Introducción
De pie allí, aquel anochecer de agosto, entre los dos grupos, con el mar lamiendo sus pies descalzos, Peter se dio cuenta de pronto de algo muy obvio y terrible: un día dejaría el grupo que corría desordenadamente por la playa y se uniría al grupo que estaba sentado y conversaba (…) Se preocuparía por cosas diferentes, por el trabajo por el dinero y los impuestos, los talonarios, las llaves y el café, y por hablar y estar sentado, interminablemente sentado.
McEwan, 2007
En este trabajo nos proponemos exponer las características centrales de las transformaciones psíquicas que suceden en la adolescencia expuestas en los estudios inaugurales de Sigmund Freud a principios del siglo pasado, y aportes contemporáneos que enriquecieron y complejizaron los análisis de los avatares de la adolescencia en el camino de la constitución subjetiva.
Aunque pueda parecer una obviedad, creemos importante resaltar que dicho marco pone en cuestión al menos dos nociones surgidas en otras escuelas de la Psicología e instaladas en el sentido común. En primer lugar, la delimitación biológica y etaria de la adolescencia y su entonces preestablecido final: se hace necesario diferenciar la pubertad, como etapa universal del desarrollo biológico de la especie, de los avatares no solo psicológicos, sino también históricos y sociales en los cuales se escenifica la adolescencia. En ese marco las transformaciones psíquicas resultarán en configuraciones devenidas también del acontecer cultural que siguen poniendo en tela de juicio la idea de normalidad.
En segundo lugar, la idea de la finalización de la adolescencia en función de objetivos y comportamientos manifiestos (tener una pareja, vivir fuera del hogar parental, etc.): el estudio de las transformaciones de esta etapa alude a una serie de operaciones intrapsíquicas cuyas manifestaciones comportamentales no son suficientes, per se, para darlas, o no, por logradas. Hemos elegido incluir material clínico de un paciente de 30 años que, sin intención de “ilustrar” la teoría, creemos que nos permite poner en cuestión dichos lugares comunes.
Desarrollo
Cuando a fines de la segunda década del siglo pasado, la antropóloga Margaret Mead estudió la adolescencia de las jóvenes samoanas, su descripción etnográfica de la apacible y hasta gloriosa vida adolescente en la lejana Polinesia conmovió lo que era en ese momento un gran descubrimiento de la Psicología evolutiva occidental: la adolescencia como etapa natural del hombre, caracterizada además como un período psicológicamente tormentoso que debía atravesarse en el camino a la madurez.
Más acá en el tiempo, los estudios de Philippe Ariés indicaron que la infancia, tal y como la “conocemos” hoy en día, es una construcción histórica que ha ido modificándose a lo largo de los siglos. Fueron demostrativos desde perspectivas no biologicistas sobre la clasificación de las etapas en el desarrollo humano. De ese modo, si bien el crecimiento y los cambios en el cuerpo son una característica universal en el desarrollo de la especie humana, no es posible definir de modo unívoco los cambios psicológicos que ello conlleva. Así vemos comunidades que tienen ritos de iniciación o pruebas de destreza que marcan el fin de la niñez y su incorporación al mundo de los adultos; otras, en que son alojados en el hogar familiar hasta finalizar años de educación formal, y comunidades en que se integran en el mercado laboral y asumen la crianza de los hijos, tareas que en otras clases sociales demoran varios años más.
La Sociología ha planteado a la adolescencia como una construcción histórico-social de mediados del siglo xix, ligada a necesidades económicas y sociales, tales como mantener a los jóvenes más tiempo en la educación formal y demorar su salida al mercado laboral porque el nuevo mundo urbano e industrial ya no tiene la misma capacidad para incorporarlos. Todo eso acompañado de medidas políticas y judiciales —una jurisprudencia y política penal específica— que figurarán la idea del adolescente como un sujeto en formación al cual se le exime de las responsabilidades adultas; condición que, desde la Psicología social, plasmará Erik Erikson con la idea de “moratoria social” propia de la “edad” adolescente.
Entre esos espacios disciplinarios encontramos a la Psicología evolutiva que se había abocado a la descripción y estandarización del desarrollo desde el nacimiento hasta la adultez a partir, fundamentalmente, de la observación sistemática de los comportamientos. Pero fue el surgimiento del Psicoanálisis el que marcó un cambio radical a la hora de entender la constitución y el desarrollo del psiquismo en los seres humanos.
La publicación de Tres ensayos para una teoría sexual impactó no solo porque proponía una revisión de la sexualidad en general —y de la idea de normalidad en particular—, sino también porque sostenía la idea de la sexualidad presente desde los comienzos de la vida. La introducción del concepto de “pulsión” fue la clave que desarmó la idea de genitalidad como sinónimo de sexualidad y le permitió a Sigmund Freud, junto al concepto de inconciente, armar su modelo de funcionamiento psíquico (Freud, 1905).
Los dos tiempos de la sexualidad que postuló Freud ubicaban la vida sexual a partir de la pubertad no como el “comienzo de”, sino como un segundo momento caracterizado, desde lo biológico, por el estallido hormonal y sus consecuentes cambios en el cuerpo y, desde lo psicológico, por una serie de procesos de reordenamiento psíquico signados por la capacidad real de la consecución de la relación sexual genital.
Dicho proceso implicaría una serie de tareas específicas: la unificación de las pulsiones parciales bajo el primado de los genitales y al servicio de la reproducción, la elección de un objeto sexual heterosexual y no incestuoso, y la salida exogámica que permitirían al sujeto ubicarse en el mundo adulto a partir de la asunción de un proyecto propio. Esas tareas implicarían una serie de reorganizaciones psíquicas, es decir, novedades en el funcionamiento a partir de cierto reordenamiento metapsicológico, en el cual las transformaciones en las instancias psíquicas, particularmente del yo ideal e ideal del yo, serán privilegiadas en la explicación que brindan numerosos autores.
Mariano tiene 30 años y concurre a la primera entrevista porque en el último tiempo ha tenido fuertes dolores de estómago que le producen mucho malestar. Refiere tener momentos de intensa angustia, y dificultades para vincularse con otros. Trabaja en un estudio de abogados al mismo tiempo que está terminando la carrera de abogacía. Cree que su título universitario, además de orgullo y prestigio, le posibilitará mejorar la situación económica a su familia. Vive con sus padres y una hermana dos años menor.
Tanto la madre como el padre pertenecen a una comunidad religiosa; tienen una amplia formación cultural a la par que un discurso sumamente estructurado y rígido. Apremios económicos hicieron que la madre no terminara el colegio secundario y el padre dejara inconclusos sus estudios de abogacía. Ella tuvo empleos esporádicos como empleada de comercio y él trabaja desde hace años como ayudante en un taller mecánico.
Mariano cuenta que desde hace poco sus padres saben que él es gay y siente que los ha decepcionado. En más de diez años, ha tenido un par de relaciones significativas que duraron unos meses; refiere que le es difícil armar una pareja porque nunca está seguro de avanzar, un poco, por temor al rechazo y, otro poco, por una disposición hipocondríaca que le hace temer múltiples contagios.
Mariano dice que le cuesta imaginarse un futuro afectivo, y que le pesa mucho el discurso religioso presente en su familia que plantea a la homosexualidad como una desviación y enfermedad. Dice sentirse por momentos “sapo de otro pozo”. En esa sensación de “ajenidad” ¿estará expresando el desconcierto consigo mismo, las dificultades para pensarse más allá del ideal y los mandatos familiares?
Relata que, en los primeros años de la adolescencia, tuvo encuentros fallidos con mujeres de los que “huía” ante el temor a fracasar. En la actualidad, en más de una ocasión, se siente atraído por alguna compañera de facultad, pero se desalienta por considerarlo como algo inalcanzable. Una pregunta aparece, ¿en su vida sexual actual está expresada la “resolución” de identidad sexual? Si apelamos al narcisismo y al Complejo de Edipo como coordenadas para entender procesos de estructuración psíquica, ¿cómo pensar el temor a vincularse con una mujer por no poder estar “a la altura”? ¿Cómo se juega en Mariano la asunción de emblemas fálicos? ¿Se trata de la expresión de una construcción de identidad y/o se puede pensar en términos de inhibición?
Uno de los trabajos ya clásicos, para entender la adolescencia, fue el de Arminda Aberastury quien propuso retomar el concepto de duelo para explicar los avatares psíquicos de la adolescencia. Cuando en 1917 Freud publica Duelo y melancolía, ofrece una descripción del trabajo psíquico que implica la pérdida de un objeto significativo para el sujeto. En dicho estudio, que estaba en el marco de la profundización de su concepto de narcisismo, plantea que eso exige un trabajo de elaboración que le permitirá al sujeto volver a catectizar objetos del mundo luego de la retracción de la libido al interior del yo. Se modifica así la idea siempre presente del devenir cronológico en la superación de las pérdidas: ya no bastará con el paso del tiempo per se como sanador de dolores del alma, hará falta que ocurran procesos específicos, y si no… allí estaría la melancolía para demostrarlo.
Aberastury planteó que el paso de la infancia a la adolescencia supone la elaboración de cuatro duelos: por la pérdida del cuerpo infantil, por los padres de la infancia, por el rol/identidad infantil y por la bisexualidad. Junto con el reconocimiento del dolor por la pérdida de aquello que era sostén en la infancia y la zozobra narcisista que implica el dolor de ya no ser, se afianza la idea de la adolescencia como un síndrome semipatológico en el cual la anormalidad es lo normal (Knobel y Aberastury; 1991).
Numerosos autores han retomado la idea de un margen difuso entre normalidad y patología en la adolescencia porque, junto con una explicación de las transformaciones psíquicas que suceden, brinda herramientas para pensar la especificidad de un abordaje psicoanalítico en esa etapa. En esa línea Asbed Aryan sostiene que la salida de la latencia implica la ruptura de la organización “pseudoadulta” anterior y da paso a una inestabilidad emocional que —sostiene— es el estado característico de la adolescencia, consecuencia de lo que denomina “jaque al narcisismo”. Ello se expresa en una suerte de “estado confusional” debido a la reaparición de la incertidumbre respecto a la diferenciación interno-externo, adulto-infantil y masculino-femenino que lo lleva a plantear a la adolescencia como una neurosis narcisista. Eso imprimirá una característica específica en tratamiento con adolescentes para apostar a que sea una etapa que facilite un análisis en el futuro.
En función de eso, el autor propone pensar en la especificidad de la relación transferencial en la adolescencia y los márgenes de intervenciones que girarían alrededor del eje de la autoestima. Propone analizar la cuestión de la elección de objeto según sea narcisista u objetal para pensar los avatares en la clínica con adolescentes. En la primera se trata de una relación diádica, signada por la identificación primaria, donde se mantiene la omnipotencia ligada al yo ideal con una idea de completud. Esto, lejos de dar seguridad, deja al sujeto en extrema fragilidad, a diferencia de la elección objetal que implicaría una configuración triádica —a partir de la resolución del complejo de Edipo— que tendría como efecto la incompletud, la finitud, la temporalidad, en fin, la castración como operación psíquica. Ese pasaje no deja de ser doloroso, ya que implica un golpe al narcisismo —la caída de his majesty the baby—, pero necesario para dar lugar a la configuración del Ideal del yo y la apuesta al armado de un proyecto propio. (Aryan, 2009)
En ese proceso está implicado el pasaje de un mundo endogámico a la exogamia, signado por aquello que Freud sostuvo
…contemporáneo al doblegamiento y a la desestimación de estas fantasías claramente incestuosas, se consuma uno de los logros psíquicos más importantes, pero también más dolorosos, del período de la pubertad: el desasimiento respecto de la autoridad de los progenitores, el único que crea la oposición, tan importante para el progreso de la cultura, entre la nueva generación y la antigua (…) Así, hay personas que nunca superaron la autoridad de los padres y no les retiraron su ternura o lo hicieron solo de modo muy parcial. (Freud, 1905, p. 207)
Al año de comenzado el tratamiento, Mariano cuenta una escena que podría parecer “insignificante”, pero le causa un fuerte impacto: luego de ocuparse meticulosamente de las compras para elaborar una comida que hacía mucho quería probar, la madre lo obliga a cambiar el menú. Se enoja (¿con la madre?, ¿con él mismo?). Por primera vez le resulta fastidioso encontrarse obediente de la autoridad materna que, por otra parte, pareciera dominar despóticamente el reino hogareño. Unas semanas más tarde, se sorprende a sí mismo haciendo cuentas para ver si le “dan los números para mudarse”.
Así como hemos visto que el trabajo de duelo en la adolescencia está marcado por ciertas tareas a realizar, tiene también como característica novedosa una posición activa del sujeto frente a ello. En ese sentido Donald Winnicott plantea que si en la niñez la fantasía de sustitución del padre tiene un contenido de muerte, en la adolescencia el contenido de esa fantasía es de asesinato. El sujeto en crecimiento, para acceder a la adultez, deberá ocupar el lugar del padre, por lo que sostiene, en la fantasía inconsciente el crecimiento es intrínsecamente un acto agresivo (Winnicott; 1998).
Ese proceso connota a su vez un camino hacia la independencia que, junto a la modificación intrapsíquica del adolescente, trae aparejados efectos en los vínculos con los padres. Ellos también deberán atravesar duelos por la pérdida de ese hijo-niño, confrontados además a su propio envejecimiento (Aberastury; op. cit), y retados a sostener un lugar degradado respecto del trono que antes ocupaban para sus hijos. Al respecto Winnicott dice “donde exista un joven en crecimiento, que haya un adulto para encararlo. Y no es obligatorio que ello resulte agradable”. (Winnicott; op cit, p. 193).
El pasaje del joven a un nuevo lugar en el espacio socio-cultural pone también en jaque la estabilidad de los enunciados identificatorios que hasta ese momento estaban en la base de los lazos familiares. En ese sentido, otros autores han puesto el acento en la especificidad de los procesos de construcción de la identidad en el adolescente, fruto de un trabajo de diferenciación y reordenamiento de esos —hasta hace poco— incuestionables modelos.
Mariano comparte con su padre la pasión por el arte. Pasan tiempo juntos viendo programas y conversando sobre eso, aunque luego dirá que más que un intercambio de ideas su papá suele apelar a la verdad religiosa como inobjetable. Allí, la homosexualidad y formas de vida diferentes a lo consagrado no tienen cabida. En esas ocasiones se siente empequeñecido y se avergüenza por pensar distinto. ¿Qué le pasará a Mariano con la posibilidad de “superar” al padre? Sus estudios, su trabajo, su forma de pensar… ¿harán sentir pequeño a su papá? Por ahora duda si acaso debería interrogar a sus padres sobre que esperan de él.
En Psicología de las masas y análisis del yo, Freud dice de la identificación que se trata de “la más temprana exteriorización de una ligazón afectiva con otra persona”; esa identificación primaria, operación necesaria y fundante, habrá de complejizarse con los avatares de atravesar el Complejo de Edipo, en donde la pérdida del objeto de amor en función de la represión de las mociones incestuosas dará lugar a un “precipitado de —nuevas— identificaciones”. (Freud, 1921).
El concepto de identificación pasó así a ocupar un lugar central en la explicación de la constitución subjetiva y, particularmente, en sus avatares durante la adolescencia. Una de las autoras contemporáneas ineludibles en este marco es Piera Aulagnier; ella plantea que es justamente la elaboración de un proyecto propio lo que definirá al sujeto para sí mismo y para los otros. Se plasmará allí su anhelo identificatorio, el cual estará signado por coordenadas que tienen tanto que ver con el ambiente familiar (función materna, paterna, ideales familiares) como con los enunciados del discurso del espacio socio cultural al que pertenece el niño y su familia.
La elaboración de ese proyecto será resultado de un trabajo único y singular en el cual se pondrán en juego múltiples variables que incluyen funciones intrapsíquicas con ideales culturales que configuran un escenario solo entendible desde la epistemología de la complejidad. Ahora bien, en términos de funcionamiento psíquico, será necesaria una operatoria que promueva el pasaje del yo ideal —his majesty the baby— a un proyecto propio que ponga en juego el “ser” del sujeto, en un marco exogámico y con proyección temporal en el cual pueda reconocer-se a futuro. (Aulagnier. 1994).
Será en la adolescencia, plantea Luis Kancyper, que se darán las luchas por la emancipación y donde, a partir de deconstrucción de las iniciales identificaciones, será posible la (re)construcción de la propia identidad. Este proceso de “reordenamientos identificatorios” implica, necesariamente para el sujeto, una confrontación que, aunque dolorosa, posibilitará romper los lazos que lo atan a los objetos incestuosos, tomar distancia de las propuestas parentales y su modelo de ideal (Kancyper, 1997).
Luis Kancyper nos ofrece un análisis metapsicológico para entender el carácter a la vez necesario y áspero de dicha confrontación. Necesaria porque es condición para una estructuración identificatoria novedosa y singular de ese sujeto y, desapacible, porque implica una desestructuración narcisista: el sujeto perderá la certidumbre sobre la que se asentaba —un pasado incuestionable—, pero sin disponer aún de un nuevo camino sobre el que acomodar sus pasos. Esa especie de certeza, que el autor califica de “ingenuidad”, será sacudida por la realidad, cuarta instancia que en su nueva función instalará “un orden en el sin-tiempo del inconciente” y que, por lo tanto, tendrá como efecto la des-alineación del sujeto: el armado de un proyecto propio, sostén de la identidad. (Kancyper; 2007)
A partir del poco entusiasmo que empieza a sentir con sus estudios, Mariano se pregunta por la elección de la carrera: ¿es lo que él quiere estudiar o siente que se lo debe a sus padres? ¿Podría vivir de cuadros pintados por él? A partir de allí, comienza a identificar argumentos y motivos relativos a su elección que van más allá de lo que siente como ideales parentales. Al poner esto en cuestión, puede salir a buscar lo que a él lo convoca en su decisión en un movimiento que, por ahora, más que revocarla, le ha permitido pensar qué de su propio deseo está en juego en esa elección.
En la misma época, refiere que ya no está tan pendiente de lo que opinen sus padres, sus amigos han comenzado a tener más relevancia para compartir experiencias, y empieza a molestarle vivir bajo las reglas de otros y, repentinamente exclama ¡“qué difícil crecer”!
Conclusión
Esta monografía corresponde al segundo año del Curso Superior en Psicoanálisis con niños y adolescentes y por ello está centrado en la adolescencia. Que se estudie a continuación de la infancia tiene la ventaja de que permite analizar los procesos de la adolescencia en función también de los avatares de los primeros años de constitución psíquica, sin por ello suponer que hubo un destino ya escrito en aquellos tiempos.
En ese sentido, el Psicoanálisis brinda herramientas para pensar la constitución psíquica como un desarrollo que, lejos de la mirada determinista y unidireccional que prevalece en otras escuelas de la Psicología, propone entender el desarrollo psicosexual de los seres humanos en función de una serie de operaciones psíquicas que, además, se producen en el marco de historias singulares.
La elección de presentar material clínico de un paciente de 30 años fue con la intención de provocar a la “natural” asociación entre la adolescencia y la segunda década de la vida, para repensarla en función de la resolución de las tareas psíquicas que llevarían, si acaso, a un niño-hijo a una posición de adulto que elige y decide.
Si al comienzo hemos mencionado cómo distintos campos disciplinarios han delimitado lo que conocemos como adolescencia, fue para incluir estos saberes a la hora de pensar la constitución subjetiva en el marco de determinada cultura y época histórica. En ese sentido, son muchas las preguntas que quedan abiertas… ¿cómo pensar la especificidad de procesos psíquicos en esta época donde se han instalado novedosos formatos y roles familiares; que ha visto interpeladas las categorías de género, de sexo y de orientación sexual? ¿Cómo pensar la autonomía como un logro cuando en ciertos sectores prevalece un discurso que enaltece la juventud, y un mundo adulto que se desvanece como paredón con el cual confrontar? ¿Tendrán razón quienes sostienen la necesidad de renovar las coordenadas teóricas que parecieran insuficientes para dar cuenta de las novedades en el discurso social? Tal vez se trate de dejar abiertas las preguntas, aunque sin perder de vista que desde el Psicoanálisis sigue siendo un imperativo atender al sujeto en su singularidad.
En su novela En las nubes, Ian McEwan relata las fantasías que sucedían en la cabeza de un niño al que los adultos consideraban un “soñador” sin poder saber qué cosas imaginaba. En el último capítulo, titulado “el adulto”, Peter tiene 12 años y está pasando sus vacaciones de verano en el mismo lugar al que suelen ir desde hacía años, donde se encontraban con otras familias, y en la que se formaba “la banda de la playa”, una suerte de tribu de amigos de verano con niños de distintas edades. Pero ese verano va a ser diferente y no porque sucediesen cosas extraordinarias…
Fue en el verano de su duodécimo año cuando Peter empezó a darse cuenta de lo diferentes que eran el mundo de los niños y el de los adultos. No podía decirse exactamente que los padres nunca se divirtieran.
…En la playa, a menudo miraban el reloj y, mucho antes de que nadie tuviera hambre, empezaban a comentar que ya era hora de empezar a pensar en el almuerzo o la cena … Mientras tanto, Peter y sus amigos nunca sabían qué día de la semana o qué hora del día era … En la arena construían presas, canales, fortalezas y un zoo acuático que poblaban con cangrejos y caracolas … Y detrás de toda esa agitación humana el océano cabeceaba, se plegaba y se deslizaba, porque nada podía permanecer inmóvil, ni la gente, ni el agua, ni el tiempo. (McEwan; 2007, pp. 134-5/147)
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