones de extrema dependencia con sus respectivos padres; incluso, la mujer acusaba a su suegra de haber arruinado el nacimiento de «el nene» con una de sus tantas crisis depresivas.
Mi colega me contó que, pese a los pequeños avances observados en la pareja, la problemática severa del niño no cedía y que en el jardín les habían planteado lo imprescindible de comenzar un tratamiento con el niño: «Es muy posible que te llamen». En el primer encuentro, conozco a esta pareja de padres jóvenes que comentan que, de haber sido por ellos, no hubieran consultado, ya que identificaban la modalidad del niño como algo similar a cómo ellos habían sido de chicos. Por lo tanto, pensaban que se trataba de algo innato o heredado.
Javi se trataba a sí mismo como «el nene»: «el nene quiere tal cosa», «el nene quiere tal otra». No participaba de ninguna actividad del jardín, salvo cuando recibía órdenes explícitas de sus maestras. Pero, si así no ocurría, se mantenía aislado y callado, a veces gesticulando, babeando o haciendo algún movimiento envolvente con sus manos. No se conectaba con ningún niño, no los miraba, no los buscaba. Y tampoco con adultos. Si el portero del edificio donde vivían lo saludaba y llegaba a darle un beso, inmediatamente Javi se pasaba su manito por la cara para limpiarse.
Noté que la relación entre los padres tenía características simbióticas: cuidaban de no superponerse, pero, a pesar de esto, parecían espejarse. Se daban cuenta de la superposición y se pedían excesivas disculpas: «Seguí vos. Ah, no, perdón. Seguí vos». Pensaban tener diez hijos y que cada uno cuidara a su hermano más chico, lo que se puede pensar como una continuidad sin diferencia, que evidenciaba la seria dificultad de asumir la función parental.
Al nacer Javi, la madre sintió que se le cayó una «piedra en la cabeza». No sintió dolor por la separación, sino que ese bebé recién nacido ahora era vivido como una presencia atacante. Notemos las ecuaciones separación-pérdida y ausencia-presencia, ya originariamente dañadas. «Lo tenía todo el tiempo a upa, iba al baño con él, cocinaba con él, todo incluido», decía ella.
En la primera consulta, recibí a un niño que vino pegado y escondido tras su madre. No me miraba, no me hablaba, no establecía contacto conmigo sino a través de ella.
Llamaba la atención el goce del contacto físico entre ambos.
A veces, cuando la madre y el chico venían, dibujaban y pegaban en las hojas todos los papeles y elementos disponibles en la sala de juegos, en un clima excitado in crescendo. La madre le hacía comentarios como si yo no escuchara: «Dale, dale, sigamos pegando, ahora que no nos mira, hagámosle una trampa». ¿Trampa para quién?, me pregunté. ¿Trampa para Javi, que desconocía que su madre no buscaba más que su completud narcisística? ¿Trampa para ambos, que quedaban presos de esa ilusión?
Cuando asistía el padre a las sesiones, observé que tanto Javi como su madre rechazaban activamente sus intervenciones y propuestas. Concluí que eran dos excluyendo activamente la terceridad. Es así que consideré que la estrategia terapéutica adecuada serían sesiones vinculares con la madre y el niño, y que tenía la tarea de generar las condiciones —en la transferencia— para que el lugar tercero se pudiera instaurar.
Javi y su mamá tenían un vínculo tan dramáticamente férreo y envolvente que cualquier intento de romper esa membrana los ponía en riesgo de desintegración. El niño no podía ser «uno» siendo «dos en uno», no podía llamarse a sí mismo sino en relación con cómo lo llamaba el otro. No podía enunciarse como «yo» en una tópica intersubjetiva donde no podía ser pensado como un otro diferente.
Transcurrido un año y medio de tratamiento, y considerando que habíamos recorrido un buen trayecto en el trabajo vincular, consideré adecuado indicar, con varios meses de anticipación, que una de las tres sesiones semanales se una sesión individual del niño. Este pasaje fue transitado con mucha turbulencia.
Cuando mudé mi consultorio a otro ambiente del departamento, se produjeron movilizaciones muy intensas. En la madre, indiscriminación e invasión. Se acercaba a mi biblioteca, tomaba y hojeaba los libros sin pedir permiso. En el niño, un cuadro de excitación psicomotriz muy intenso. Los padres decían aceptar la propuesta de la sesión individual, pero demostraban la intensidad explosiva de los afectos movilizados.
De todos modos, me parecía que el tiempo de trabajo terapéutico transcurrido y su sedimentación permitían afirmarme en la posibilidad de hacer este pasaje. Pero percibía que teníamos por delante un trabajo arduo y doloroso de desprendimiento.
Desolación y congelamiento
Así llegó el día acordado, la madre lo dejó en el consultorio y lo despidió fríamente.
Javi se quedó solo, angustiado, como perdido, mirando hacia la nada[1].
Se aferró con fuerza y desesperación al macetero como horadándolo con la fruición de sus manos. No alcanzó con esto para regular y ligar su angustia: recurrió así a su propio cuerpo, masturbándose compulsivamente.
Me senté junto a él en el piso, hablándole bajito, pero sosteniendo un hilo de continuidad con mi voz y buscando ofrecerle una alternativa distinta a su desolación absoluta.
Soledad infinita, un frío visceral a pesar de un noviembre que insinuaba floreciente.
Frío, congelamiento. Me trasladaba a un país helado, a otro mundo, a otra dimensión. Allí, Javi y su cuerpo. Allí, el intento desesperado por unir aquello que se desparramaba en pedazos; allí, el refugio en sus sensaciones autosensibles como forma de otorgarse un mínimo de consistencia unificadora. Frente a la amenaza de desperdigamiento corporal, tal vez, esta fuera la única alternativa posible para la subsistencia psíquica.
Junto a mis palabras: «Mamá no está y vos te perdiste», «sentís que todo se fue con mamá», mi tono de voz, la ritmación de las palabras, las pausas y mi acercamiento corporal oficiaban de envoltura acariciante. De repente me encontré diciéndole: «¡Uy! ¡Un dedo tuyo se animó a separarse de la maceta! ¡Uy, tu nariz se despegó! ¡Ya no siente tanto susto!».
Al trabajar con estos niños, tenemos que sostener una convicción «cuasi delirante» (Tustin, 1990): creer que hay un ser humano cuando aún no lo hay. Inventariar intencionalidades humanas, introducirlo en un mundo simbólico bañado por la envoltura libidinal de las palabras, que amortigüen sus sentimientos de caída sin fin.
De a poco fue saliendo y pudo ir despegándose del macetero, aquel objeto duro del cual se fue separando para incorporarse en un cuerpo que comenzaba muy lentamente a existir como propio. Javi y su madre tenían establecida una relación muy intensa de sexualidad circulante que era necesario desanudar.
Javi no tenía la representación diferenciada del objeto de amor. El objeto funcionaba en la medida en que era parte del sujeto y no lo hacía —se convertía en extraño— a partir de la separación. Esto da cuenta de la simbiosis patológica y del repliegue autista como reactivo a la separación. El objeto originario debe ir diferenciándose en el seno de una matriz que engloba a la madre y al bebé, y que va adquiriendo formas simbólicas desplazadas del cuerpo real. (Bleichmar, 1984)
Marisa Punta Rodulfo (2016) expresa que «la primera separación se produce en el nacimiento. Separación de la madre con el bebé y del bebé con la madre. La madre se contacta con ese extraño que adviene a la vida en la singularidad de ser extraño. Es solo una cesura que se encuentra entre el vientre materno y el mundo, al que arriba el cachorro humano. En psicoanálisis, pensamos que la separación nos posibilita ser otro del otro. Pero para los niños con problemática autista, crecer implica una angustia masiva, que puede ser vivida a expensas del otro, vampirizándolo».
En estos casos, ciertas sensaciones corporales se vivencian como aspectos protectores: hacer girar el cuerpo, hamacarse, arrastrarse sobre las nalgas. También puede ocurrir que se masturben, pero no se trata de la masturbación normal asociada con fantasías, sino de una masturbación perseverativa que se da en aquellos que se sienten encerrados en su propio mundo y que no encuentran salida alguna de escape para librarse de él.
Excelente texto, felicitaciones Claudia!!