Hay diferentes modos en que se muestra la violencia contra los niños. El uso y abuso de los mismos en función de la satisfacción de los adultos es uno de los problemas a pensar en la actualidad.
En un mundo en el que hay, para muchos, carencia de comida, de abrigo, de vivienda, también nos encontramos con carencia de representaciones. No encontramos palabras para nombrar lo que ocurre. Hay un incremento de afectos que no pueden ser traducidos en sentimientos y un bombardeo de estímulos visuales. Y hay agujeros en la representación de sí mismo.
Así, el psiquismo infantil se encuentra con un conjunto de estímulos no mediatizados por la palabra, con angustias, decepciones, incertidumbres, odios y temores de otros que son registrados como un desborde, no cualificable, proveniente de un adentro-afuera, que lo deja a merced de un dolor psíquico que no puede diferenciar como ajeno, al mismo tiempo que se le exige que cure las heridas narcisistas de los otros.
De la represión excesiva, del silencio, de la demonización de la sexualidad infantil, se ha pasado a actitudes en las que los niños son ubicados como adultos, distorsionando lo propio de la infancia, sin respetar sus tiempos ni sus modos de manifestación, exacerbando el exhibicionismo. Esto aparece claramente en los medios (el programa en que niños y niñas bailan como adultos, compitiendo por mostrarse «sensuales», es un claro ejemplo).
Algunas cuestiones que aparecen cotidianamente en los consultorios, sobre los modos en los que se inscribe la sexualidad adulta en los niños de nuestros días nos llevan a reflexionar.
El alcance de una especie de pornografía y su irrupción en la vida cotidiana de los niños nos plantea preguntas. El que se junten para ver páginas pornográficas en la computadora, el que en los programas supuestamente para niños haya referencias casi explícitas a relaciones sexuales, el que niñas pre-púberes suban a la web fotos en las que aparecen en ropa interior y en poses provocativas, son señales que tenemos que pensar.
Me parece que lo central es el borramiento de las diferencias niño-adulto e íntimo-público, con el valor que ha cobrado el tema de la visibilidad. Se «es» si se es mirado por muchos otros (y si es en una pantalla, mejor).
Padres desbordados, que se presentan diciendo «no doy más», no sé qué hacer, y niños que sufren en un mundo en el que hay poco espacio para desplegar el sufrimiento y que se mueven sin rumbo, gritan, exigen, y a la vez se odian por necesitar al otro. Muchas veces, parecería que el funcionamiento narcisista del que habla tan claramente André Green se hubiese generalizado y que todos tendiesen a anular aquello que les marca la dependencia.
Suelen borrarse las diferencias niño-adulto, lo que deja a los niños absolutamente desprotegidos. Padres que se asustan frente al enojo de su hijo de cinco años, que acceden a sus pedidos no porque lo tengan en cuenta, sino para no enfrentar el conflicto. Se intenta tapar todo conflicto.
Son frecuentes las consultas por niños que no quieren crecer ni aprender y se refugian en la identificación con un personaje omnipotente, desmintiendo toda ignorancia («yo ya lo sé»), mientras los adultos plantean el futuro como temible.
Niños que fluctúan entre la idea de que pueden echar a la maestra si no les gusta y que a la vez no pueden estar a oscuras porque tienen miedo.
Los analistas trabajamos sobre la sexualidad infantil y todos sabemos desde Freud que esta se expresa como escupir, morder, orinar, defecar…
Sin embargo, en este momento, los niños suelen hacer referencias explícitas al acto sexual adulto, ya desde los primeros grados de la escuela primaria. Y no en un afán investigador, sino como si ya lo supieran todo… desde un desconocimiento profundo, porque tienen que desmentir la ignorancia y la confusión y hacer como si supieran lo que no pueden saber, como si entendieran lo que no entienden. Información que les llega sin palabras, sin otro que transmita la ligazón con la ternura, sino como un acto excitante y perturbador, fundamentalmente visual. Daría la impresión que son testigos mudos de infinitas escenas primarias.
Es decir, la sexualidad infantil sigue teniendo las mismas características de siempre, pero lo que se les transmite desde los adultos es una sexualidad en la que no se tiene en cuenta al otro, en la que el otro no existe como sujeto sino solamente como objeto-cosa, deshumanizado. Sexualidad en la que él es un objeto más y en la que la disyuntiva es cosificar al otro o ser cosificado. Y esto los lleva a sentirse pasivizados, ubicados como posibles objetos, luchando por recobrar la actividad con un movimiento desmesurado, con transgresiones y desafíos, perdidos en el intento de recuperar-se, o paralizados y asustados frente a posibles violaciones.
Me parece que el problema no es la erotización sino que este tipo de erotismo tiene algo de golpe, de situación excitante sin filtros, y justamente lo que no se construye es un funcionamiento deseante sino, por el contrario, el niño queda signado por urgencias sin mediatización ni relato. No sabe para dónde ir ni qué hacer. Y no hay espacio para la fantasía.
Y lo que insiste es el narcisismo, de los padres y del niño, que ocupa toda la escena. Muchas veces, los padres suponen que un niño que hace referencias a la sexualidad adulta es un niño genio, con el cual se identifican. Otras veces, los padres quedan paralizados frente al niño, suponiéndolo portador de conocimientos demoníacos, cuando hace referencias a escenas pornográficas.
Un niño de 8 años me decía: «Todos cogen, todo el tiempo, ¿dónde lo harán? Seguro que en el baño. Yo ¿por qué no puedo coger a Rocío (una compañerita de escuela)?». Hubo que trabajar mucho para que pudiera empezar a pensar en Rocío como alguien que podía tener deseos y que podía querer o no «ser su novia».
Los papás de un niño de seis años me cuentan, muy contentos, que su hijito les preguntó si ellos se bañaban juntos, con picardía. Después, ese mismo nene, jugando en el consultorio con playmobils, dirige una lanza sobre una muñeca, me mira y dice: «¿A que no sabés a dónde va?, y frente a mi negativa, me dice: «A la teta» (sonriéndose). Este niño tiene terrores, vive luchando contra monstruos imaginarios y no puede cumplir las normas de la escuela.
La idea de que su hijo es muy precoz porque pregunta sobre la sexualidad de los padres suele repetirse. Y los niños quedan sintiéndose poderosos, pero sin sostén, sin nadie que les diga que la sexualidad de los padres es cosa de ellos.
Un niño de nueve años, que está en análisis desde hace unos meses y que fue echado de tres escuelas, me pregunta sorpresivamente por intimidades de mi vida sexual. Sin pensarlo, le contesto que no voy a hablar con él de eso, que él es un nene chiquito y yo soy una señora grande y que las señoras grandes no hablamos de esas cosas con los nenes chiquitos. Después le digo que me parece que cuando él supone que puede hablar de todo con todos y meterse en la intimidad de los otros queda muy confundido y termina sin poder pensar y, además, aterrado. Se queda muy serio, dice que yo tendría que hablarle de todo, que para eso soy su analista, a lo que le digo que no, que él puede hablar de todo acá y que yo le voy a decir lo que pienso sobre lo que él dice.
Para mi sorpresa, esta intervención produce varios cambios… Deja de hablar de sexo en la escuela, lo que hacía casi compulsivamente. Y comienzan las preguntas: ¿por qué…?
Por ejemplo, ¿Por qué cuando otros chicos hablan de estas cosas los demás se ríen y yo no logro ser gracioso? O ¿masturbarse está mal? ¿Por qué me retan en todos lados cuando lo hago? Marcar la diferencia entre lo íntimo y lo público parece todo un tema.
En este caso, los padres no festejan las ocurrencias de su hijo como si fueran una muestra de su precocidad, sino que quedan angustiados y paralizados por el tema. Pero esto deja al niño en un lugar en el que la palabra pasa a tener el valor de acto. Y la madre, que llora cuando él la persigue con estos temas, queda para él violentada y violada por su hijo. Es decir, cuando yo le dije que yo no iba a hablar con él porque él era chiquito, lo ubiqué en un lugar de niño, marcando diferencias que son las que suelen quedar obturadas en este momento.
Las situaciones que se dan cotidianamente en las escuelas, en las que se encierra a alguien en el baño, amenazándolo con violarla/o, y que deja desbordados a padres y maestros, tiene que ver a mi entender con estos estímulos a los que los niños están sometidos, y que terminan teniendo efecto traumático. Y no ya de ese trauma inevitable que implica la irrupción de la sexualidad adulta en el niño, de la que habla Laplanche, sino como una irrupción violenta, disruptiva, que quiebra posibilidades de armado psíquico, de construcción de la idea del semejante. Pero también muestran la impotencia de los adultos y la dificultad de transmisión de normas. Así, muchos colegios argumentan que los adultos no pueden entrar en el baño de los niños, reconociendo así la frecuencia de los abusos por parte de adultos-docentes, pero también denotando la dificultad para confiar en los adultos, lo que implica una doble desprotección. Si un niño es dejado en un lugar en el que no puede confiar en los que lo cuidan, ¿no se lo fuerza a suponerse omnipotente y a tener que valerse por sí mismo? ¿Cómo va a aceptar luego normas por parte de aquellos en los que no puede confiar?
Generalmente esta irrupción del mundo adulto implica que la sexualidad infantil se desliga, perdiendo su mismo carácter erótico, dejando lugar al predominio de la pulsión de muerte, que deja a los niños con una motilidad sin rumbo y un voyeurismo sin límites. No son niños reprimidos, sino abusados y lanzados a la acción.
Quizás podríamos plantear que los niños quedan en un estado de excitación y que no pueden articular, organizar, un funcionamiento deseante. No es el deseo constituido a partir de la vivencia de placer y la búsqueda consiguiente. Se trepan a las paredes o demandan permanentemente algo, sin saber qué. Objetos y movimientos aparecen en un afán de cubrir un vacío.
Otra cuestión central que hace a la sexualidad «infantil» de nuestros días es el tema de la visibilidad. Todo se hace en público. Los chicos de 10 y 15 años que tuvieron relaciones sexuales, las filmaron con el celular de él y después la nena llevó el celular a la escuela para mostrarle a todos lo que había pasado, lo que otorgaba sentido a ese acto sexual eran los muchos que miraban a través de la cámara.
Las nenas que hacen poses eróticas para los fotolog, o los adolescentes que dicen para qué si nadie los ve, y desarrollan toda su vida sexual en público, están hablando de nuevas formas del erotismo.
Nuevas formas de estructuración psíquica, niños que parecen carecer de los diques a los que estábamos acostumbrados…
Pero no por falta de límites, o porque no se les diga que no, sino porque quedan ubicados en un lugar de pares de los adultos, porque estos no pueden renunciar a la omnipotencia sin ubicarla en el hijo, porque lo que se les transmite no es que cuando sean grandes van a poder, sino que pueden más ahora que cuando sean grandes.
Nos encontramos muchas veces con niños que se mueven sin rumbo, que no tienen ningún reparo en decir lo que se les venga a la cabeza, con los que nos preguntamos: ¿qué está denunciando esta supuesta actividad? La libido no puede organizarse en un tiempo, sujeta a los golpes que llegan desde el contexto y queda como puro golpe, sin armar ritmos y mucho menos melodías. Y la represión de los deseos incestuosos no termina de organizarse, y los niños quedan prisioneros de un vínculo excitante.
A veces, lo que predomina es la dificultad para construir un mundo deseante, en el que el placer sea posible.
Si el placer se construye en base a ritmos, que se van armando tempranamente, en el vínculo con otro, cuando el otro irrumpe imponiendo sus propios ritmos, la posibilidad de placer se cae.
Son golpes dados a los cimientos mismos del autoerotismo, en su lazo con la sexualidad infantil y con el lugar que toma el objeto, lo que lleva a un intento siempre fallido de dominar el mundo.
Un niño que no puede satisfacer sus deseos, que está en un «más allá» de la satisfacción, va a realizar un intento fallido de aplacar sus pulsiones a través de movimientos que le traerían una calma anhelada, pero que lo dejan insatisfecho.
En estos casos el principio de placer deja la prioridad al principio de constancia.
Más que un deseo a cumplir hay una excitación a calmar. Esto pasa con algunos video-games, que exigen acciones repetitivas y vacías de sentido, sin intervención creativa por parte del que lo «juega».
Muchas veces la hiperactividad del niño es el intento de asegurarse la posesión de una escena en la que sería el único protagonista. Es decir, el niño supone una escena de la que él puede ser expulsado, pero no en los términos de la conflictiva edípica (donde él podría ocupar un lugar) sino en un vínculo narcisista en el que la expulsión supone un no-lugar (la inexistencia para el otro). Así, se mueve como para evitar la exclusión-anulación que vendría desde el otro. Este funcionamiento defensivo puede suscitar en el entorno un aumento de la hostilidad, en tanto los otros queden atrapados por este fantasma de exclusión y reaccionen imponiendo su presencia.
Hay que pensar, en primer lugar, que estos niños tienen un funcionamiento «convocante» del otro, toda su actividad está dirigida hacia otro al que llaman a su manera. El niño que desafía, que cuestiona, está estableciendo un modo particular de relación con otro. Otro al que vive como alguien a quien tiene que vencer, dominar. Esto puede ocurrir porque siente la autonomía del otro como peligrosa, en tanto lo puede dejar a él en un estado de sometimiento, dominado, sin posibilidad de movimiento autónomo, pasivizado.
Un niño puede moverse sin rumbo o desafiar para lograr ser mirado por un otro significativo, pero en el momento en que el adulto lo mira, la mirada que el otro le devuelve no es la buscada (aquella mirada amorosa que lo unifique y lo haga sentir valioso), sino que es una mirada reprobadora y controladora. El niño, entonces, no sólo se decepciona por no haber recibido lo buscado, sino que supone que puede perder el control del propio cuerpo. E intenta, entonces, escapar de esa mirada, romper los límites de lo que siente como encierro. Cuando logra escaparse, quebrando límites, el ciclo recomienza.
Es decir, son niños que convocan al otro a estar «presente». Muchas veces, lo que no toleran es la ausencia psíquica, la desconexión del adulto.
Y los adultos suelen vivir esa convocatoria como un golpe. Y golpean.
Si el adulto se supone impotente frente al supuesto poder infantil, termina apelando a la violencia para imponer su autoridad, que entonces será vivida por el niño como un mandato arbitrario. A veces, el padre está orgulloso del desafío del hijo a toda regla (jugando a través suyo sus propios deseos transgresores), pero no tolera que se le oponga a él, en tanto el niño es vivido como extensión de sí y esa ruptura es vivenciada como una operación de violencia insoportable. Entonces, marca la diferencia a golpes o a gritos, modo en el que aparece, en el desborde pasional, el vínculo incestuoso.
En esas condiciones, los niños van haciendo el recorrido que pueden, entre su historia, la de sus antepasados, las urgencias internas y externas, los vínculos cercanos y el medio socio-cultural en el que les tocó vivir.
Queridos colegas.
Este texto interesante y actual pone en evidencia cuestiones de gran importancia con las que nos encontramos en nuestra clínica. La articulación teórica realmente muy clara .
Felicitaciones a la autora y a la redacción.
Estimada Perla:
El equipo de la Revista agradece tus cálidas palabras por nuestra tarea, y transmitiremos a las autoras tus comentarios.
Muchas gracias.
Equipo de Revista Digital
Impecable y absolutamente comprobable en la clínica.
Lic. Claudia R. Filizzola
Excelente exposición de Beatriz Janín. Adultos en ejercicio de la parentalidad muestran inmadurez y falta de recursos yoicos para la crianza. Los vínculos de intèrdependencia padres-hijos producen confusión, sufrimiento y falta de desarrollo.