La Secretaría Científica nos convoca a pensar sobre un aspecto del pensamiento actual que también preocupa a Edgard Morin: la disyunción entre observador y objeto de conocimiento, ese anhelo de neutralidad que desde Descartes en adelante se mantiene problemático.
Y si hay algo de lo que podemos estar seguros, nosotros, analistas, es que neutralidad y abstinencia son aspectos muy importantes de nuestra práctica.
Como saben, Freud marcó pocas reglas técnicas: asociación libre, neutralidad, abstinencia, análisis del analista. Más allá de este marco y, mal que le pese a los ortodoxos, nos dice que esto que él hace es su modo de practicar el psicoanálisis y que otros podrían hacerlo de otro modo.
En algún momento de la historia del psicoanálisis se vació de contenido el significado freudiano de neutralidad y abstinencia, quedando reducido a una simple caricatura de un analista con el mismo semblante y hasta la misma ropa en cada sesión.
Nada en su obra ni en su práctica nos hace pensar que esto es lo que se espera de la función analítica, lo que sí nos dice es que el análisis debe desplegarse frustrando la demanda. La regla de abstinencia es clara: poner al paciente en cierto nivel de frustración o incomodidad funciona como motor del trabajo.
Sabemos que al impedir satisfacciones sustitutivas, la transferencia será la via regia para llegar a destrabar los deseos inconscientes, camino de la elaboración psíquica y no su campo de satisfacción. (Freud, 1914)
El analista no debe creerse objeto de deseo del paciente y debe negarse a darle el gusto. O sea, hacer semblante, entrar en el juego transferencial que propone el paciente, pero no quedarnos allí donde nos coloca. Cuando pide compasión, alabanzas, o se pone en víctima de su destino, o busca pelea, enojo, rivalidad, que no nos encuentre. «Hacemos verónicas» como el torero con su capa.
Creo que la neutralidad funciona como una imposición de abstinencia para el analista en su práctica. Y como toda imposición conlleva deslizamientos, quebrantamientos, cuando no transgresiones, que tienen consecuencias en el proceso analítico, como ya veremos.
Recordemos que la Neutralidad prohíbe al analista buscar las propias satisfacciones en los tratamientos que conduce. Nos ubica en una situación diferente a otra cualquiera de la vida real ya que debemos escuchar sin hacer recortes que respondan a expectativas personales. No pondrá en juego nada personal, ni creencias, preferencias, valores éticos o morales, ideología, religión o raza.
Pero ¿cómo mantenernos neutrales si tomamos posición desde el mismo momento en que elegimos tomar un paciente en análisis, y cada vez que intervenimos o guardamos silencio, cada vez que somos interpelados en lo personal?
Cumplir estrictamente esta regla implica algunos riesgos: burocratizar la escucha alejándola de la sorpresa y la creatividad, repetir un «modelo» de ser analista más de acuerdo a una pertenencia institucional o una identificación con un modelo ideal que a lo que requiere la clínica.
Por otro lado, tampoco sería beneficioso para el análisis caer en un «todo vale». Y aquí marco la utilidad del encuadre que se instala como tercero en el encuentro y que protege a ambos de los avatares del narcisismo del analista. En lo posible.
Creo que el principio mismo de neutralidad es paradojal.
Así como pedimos al paciente que asocie libremente, y sabemos que esto es difícil, pedimos al analista que se despoje de lo personal para escuchar.
¡Qué paradoja! Cómo pedirle que sea neutral a quién definimos como instrumento transferencial y a aquel que se hace cargo del juego, se mete y emerge con una interpretación que reubica al paciente. En última instancia, podremos hacer consciente las dificultades que conlleva la neutralidad, pero nunca eliminarla del encuentro por decreto.
Una manifestación de esta paradoja es que en la medida en que un analista piensa que debe ser neutral es porque algo ya pasó en la sesión que lo corrió de lugar. De hecho es algo en lo que no pensamos. No abrimos la puerta del consultorio diciéndonos «tengo que ser neutral y abstinente y, si me pide algo, le digo “no”». Pero si alguna circunstancia nos mueve a pensar cómo sostenernos en la neutralidad, es que ya nos salimos de ella.
Intentamos ser neutrales, pero muchas veces fallamos, nos equivocamos, olvidamos horarios, en fin, rompemos el encuadre. Lo que puede ser vivenciado por el paciente como algo gracioso, dentro de lo esperable. El paciente dice: «Ah, bueno, sos humano, vos también te equivocas!». O puede ser motivo de un enojo que lleve a interrumpir el tratamiento. Aquí impera el ver caso por caso, cómo pega esto en la transferencia.
Al romper el encuadre por parte del analista, con frecuencia se pone a trabajar el dispositivo. Bleger nos ayudó a pensar que en el encuadre se depositan los aspectos más primarios del paciente y, al moverse o romperse, permite que afloren.
Llegados a este punto, quisiera hacer una diferencia entre las manifestaciones explícitas y las opacas —más sutiles— de incumplimiento de la neutralidad. Las explícitas, como las que acabo de enumerar: error, olvido, lapsus, equivocaciones nos dan trabajo, pero están a la vista del paciente y del analista.
Hay otras manifestaciones, las opacas, ocultas, momentos en los que nos deslizamos desde el campo neutral hacia el campo del tomar partido; momentos de los cuales a menudo no somos conscientes.
Para enumerar solo algunos:
El silencio del analista: por un lado, es útil cuando corresponde a una convicción técnica bien fundada. Hay silencios que contienen, que acompañan momentos dolorosos en sesión.
Pero con frecuencia los pacientes nos relatan que vienen de experiencias de análisis donde el analista no hablaba. Y ese silencio puede convertirse, en el mejor de los casos, sin que lo advirtamos, en elemento de coerción, de crítica o de seducción. Se produce un deslizamiento de la neutralidad. El silencio no quiere decir no hablar, es otra cosa, es saber discriminar cuándo el hablar significa decir algo.
Fíjense que no hablar nada es casi tan ruidoso y tan poco neutral como hablar mucho.
El otro es preguntar, herramienta muy útil: generar dudas, cuestionar certezas, abrir nuevas hipótesis sobre viejas explicaciones. Al interrogar sobre las modalidades del síntoma, podemos entrar en la escena. Con frecuencia una pregunta con la que aparentemente se irrumpe el relato del analizante puede abrir un «tesoro» histórico.
El camino asociativo nos permitió descubrir que, en ese espacio sin límites, reproducía una casa de verano de su infancia donde había sido testigo involuntario de encuentros eróticos incestuosos en su familia y de lo que no recordaba nada.
Sin embargo, puede preguntar y, como el silencio, estar al servicio del deslizamiento de la neutralidad convirtiéndose en atajos que encubren afirmaciones, opiniones o críticas. «¿No pudiste hablar con…?», «¿vas a verlo, finalmente?», etc. Y una que me pasó como paciente, mientras toco el portero eléctrico del consultorio de mi analista, él llega al consultorio y sorprendido me pregunta: «¿Qué hace Ud. aquí?». ¡Se ve que no me esperaba!
Preguntar en sesión nunca es ingenuo.
El cuerpo, la presencia del cuerpo en la sesión. En nuestros relatos falta la descripción de la presencia corporal que muchas veces nos saca del lugar de neutralidad: por ejemplo, un paciente, ya no digamos que huele mal, un paciente que usa un perfume que nos es desagradable por lo intenso; el paciente que entra al consultorio con caca de perro pegada al zapato; el que entra con uno de esos envases de Starbucks gigante y se le cae sobre el diván. Recuerdo una primera entrevista con una paciente: abro la puerta y me encuentro con una mujer muy elegante y arreglada, pero calva; ahí, creo que perdí la neutralidad, ¡fue una sorpresa! Claro que su síntoma corporal era la alopecia, usaba pelucas, pero había decidido ponerme a prueba para ver cómo reaccionaba. Fue un aprendizaje, uno imagina con quién se va a encontrar a partir de una voz y luego la presencia del paciente nos pone a prueba.
Otras situaciones son los olores: con frecuencia entra un paciente y dice que hay olor a comida y ¡ya nos caímos de la neutralidad!; qué respondemos: «No, es de al lado», «Sí, están cocinando», …, podríamos estar toda la mañana hablando de estas pequeños gestos que nunca entran en los escritos técnicos, pero que nos pasan todo el tiempo. Creo que los elementos corporales están ausentes de los relatos analíticos porque las sensaciones que despiertan son muy primarias.
Pero el cuerpo habla y nos da información de los «parteners» del encuentro analítico.
Y, finalmente, quiero hablarles del interés del analista, algo de lo que no se habla mucho en los textos sobre técnica. Al escuchar el discurso del paciente, ponemos en práctica la atención flotante que supone escuchar con el mismo interés todo lo que dice el paciente. Pero ser analista no es garantía de que nos tiene que interesar todo discurso de todo paciente. El discurso no es solamente un campo de investigación y comprobación de nuestras opciones teóricas (pulsiones, narcisismo, complejo de Edipo), sino que es también un ponernos a prueba como sujetos. Escuchamos, desde nuestra singularidad, algo que nos diferencia de la computadora y nos garantiza que no seremos reemplazados, ¡espero! Escuchamos desde nuestra historia, desde nuestras experiencias y desde nuestras posiciones libidinales. ¿Me interesa esto que estoy escuchando?, ¿para qué me lo cuenta?, ¿qué tiene que ver? ¿Me aburre?, ¿me descubro pensando en otra cosa?
Nuestra escucha puede ser neutra de juicio, pero no lo está de nuestro interés, de nuestro deseo como analista, de nuestra marca singular.
Quisiera, si me lo permiten, incorporar estos deslizamientos de la neutralidad dentro de lo que llamamos puntos ciegos del analista o mejor, ecuación personal, como lo llama Freud (1926) en «¿Pueden los legos ejercer el análisis? Diálogos con un juez imparcial». Y también es importante tener en cuenta lo que Freud llamó «roca de base», cada paciente tiene su propio límite al análisis. («Análisis terminable e interminable». Freud, 1937)
De esta manera los agregaría a los aspectos más primarios, narcisistas, infantiles con los que nos involucramos en nuestra tarea. Algunos otros deslizamientos de la neutralidad dentro de la sesión que no puedo desplegar ahora, pero los enuncio: el manejo del dinero, el manejo de lo tecnológico como los celulares, skype, el correo electrónico.
Todos coincidimos en que un analista no debería encariñarse excesivamente con un paciente, no debería enojarse con ninguno, no debería dar opiniones personales ni indicaciones precisas, etc. Cuando aparecen sentimientos de amor u hostilidad en el analista, sabemos qué hacer: supervisar, verlo en análisis.
Pero, además, el analista está implicado en la escena con su silencio, sus preguntas, su cuerpo, con su interés, entonces el lugar del analista se mide no por su neutralidad, sino justamente por su implicación.
Personalmente, no pienso que por ser analista ya se es neutral, por el contrario, creo que demanda un trabajo profundo. Y entiendo que esa tensión que surge en el analista cuando intenta mantenerse neutral es justamente lo que mantiene vivo al análisis.
Por último, en mi experiencia de supervisora, observo que no es la técnica la que prohíbe, es la ética personal que disuade de prácticas de poder y sometimiento que incluyen la seducción sexual, entre otras formas de satisfacer el deseo del analista y no del paciente.
Termino con esto: hay que aprovechar el tiempo del análisis, que valga como momento creativo. No está bueno instalarse en un análisis de manera burocrática esperando que sobre la base del concepto de repetición se repita el momento. La transferencia es un movimiento sinuoso que no se repite en forma idéntica —salvo en la psicosis—, y que necesita que el analista pueda investir su escucha de un interés que lo lleve a interrogar por lo que escucha y ve. En cada sesión es posible construir algo, abrir una pregunta que nos acerque en la dirección de la cura: hacer psicoanálisis, construir subjetividad en cada sesión.
Excelente artículo. Coincido totalmente, y me gustó que se habla de un analista real, fuera del clisé, lejos de la idealización.