Nos hemos habituado demasiado, en los últimos años, a que las reflexiones acerca de la sexualidad femenina constituyan el eje de gran parte de las investigaciones psicoanalíticas. Los desarrollos de Lacan, que invirtiendo la fórmula levistraussiana proponen que en el centro de la sociedad está la mujer intercambiando hijos por falos simbólicos, el acceso a nuevos modos de concebir la castración a partir de su pensamiento, y, junto a ello, la recuperación de los trabajos freudianos de la década del 20, por un lado, han hecho bascular nuestras preocupaciones de tal modo que gran parte de las producciones acerca de la sexualidad giren en torno a la pregunta inicial, lanzada por Freud, acerca del misterio que encierra la femineidad. Por otro lado, nuestra práctica se despliega en un entorno en el cual el auge de los movimientos feministas, planteándose interrogantes e intentando dar respuesta a la condición de la mujer en el seno de la sociedad, a partir de los nuevos fenómenos históricos en relación con su inserción en los aparatos productivos, precipitan, desde otra perspectiva más sociológica y también, en gran medida, más ideológica, una centrifugación en la dirección de producir un cierto embargo de nuestras líneas directrices de pensamiento.
Parecería que se sostiene la ilusión de que la teoría sexual de la masculinidad no ofrece grandes interrogantes ni está abierta a grandes revisiones en el seno del freudismo. Sin embargo, tanto nuestra clínica cotidiana como un sinnúmero de fenómenos históricamente novedosos ponen de manifiesto que una puesta al día se hace necesaria, dando cuenta de que la riqueza de las mismas excede, en mucho, ciertas nociones abrochadas que operan como eje de nuestro pensamiento. Es curioso comprobar que, mientras el material recogido en análisis de mujeres es inmediatamente generalizado y trabajado en relación con el intento de constituir una teoría de la femineidad, no ocurre lo mismo con los análisis de sujetos masculinos, y que gran parte de lo que de ellos surge, respecto de las vicisitudes de la sexualidad, quedan remitidos a la singularidad de una subjetividad en proceso sin que generalizaciones ni revisiones teóricas sean puestas de relieve.
Es esta la razón de que me vea movida hoy a dar a conocer algunos aspectos de una investigación iniciada hace ya algunos años, cuyos resultados aún precarios no dejan de incitar la apertura de una cierta línea de indagación que considero válida en virtud del giro que inaugura tanto para nuestra teoría como para nuestra clínica.
El primer interrogante se me propuso a partir del proceso de la cura emprendida hace ya varios años[1] con un niño que contaba siete años de edad. La consulta había sido realizada a partir de un síntoma que consistía en morderse el cuello de su ropa hasta desgarrarlo, unido ello a una actitud general pasiva. La constelación edipica en la cual se constituía estaba fuertemente marcada por la presencia de una madre muy narcisista, con cierta actitud desvalorizante hacia el padre; este último asumía, por otra parte, el lugar secundario otorgado, ejerciendo sus funciones parentales de modo tal que hacían posible el despliegue apropiatorio que esta mujer operaba.
Habíamos trabajado largamente con este niño su sensación asfixiante de estar encapsulado en el interior materno, su temor a desprenderse de esta posición inicialmente atribuida, el intento desesperado por desgarrar, a través de sus vestimentas el tegumento envolvente que lo contenía al mismo tiempo que lo sometía, y el camino hacia la actividad y la masculinización parecían abrirse luego de un año de tratamiento.
Fue en ese momento que ocurrió lo siguiente: Estábamos en una sesión muy rica en juegos y simbolizaciones en la cual Manuel desplegaba una serie de fantasías masculino-agresivas haciendo luchar a unos soldados entre sí, estableciendo campos de batalla y zonas de riesgo, en una escena que los analistas que tratamos niños estamos habituados a ver reiterarse en el consultorio. De repente, los soldados empezaron a pinchar, con sus bayonetas, el trasero del enemigo. Manuel comenzó entonces a dar gritos en los que se conjugaba el placer y el dolor. Intervine entonces haciendo una interpretación respecto al deseo homosexual vigente; me miró espantado, conmocionado, y comenzó a gritar: “¡No es eso, no es eso…!”. Luego, mientras lloraba decía: “No entendés nada, no entendés nada…”. Salió bruscamente del consultorio a buscar a su padre que esperaba en la sala de espera y, con su ayuda, pude hacerlo volver para continuar la sesión.
No soy de los analistas que piensan que una interpretación certera puede producir un despliegue de angustia tan masiva. Cabía, por supuesto, la posibilidad de pensar en una defensa extrema, sin embargo, hace ya mucho tiempo que he comprobado que la interpretación, cuando da en un blanco cercano al nudo del conflicto sin certeramente desembargar lo que ha quedado obturado, desata una angustia intensa, produciendo el mismo dolor que el manoseo de una pústula cuya boca no termina de abrirse y drenar. Por el contrario, aquella que logra desentrañar el entramado fantasmático que da origen a la angustia proporciona alivio y genera, en muchos casos, el placer compartido del descubrimiento.
Sin embargo, la homosexualidad estaba presente. ¿Qué faltaba entonces para que mí intervención fuera eficaz? Lo que yo no había percibido, aquello que no había logrado pensar —porque estaba más allá de los límites de la teoría que manejaba—, y que Manuel ponía de relieve, era lo que pudimos entender posteriormente: el deseo emergente en su juego no se agotaba en la interpretación propuesta, como se demostró en el curso de las sesiones siguientes, un punto paradojal de su constitución psico-sexual: se trataba de devenir masculino, sexuado, a partir de la incorporación anal del pene paterno. Yo había interpretado el deseo homosexual, y el soslayamiento de su deseo de masculinización, que abría el camino hacia la heterosexualidad, a partir de una nueva dialectización entre el ser y el tener, lo dejaba inerme produciéndole un intenso dolor que manifestó del modo descripto.
“Yo no entendía nada…” y, ante esto, él me había espetado la frase más dolorosa que un paciente puede formular a su analista. Al desconocer el móvil estructural del fantasma, al desconocer el movimiento histórico en el que estaba inmerso, le había proporcionado un saber acerca de sí mismo que anulaba el proceso mismo que el análisis habla inaugurado: incorporar el pene paterno y ejercer él mismo su sadismo genital en el movimiento que lo arrancaba de la presencia capturante de la madre.
Múltiples observaciones se sumaron a posteriori a esta primera reflexión engarzándose, a su vez, con una cuestión que parecía entrar en contradicción en la teoría misma. Sabemos, a partir de Freud, que inicialmente la madre es, para ambos sexos, el primer objeto de amor, y a afirmar, junto a él, que el varón retiene este objeto en el complejo de Edipo. Por otra parte, y a través de otros elementos presentes en su pensamiento y de los que en nuestro trabajo clínico observamos, la madre de la prehistoria del complejo de Edipo no es la misma que aquella que se constituirá en objeto de deseo a partir de la instalación del reconocimiento de la diferencia sexual anatómica: La madre de la prehistoria del complejo de Edipo es la madre fálica, investida de todos los atributos de completud con los cuales nuestra teoría y nuestra práctica han descripto su función.
La madre atravesada por el reconocimiento de la castración está en una posición diversa a la madre de los orígenes respecto al niño. Entre una y otra ha transcurrido esa “tormenta afectiva” que Freud describe en los múltiples textos elaborados a partir de 1919. El objeto ha variado, su estatuto ha cambiado, no hay continuidad directa sino una discontinuidad marcada por la ambivalencia y por la intervención de otra variable que habiendo estado presente desde los comienzos de la vida no cobra realmente significación hasta ese momento tanto para la niña como para el varón: el padre sexuado.
¿Qué relación guardan la madre del deseo edípico —atravesada por la castración y genitalmente codiciada— y el padre sexuado en relación con sus inscripciones previas? Los primeros tiempos de la vida están marcados por la pasividad respecto al semejante. Objeto de las maniobras sexuales del semejante, deseado y atravesado por su sexualidad, las mociones pulsionales entran en correlación con el cuerpo del otro de un modo aún, autoerótico. Guiado por la pulsión de indicio, sometido a los restos indiciales de los objetos inscriptos, el deseo infantil se revela como activo en relación con la meta pulsional, pero conserva una radical pasividad en relación con la madre. Al mismo tiempo, no hay sujeto en el sentido estricto, sujeto del yo capaz de representarse a sí mismo y capaz de enunciarse a partir de ello. Si la pulsión es acéfala[2], si el sujeto no se encuentra aún ubicado en estos primeros tiempos de la vida, sólo la constitución del sujeto del yo, correlativa al narcicismo, pero paradójicamente sepultando los representantes pulsionales en el inconsciente a partir de la represión originaria, puede dar curso a una actividad que se revela en continuidad con el deseo, pero que, al mismo tiempo, encierra la paradoja de estar al servicio de la defensa. Actividad del inconsciente, pasividad yoica respecto al otro, la observación narcisista, el rehusamiento primario al modo del negativismo, ponen de relieve el carácter profundamente amenazante de la alteridad del semejante.
¿Cómo ingresa el padre en estos tiempos de los orígenes en los cuales está en vías de constituirse lo originario sepultado en el inconsciente? Lo hace, tanto en la niña como en el varón, de dos modos diferentes: por un lado, como separados del vínculo fusiona! inicial con la madre —captura en el fantasma de escena primitiva a partir del posicionamiento que ocupa como intervalo que separa del objeto primordial, así lo definió Melanie Klein poniendo de relieve su función de corte aún antes de que se establezca su carácter de interdictor—; por otra parte y, a partir de los cuidados precoces compartidos, como metonimia de la madre que inscribe, a su vez, restos de percepción que no terminan de ser asimilados por los movimientos de pulsación[3] que ella ejerce.
No hay, en esos primeros tiempos de la vida, padre en el sentido psicoanalítico del término: en sus funciones constituyentes del ideal del yo y de la conciencia moral. (El niño, dice Freud en “Introducción del narcicismo”, posee dos objetos sexuales originarios: él mismo y la mujer que lo crió). Las renuncias pulsionales básicas, las que precipitan el sepultamiento del autoerotismo, quedan siempre establecidas en relación con la madre y aportan a la autoestima del yo ideal. Por supuesto que en estas prohibiciones de base el superyó materno juega un rol fundamental, pero lo hace bajo modos particulares: perder el amor de la madre no se juega en la dialéctica fálico-castrado, sino en aquella de la vida y la muerte. Perder el amor de la madre pone en juego el aniquilamiento del sujeto. La interdicción del padre en el hijo varón, en sentido estricto, tal como la concebimos a partir del sepultamiento del Edipo, recae sobre el Edipo complejo, sobre el deseo hacia la madre en tanto objeto del incesto.
El pasaje de pasivo a activo parecería producirse cuando el niño, al descubrir la castración femenina, es precipitado hacia una caída narcisista del objeto materno, caída que arrastra consigo la angustia de castración del propio niño e inaugura el movimiento que lo lanza de la identificación a la elección amorosa de objeto: “La alta estima narcisista por el pene puede basarse —dice Freud— en que la posesión de ese órgano contiene la garantía para una reunión con la madre (con el sustituto de la madre) en el acto del coito. La privación de ese miembro equivale a una nueva separación de la madre; vale decir: implica quedar expuesto de nuevo, sin valimiento alguno, a una tensión displacentera…”.[4]
Sin embargo, la pregunta vigente es, debido a qué elementos, el niño desearía esta reunión al modo de una dominancia genital y no a través de la totalidad de su propio cuerpo. Y aún, qué tipo de identificación debe realizar el varón, antes del sepultamiento del Edipo cuya culminación inaugura la posibilidad de identificarse al padre a través de la incorporación de las instancias que constituyen el superyó. De qué modo se apropia, entonces, el hijo varón, de los rasgos sexuados del padre en este pasaje que lo hace devenir activo atravesando su posicionamiento respecto a la madre.
La perspectiva freudiana parece regirse al respecto por la contigüidad del objeto real y su carácter activo a partir de la determinación biológica: “En la fase del complejo de Edipo normal encontramos al niño tiernamente prendado del progenitor de sexo contrario, mientras que en la relación con el de igual sexo prevalece la hostilidad. No tropezamos con ninguna dificultad para deducir este resultado en el caso del varoncito. La madre fue su primer objeto de amor; luego, con el refuerzo de sus aspiraciones enamoradas, lo sigue siendo y, a raíz de la intelección más profunda del vínculo entre la madre y el padre, este último no puede menos que devenir un rival”.[5]
Aparente linealidad que emplaza al padre en el lugar del rival, cuando, por otra parte, las mociones eróticas hacia el padre definen el camino de la identificación. Cuestión claramente analizada por Freud, por otra parte, cuando se trata, en sus historiales clínicos, de marcar el carácter erótico del deseo del hijo varón hacia el padre.
Paradoja fundamental de la identificación
Conocemos la paradoja de la identificación masculina: ser como el padre —en cuanto sujeto sexuado— y, al mismo tiempo, no ser como el padre en tanto poseedor de la madre. ¿De qué modo se podría producir, sin embargo, una identificación a un puro rival, a un puro obstáculo, sin enlace de amor con él? La identificación en estos términos sería imposible.
La bisexualidad constitutiva se revela como insuficiente para dar cuenta de ello. Hay una primera explicación mecánica de carácter biológico: según la predominancia de tendencias innatas, de las “disposiciones” masculinas o femeninas congénitas. Otra interpretación posible es que la bisexualidad no se marca en la salida del Edipo complejo, sino en su movimiento mismo y en sus implicancias. “Una indagación más a fondo pone en descubierto, las más de las veces, el complejo de Edipo en su forma más completa… El varoncito no posee sólo una actitud ambivalente hacia el padre, y una elección tierna de objeto en favor de la madre, sino que se comporta también, simultáneamente, como una niña: muestra la actitud femenina tierna hacia el padre, y la correspondiente actitud celosa y hostil hacia la madre. Esta injerencia de la bisexualidad es lo que vuelve tan difícil penetrar con la mirada las constelaciones de las elecciones de objeto e identificaciones primitivas, y todavía más difícil describirlas en una síntesis. Podría ser también que la ambivalencia comprobada en la relación con los padres debiere referirse por entero a la bisexualidad, y no, como antes lo expuse, que se desarrollase por la actitud de rivalidad a partir de la identificación”.[6]
Cuestión ampliamente corroborada en los historiales clínicos de Freud, en Hans, en el Hombre de los lobos, en el Hombre de las ratas y en Schreber, con sus diferencias, sus matices y sus grados de presencia del componente homosexual.
Aludimos anteriormente al carácter seductor y pulsante de los cuidados primarios en los cuales el padre ocupa, ante el cuerpo del hijo, un lugar no sólo de interdicción del goce materno sino de ejercicio, él mismo, de su propio goce autoerótico, vale decir, homosexual.
Sobre esta determinación previa se constituye la aspiración erótica primaria hacia el padre. Sin embargo, si la identificación al padre guarda en su composición un componente homosexual, sabemos que no se trata ya de la pasividad originaria, de la seducción pasiva de los primeros tiempos de la vida que brinda su sustrato posterior a la identificación primaria. El material antes expuesto de Manuel, y otros que brindaré a continuación, ponen esto de manifiesto. En estos primerísimos tiempos, en razón de que no hay sujeto, lo pasivo no es vivido con la resignificación femenina que le será otorgada a posteriori. Pasivo y activo se juegan en tiempos en los cuales no adquieren significación sexuada para el sujeto que está aún en vías de constitución.
Otra línea puede ser propuesta: Aquella que emprende la vía regresiva, de la elección a la identificación. Ella no nos aparta de lo que intentamos desarrollar. Si esta vía no puede ser concebida sino como residual al Edipo y aún con sus paradojas: el hecho de que en ambos sexos, la identificación por regresión de la elección de objeto dé por sentado la renuncia al objeto, rompe la linealidad supuesta: ¿por qué se identificaría el varón al padre si no fuera porque lo ha investido eróticamente de algún modo —aun cuando más no fuera a través de la identificación que propicia el deseo de la madre hacia su partenaire sexuado—?
Es indudable que el aporte libidinal, excitante, proporcionado por el padre en los cuidados precoces, brinda el sustrato histórico-vivencial de las adherencias eróticas que se despliegan respecto al mismo. Que, en tal sentido, como metonomia de la madre, el padre inscribe huellas cuyos indicios no se subsumen en la polarización que ejerce el cuerpo materno. Estas inscripciones precoces, aunado al deseo de la madre por el padre presente desde los comienzos, se nos presenta como una vía más coherente teóricamente y de mayor corroboración clínica que la bisexualidad constitucional en tanto biológica.
El deseo de la madre por el padre en tanto hombre, juega su rol, por otra parte, del lado de la identificación propuesta al niño como modelo en el cual precipitarse. J. Laplanche ha retomado, a partir de la lectura de Freud, la existencia de dos significantes diferenciales para dar cuenta de dos fenómenos de orden distinto: Verschiedenheit (diversidad) y Unterschied (diferencia). Ellas hacen a la posibilidad de distinguir entre el género y el sexo. Por relación al género, la diversidad no se juega en el campo de los contrarios, sino en el de n posibilidades: diferencias culturales, sociales, bipartición de la vida social en la cual el niño busca un fundamento lógico al enigma de haber nacido hijo de hombre y mujer. Las categorías de masculino y femenino no se abrochan de inicio a la diferencia sexual anatómica, pero son propuestas a partir de que el adulto sexuado tiene inscripta esta diferencia. A-posteriori, esta diversidad entra a ocupar su lugar, a ubicarse, en el rango de la diferencia entre. A partir de ello, podemos señalar que los rasgos de identificación masculina son proporcionados por el entorno parenteral aún antes de que la diferencia anatómica venga a ocupar su lugar y resignificarlos en su carácter sexuado.[7]
Esta diferenciación entre género y sexo es de tener en cuenta cuando se trata de discutir el prejuicio, hoy en retirada, que anudaba homosexualidad a feminización amanerada, habida cuenta de que los modos de superposición entre el género y el sexo en la homosexualidad masculina se ofrecen, en primera instancia, como formas de recomposición a nivel de la identificación primaria con la madre de los primeros tiempos ante el fracaso de la estructuración del yo representación y sus mutaciones a partir de las circulaciones edípicas.[8]
La identificación a partir del género, si bien aporta la cuestión identificatoria y aún más, opera, en cierto momento, como contrapartida del deseo erótico por el padre, sin el cual la identificación sexuada es impensable.
¿Qué ocurre en ese momento de pasaje en el cual el niño circula en su edipización por el carril de una identificación al padre genital aún antes de que la renuncia a la madre como objeto incestuoso se haya instalado plenamente y a que se establezca la introyección de las prohibiciones y emblemas que constituirán el superyó? ¿De qué modo se identifica al padre sexuado, genitalmente potente, poseedor de la madre? El supuesto carácter activo de la masculinidad como originaria, a partir de la presencia real del pene, ha obturado nuestras preguntas. Sin embargo, en cuanto nos las formulamos, una nueva paradoja se plantea como eje de nuestras preocupaciones: el hecho de que toda identificación remita a una introyección, y ésta a un modo de apropiación simbólica, por supuesto, pero en última instancia fantasmática del objeto del cual el otro es portador, nos plantea el carácter altamente conflictivo de la constitución de la sexualidad masculina —más allá de la simpleza con la cual se ha pretendido reducirla a la presencia del pene en tanto órgano real—.
Ser como el padre en relación con los rasgos secundarios… ésa no es la cuestión cuando tanto desde la cultura como desde el deseo de la madre la propuesta viene articulada como identificación en la cual el sujeto se inscribe a partir del otro. Ser como el padre en tanto sujeto sexuado, portador de un pene capaz de proporcionar el goce no sólo autoerótico masturbatorio del niño sino del objeto, se propone como una cuestión más compleja.
El camino de la introyección-identificatoria siempre ha planteado al psicoanálisis la cuestión de la zona y el objeto. El prototipo de toda identificación es el pecho: soporte libidinal del intercambio apropiatorio con el semejante. ¿Cómo podría recibir el hijo varón el pene del padre que lo toma sexualmente potente si no fuera a partir de su incorporación? Incorporación introyectiva que deja a la masculinidad librada para siempre al fantasma paradojal de la homosexualidad.
Un paciente gravemente obsesivo da cuenta de ello: cada vez que tiene relaciones sexuales con una mujer, “otro” lo atraviesa con su pene, analmente, y le brinda la potencia necesaria para el ejercicio genital. Sujeto puntual, masculino-femenino al mismo tiempo, en él se encarna ello brutalmente en fantasmas de pasivización homosexual, único modo de ejercicio, hasta el momento, de la genitalidad masculina.
Si la pasividad, lo realmente reprimido en el hombre, es la homosexualidad, es necesario explorar las dos vertientes que la constituyen en tanto estructural, y no como residuo bisexual de alguna biología fantasmática: Pasivizado en los primeros tiempos de la vida por la madre fálico-seductora, no puede acceder a la masculinidad sino a través de la incorporación fantasmática del pene paterno que brinda su potencia articuladora al mismo tiempo que somete analmente en los intercambios que abren los circuitos de la masculinización.
Que esta presencia inquietante del padre devenga patológica o estructural depende de las vicisitudes y destinos de los movimientos constitutivos que la engarzan[9] (9), efecto tanto de las alianzas edípicas originarias como de los traumatismos que l sujeto registra a lo largo de su constitución como sujeto sexuado.
Nathaniel y la identificación masculina fallida
El niño varón va a la búsqueda del significante fálico paterno, y su introyección simbólica abre los caminos de una fantasmatización que no lo somete a la búsqueda de lo real faltante. En este camino de su adquisición las determinaciones que lo rigen precipitan movimientos cuyas consecuencias inauguran nuevos movimientos.
Nathaniel, de 5 años, había entrado en tratamiento a partir de un conjunto de trastornos estructurales que ponían en riesgo su evolución futura. Simbióticamente adherido a la madre, no se desprendía de su biberón ni para ir al colegio, presentaba aún episodios de enuresis y una modalidad quejosa que agotaba a sus maestras. Jugaba a disfrazarse de personajes femeninos de los cuentos: Caperucita, Blancanieves… Un disfraz de Batman ofrecido por sus padres era aceptado por el niño quien se lo ponía, guardando por debajo del mismo la falda de Cenicienta.
El tratamiento logró, en el transcurso de dos años, producir un verdadero cambio y abrir el camino identificatorio masculino, liquidar los restos de adherencias primarias tanto autoeróticas como de fijación a la madre sepultándolas en el inconsciente, así como el abandono de los rasgos de travestismo iniciales. El alta fue propuesto, sin que quedara resuelta, por mi parte una cierta preocupación: a lo largo de su análisis habían aparecido, reiteradamente, fantasías, dibujos y sueños en los cuales un león se montaba encima de otro; la repetición iba ligada a una imposibilidad absoluta de asociación por parte de Nathaniel, quien suspendía allí todo intercambio discursivo pareciendo reducir su alivio a la enunciación de estas producciones compulsivas y a mi silencio respetuoso al respecto.
Mi dificultad para comprender este material fue formulada a los padres más o menos en los siguientes términos: “Hemos resuelto los principales males que lo aquejaban de inicio, hemos disminuido tanto su sufrimiento como el de ustedes y, sin embargo, hay algo que no entiendo, y es la recurrencia de estas producciones. Que yo no lo entienda da cuenta de que hay algo no resuelto y, sin embargo, siento que no hay posibilidad de ir más allá por ahora”.
La constelación edípica de partida no me permitía entender el carácter singular de estas fantasmatizaciones. Un padre inicialmente ausente, la tendencia simbiotizante y pasivizante de la madre, planteaban condiciones estructurales en las cuales era fácil pensar en una escena originaria que se presentaba constantemente como una resolución del enigma de su engendramiento, y, sin embargo… ¿por qué dos leones? ¿Por qué una escena primaria homosexual?
Ocho meses después la madre me llamó por teléfono profundamente angustiada: Nathaniel le había confesado, en esos días, que hacía ya mucho tiempo —tiempos que correspondían a la etapa inmediatamente anterior a los comienzos del tratamiento— un primo mayor, de 12 años, lo había encerrado en el baño para sodomizarlo sin que él pudiera, durante algún tiempo, ni rebelarse ni contarlo —lo manifiesto era que había temido las represalias que el seductor pudiera ejercer—. El análisis había abierto el diálogo y Nathaniel había podido liberar su secreto con la madre. Estaba, ahora sí, en condiciones de hacerse cargo de un nuevo proceso en el cual reabrir aquello que había quedado previamente obturado.
El niño retomó el tratamiento en el que analizamos largamente su culpabilidad y el deseo que la sostenía. El enigma de la masculinidad, la falla en la estructuración simbólica, lo habían llevado a ceder al otro sin que pudiera rebelarse ni reconocer el goce secreto experimentado. Se trataba de un verdadero acto de búsqueda del “enigma de la masculinidad”, suerte de traumatofilia que había constituido, a partir del traumatismo real vivido, una nueva constelación cuyos alcances recién podían ser abordados. Canales intestinales de plastilina con bebés que se deslizaban como en tobogán, representando al mismo tiempo su fijación a una teoría cloacal de la femineidad y su identificación fértil a la madre, resolución homosexual de la pasividad originaria ante la misma y del deseo de masculinidad fallido… Nathaniel produjo, casi un año después, y en la última sesión de su análisis, una resignificación del valor traumático al cual había quedado sometido a partir de su déficit estructural: “Silvia —me dijo—, ¿yo no puedo cambiar lo que me pasó, verdad?”. Ante mi silencio dolido respondió: “Pero puedo evitar que a mis hijitos les pase…”, dando cuenta en un mismo enunciado de la posibilidad futura de reparación y de su afirmación de una función paterna protectora que lo remitía definitivamente a su lugar de sujeto sexuado en relación con un objeto de amor.
La mayoría de los casos que tratamos parecerían no someternos a una fuerza dramática de tal magnitud. Sin embargo, el ejemplo de Manuel, con el cual comencé estas disquisiciones, da cuenta de algo más cercano a nuestra práctica cotidiana y que pone, de todos modos, en juego nuestra capacidad de enfrentar el sufrimiento humano. Algo en común atraviesa ambas situaciones: actuada o fantaseada, la homosexualidad es constitutiva, paradojalmente, de la masculinidad. Definida en el juego de dos vertientes: la pasividad originaria hacia la madre fálico-seductora de los primeros tiempos de la vida, se resignifica, a posteriori, cuando el sujeto se estructura como tal y se produce la conversión que lo toma de pasivo en activo hacia un objeto, que, de todos modos, ya no es el mismo en la medida en que está atravesado por la castración. En esta impulsión que transforma lo pasivo en activo, una nueva dificultad se inaugura: la identificación sexuada, masculina, se enfrenta a la incorporación del atributo de la actividad genital masculina, paterna, arrastrando los restos libidinales del vínculo originario con el padre. Para ser hombre, el niño varón se ve confrontado a la profunda contradicción de incorporar el objeto otorgado por el padre que simboliza la potencia, y, al mismo tiempo, de rehusarse a sí mismo el deseo homosexual que la introyección identificatoria reactiva.
Los fantasmas homosexuales constitutivos de la masculinidad deben ser restituidos a su lugar correspondiente, y analizados, por tanto, en el movimiento paradojal que inaugura nuevas vías a la constitución psicosexual.
El trabajo me pareció estupendo, claro, preciso y con fundamentación adecuada, para mi que trabajo en casos de abuso sexual infantil es muy valioso este aporte-
Nos complace que la selección de este artículo de Silvia Bleichmar haya resultado de interés y utilidad para su práctica profesional.
Ileana Fischer | Directora Editorial