Escribir es hacer historia.
Alberro, Norma, 2010[1]
¿Qué culpa tiene el árbol si el bosque se oculta detrás?
Teodoro en El potrero de los silencios
Proponer el diálogo entre la literatura y el psicoanálisis es una tarea necesaria por varios motivos. En principio, por el estilo de presentación de los escritos freudianos que gozan de un indudable valor artístico-literario. Prueba de ello es que, en 1930, Freud recibe el premio Goethe, un premio literario por escritos científicos. Algo notable e inédito. Es que los textos de Freud rompen con la descripción científica tradicional y, en el mismo proceso de documentar su transmisión clínica y teórica, produce un acto creativo. Por eso, sus presentaciones clínicas pueden ser leídas como novelas, en tanto las historias de vida que se escriben con el dispositivo analítico guían sobre las causas del padecer que consulta; de ahí se desprende la propuesta terapéutica que lee, en las palabras y en los relatos del analizante, un texto sagrado para interpretar. En «El interés por el psicoanálisis», Freud recomienda el estudio de los sistemas de escritura para entender e interpretar los diferentes «dialectos» de las producciones del inconciente: «De hecho, la interpretación de un sueño es en un todo análoga al desciframiento de una escritura figural antigua, como los jeroglíficos egipcios» (Freud 1913, p. 180). De esta forma señala un camino del análisis desde la lectura de la producción inconciente, que se inmiscuye a través del relato del analizante, en pos de encontrar alguna realización como palabra hablada, para reconstruir una novela de vida. Relatos banales, retazos biográficos, jirones de vida, recuerdos de infancia que van jugando con palabras procurando armar una historia. Hay una fuente de verdad en el relato, aun en los sueños y delirios más disparatados, verdad que insiste en ordenarse en una ficción. ¿Será por eso la influencia de la literatura sobre el psicoanálisis? Freud rescata la subjetividad que revelan las letras de los poetas de todos los tiempos: Sófocles, Shakespeare, Dostoievski por nombrar algunos de los innumerables literatos que aportaron para la producción del marco conceptual del Psicoanálisis. Por ejemplo, cuando invita a los analistas a recurrir a la llamada «bruja» metapsicología[2], así como Mefistófeles llevó a Fausto a tomar la pócima de la «bruja» quien, con ciencia, arte y paciencia, realiza su obra.
La escritura es un lenguaje. Da cuenta de la capacidad de simbolizar, de representar bajo signos consensuados por la cultura lo que ella misma cita en ausencia; así, sustituye, con su letra, el lugar de la cosa. Por eso, escribir hace presencia de una ausencia, y esta es fuente de creación. Pero escribir no es sólo un modo de expresión, es fundamentalmente la apertura de un canal hacia un encuentro. Es sabido el lugar que tiene el lenguaje[3] y la cultura que porta en la constitución subjetiva y la comunicación; que las representaciones palabras, enlazadas con la fuerza del deseo, pueden crear realidades nuevas donde no había. Más allá de lo percibido del mundo, las palabras entramadas con ausencias crean historia y escritura. Esta operatoria produce la dimensión de tiempo y espacio; lo propio y lo ajeno; el antes, el ahora y el después. Escribir tiene el efecto mágico de mantener la memoria, burlar el tiempo implacable y vencer a la muerte, ese silencio eterno sólo doblegado por la letra. Pero la escritura es desleal con el autor. La infiel se suele acomodar a los deseos del lector al resonar en silencio, en las lenguas ocultas de su bagaje representacional. Silencios de antaño, convocados por la escritura, van apropiándose de la letra para entrelazar historias. Pero ¿hasta dónde es interpretable un texto? ¿Cuál es su límite? Dependerá de cuánto resuene el recorte, su posibilidad de resignificación, el tope de lo inefable, sumado al consenso cultural que habilita ciertas lecturas y otras no. Por lo tanto, el sentido de lo escrito es efecto de escrituras y silencios. Que uno no es sin lo otro. Es sobre el fondo del vacío que nace la escritura, y precisa de esos espacios en blanco que le dé el respiro necesario para encadenar las palabras, armar frases y crear una novela. Nietzsche, en su libro Así habló Zaratustra (1883), nos advertía que «Las palabras más silenciosas son las que traen la tempestad». Enigmático enunciado que concierne tanto al psicoanálisis como a la literatura: en el silencio, en lo que falla, en las entrelíneas, en los tonos y en los cortes hay verdades mudas insistiendo por manifestarse, que se disfrazan de palabras y, así, al modo del sueño, van armando historias, más o menos coherentes, lineales o enigmáticas, que viajan entre lo dicho y lo no dicho.
El potrero de los silencios es una de estas historias.
Leyendo textos para esta presentación, me encontré con el libro Literatura y vacío, de José Ioskyn (2013), quien hace una lectura sobre la propuesta del texto de Lacan «Homenaje a Marguerite Duras» para orientar el análisis de un escrito literario.
Considera este autor tres términos que situar: el del personaje, del narrador y del sujeto.
No se trata de analizar el personaje como si fuera un ser vivo, ni representante del autor, sino de situar la fuerza performativa de un texto que expresa «lo vivo de la letra». (p. 12)
En El potrero de los silencios el personaje principal es Teodoro, quien a su vez es la voz, el narrador de la historia, el que oficia de interlocutor directo con el lector. Desde el inicio, con un estilo mezcla de confesión y desafío, lo hace partícipe de sus andanzas. Teodoro nos hace ingresar en su vida contando que hizo algo despreciable, pero sólo porque llegó a su límite. Y, para quien se arrogue el lugar de juez que condena, «quien esté libre de pecado que tire la primera piedra», parece decirnos en ese primer encuentro. Entonces, decide contarnos la historia de su metamorfosis. Fue algo que sucedió hace más de treinta años, que se ve que perdura en su memoria y en su conciencia. En las primeras hojas, se presenta como un poeta que se gana la vida como quinielero de barrio, pero en un kiosco propio de «pantalla». Toda una metáfora su trabajo. La pantalla, lo que oculta, velo que desvela lo que no se ve. Escrituras y silencios. La crónica comienza con una novela de amor, de cómo el muchacho de barrio, sin demasiadas aspiraciones personales, se enamora de Tatiana, una de sus clientas. De su familia, podría decirse que hay más silencios que palabras: un tío que huyó de golpe, vaya a saber por qué razón; su madre muerta, vaya a saber por qué motivo; sólo quedan su abuela y su tía abuela, y los recuerdos inconclusos que tampoco se anima a preguntar. Su vida social es limitada, algunos amigos del barrio y Tatiana. Pero Teodoro escribe poesías cuando necesita «sacarse algo de la cabeza para no explotar por otro lado». ¿Qué motivos insisten y encuentran, en la poesía, su válvula de escape? Esta pregunta adquiere valor cuando, en un momento de su vida, coincidiendo con la mudanza del barrio al centro y el abandono de la poesía, comienza su transformación: el pibe de barrio se convierte en un ser inquietante, frío y sin escrúpulos, con el objetivo de despejar de su vida lo que le molesta. Es interesante el giro y, aunque el narrador nos lo previene, en el primer capítulo hubo algo abyecto en su accionar, esa especie de metamorfosis kafkiana no deja de ser sorpresiva cuando la leemos. Es como si Teodoro dejara de ser el Teodoro que conocimos al principio; como si en su persona también se corriera «la pantalla» del muchacho inofensivo del arrabal, y apareciera en escena un ser despreciable, calculador, que juega a perder o a ganar un juego prohibido como la quiniela.
Volvamos a los términos propuestos por Ioskyn, sobre «el sujeto del texto». No se trata del autor ni del lector, no es alguien de carne y hueso; se trata de una producción que se desprende del mismo escrito: cierta trama que se enhebra en frases con una enunciación que trae luz al relato. Una intencionalidad que no necesariamente depende del propósito del autor, es una suerte de autonomía de la historia que encuentra nueva realidad con el lector. En El potrero de los silencios, para este lector, el título mismo incluye un juego de opuestos que pasa a tener un rol fundamental asociado al giro del personaje: de los silencios del barrio a «los ruidos» del centro y que logra figurabilidad en el vecino de arriba. «Crujidos, chirridos, golpeteos» marchan con vida propia por la fuerza de la estructura narrativa. El personaje muta tocado por sonidos imposibles de callar, aún en su ausencia. Dice Teodoro: «Externalidad interiorizada que me llenaba de angustia, en tanto ya no solo operaba cuando las ondas sonoras se propagaban hacia mis oídos, sino que permanecía en mi cabeza sin que pudiese ponerle coto» (p. 103). Esos bullicios suscitan pasiones y crean significados, le están destinados. Mientras, Teodoro espía con sus oídos, víctima de un goce que se le hace ajeno. Es que «el silencio dejó de ser posible» (p. 105) expresa; aunque esté en otro lado, los escucha, los piensa, entregando a los ruidos las riendas de la narración. Así, se induce en Teodoro el giro de su vida: tiene que sacarse al vecino de encima. Tocó su límite. Eso justifica su acto vengativo y manipulador que incomoda, inquieta, interroga. El resto de la historia se despliega alrededor de esta nueva realidad con la consistencia de la ficción, de lo onírico. La maniobra que consuma Teodoro se escribe en un relato que dejo a cada nuevo lector el juicio que le brote de su lectura. Yo ya les di el mío. No sé si silencio por pudor o para mantener el suspenso. Léanlo y vemos qué surge para cada cual…
Es que, en el acto de leer, también se resignifica esa escritura desde las oscuridades que resuenan en el lector. Algo enigmático que precede al escritor y al lector. Freud captó y formalizó esas fuerzas con un concepto: «verdad histórico vivencial», como el retorno de antiguas vivencias propias, algunas previas al lenguaje, unidas a vivencias prehistóricas que transmite la cultura. Así se escriben mitos y tradiciones que buscan escenarios donde hacer realidad. Como si escribir y leer fueran «momentos simultáneos de una misma producción» (Alberro, p. 98). Podríamos decir: una producción que culmina con el acto del lector, quien, al leer el texto, en tanto resuene y convoque los vacíos mudos que insisten por el reencuentro y la repetición, va a crear un nuevo acto de escritura.
Por eso, es un sujeto el que aparece con cada lectura. Entonces, insisto: ¿dónde queda la responsabilidad del escritor? ¿Al final, es su texto, o resulta que es una simple marioneta de personajes que maniobran los hilos de su escritura para ser leídos? Foucault, en su conferencia «¿Qué es un autor?», lo sitúa como quien aporta un estilo que lo hace singular y un hilo conductor en la transmisión de una temática. Como si el autor se terminara de construir con una lectura que privilegia ciertos relatos y que descarta otros. Algo análogo a los enunciados que toman relevancia en un análisis para escribir la dirección de una cura. Dice Catherine Millot en su libro La vocación del escritor: «El escritor es hijo de sus obras. Se engendra a sí mismo e inventa la cifra del origen». (1993, p. 8).
Desde esta perspectiva acudo en ayuda de Aníbal, en su carácter de escritor.
Siempre que leo, me pregunto cuánto sabe el autor sobre lo que ha escrito. Tengo la idea de que el texto se independiza de la intencionalidad del escribiente, que fuerzas ignoradas toman como instrumento al escritor y lo guían en un curso imposible de predecir. Similar situación para el lector… ¿acaso sabemos las resonancias que guían nuestras lecturas? ¿Qué silencios promueve un escrito? ¿Cuántas historias, actuales y prehistóricas, personales y culturales, se reavivan con cada relato? Preguntas sobre los silencios que transportan las palabras, silencios que interrogan la fuerza del sentido de un escrito, silencios que gritan denunciando su procedencia múltiple, su naturaleza frágil, ambigua, fugaz, que lo pueden llevar a su desvanecimiento por el que emerge un sentido inédito ante el destino arbitrario impuesto por el lector.
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