Pensé en poner este título a mi trabajo porque, aunque no podamos tener respuestas de los efectos del sufrimiento psíquico en pandemia —precisamente, porque la estamos transitando— es un modo de ir dimensionando el por-venir en el caso por caso de este transcurrir.
Un día, según cuenta la leyenda, hubo un gran incendio forestal. Todos los animales aterrorizados miraban impotentes cómo el desastre golpeaba su hábitat. Solo el pequeño colibrí estaba activo, agarrando unas pocas gotas con su pico y lanzándolas al fuego.
Después de un momento, el armadillo, molesto por la irrisoria agitación, le dijo:
—Colibrí, ¡no estás loco, ¿verdad? ¡No es con estas gotas de agua que vas a apagar el fuego!
Y el colibrí le respondió:
—¡Lo sé, pero estoy haciendo lo único que puedo! [1]
¿Esta leyenda nos habilita a pensar y nos invita a interrogarnos con relación a qué recursos psíquicos entran en funcionamiento en cada sujeto para afrontar tanto el desamparo como la alteración de la vida cotidiana?
¿Qué estructura psíquica se pone en juego y con qué contamos para enfrentar un acontecimiento tan disruptivo como la pandemia del COVID-19 por lo súbito, por lo inesperado y extenso en el tiempo, por lo amenazante y lo incierto en su devenir?
En todo hecho traumático, el psiquismo intenta buscar nuevos equilibrios que permitan, con esa descarga de estímulos externos e internos, elaborar y darle un sentido pensable a través del procesamiento simbólico construido en cada sujeto. Este es un camino posible. Como también, quedar desbordado por tanta sobrecarga que muchas veces quebranta al aparato psíquico y queda atrapado en un vacío, en un derrumbe, en estado de indefensión y vulnerabilidad psíquica y somática.
Lo vemos en pacientes en quienes se actualizan sintomatologías y afecciones preexistentes además de la aparición de sintomatologías nuevas: afecciones físicas, pasajes al acto, cambios de humor, irritabilidad, trastornos alimenticios, depresión.
Más aún en esta época en la que es necesario redoblar la exigencia subjetiva para habitar la ajenidad de lo incierto. Irrupciones que se despliegan en abanico alterando nuestros hábitos domésticos y trastocando drásticamente todos nuestros planes como el presente inmediato y un futuro que conquistar. Se verifica entonces lo frágil de la realidad que nuestro fantasma había construido.
Es desde el procesamiento simbólico que se engendra un enlazado y un entramado del mundo interior y del mundo que nos rodea. Construcción de la cual adviene el sujeto y la transformación que implica, lo nuevo por erigir y habitar a pesar de que lo nuevo para construir esté impregnado del mismo dolor y sufrimiento.
«El hecho de que los seres humanos seamos crías destinadas a humanizarse en la cultura marca un punto insoslayable de la constitución psíquica».
El otro está inscripto en nosotros, y eso es inevitable. Este concepto nos faculta para pensar la subjetividad en épocas del COVID-19 en donde lo que impera es una necesidad de mayor acomodamiento, necesidad de un procesamiento que permita reestablecer un equilibrio perdido, arrasado y avasallado por este acontecimiento traumatizante.
Cada sujeto inscribe y se inscribe en una cadena significante que le da sentido a un sí mismo constituido con representaciones que, en estas situaciones de desamparo, cobran un valor insoslayable. El amor y la renuncia están en la base de la constitución psíquica y van colaborando a formar un yo capaz de inhibir las cantidades de excitación hipertróficas e inundantes cualificando y produciendo representaciones.
Una paciente me consulta en un estado de desesperación, en junio 2020, en la mitad de la cuarentena y del aislamiento social obligatorio. Me dice: «No sé quién soy, yo no era de llorar. Ahora lloro todo el día. Lloro por las cosas lindas y por las cosas feas que me pasan. Nada me interesa, nada me entusiasma, no tengo miedo al contagio. Tengo más miedo al contexto, al entorno, a la salud de mis padres, a no ver a mis nietos. Se me truncó la vida, no me encuentro, no me veo. Estoy escondida en la pandemia».
Una multitud de escenas extrañas emergen de esta pandemia que todo lo abarca. En esa extrañeza, Sandra no se encuentra, no está en los lugares conocidos. No se visualiza cómo era ni a dónde iba. Me dice: «Mi sensación es que tengo que empezar de nuevo. No me conozco, no me reconozco».
Sandra empezó a sentir que ya no era ella. Decía que se levantaba con la pandemia y se iba a dormir con la pandemia, que borró su nombre y la transformó en un anónimo. Su singularidad se vio diluida en un mar de contagios y muertes.
Para ella el espacio analítico comenzó a ser un lugar seguro donde encontrarse y armar otros escenarios posibles con otros posibles que le permitían entrar en dialogo, en pantalla y a través de la pantalla, con ella misma y con el entorno. El tratamiento empezó a poner un borde probable en medio de tanta imposibilidad, enfatizando el cuidado y la construcción de lazo social, inaugurando un rearmado y un nuevo descubrimiento de otros marcos para que pueda advenir Sandra. Otra versión de Sandra.
Este llanto permanente que la motivó a la consulta no fue sin sufrimiento psíquico al ser vacilada en su ser y subvertida en su intimidad. Sandra, de encontrarse como un actor pasivo de lo acontecido, a través del tratamiento y en transferencia, fue transitando un camino que la ayudó a transformar y transformarse para reposicionarse y de ella surgió un sujeto activo y protagonista de su vida dentro del contexto posible.
Dice la paciente: «Las clases de cábala, varios cursos online, encuentros con amigos, la familia y el templo al que asisto desde hace más de diez años, aprender cosas nuevas de tecnología… me hicieron sentir más útil». Aunque ella también sabe que empezó a descubrirse creativamente bajo este formato tan diferente y que la habilitó a encontrar otros sentidos que estaban dormidos mucho tiempo antes de que apareciera la pandemia. Un nuevo ensamblaje, un nuevo entramado —incluyendo el histórico que le dio paso a significar ese sentimiento de desconocimiento y desesperación— la inauguración de un nuevo orden, un nuevo lugar, empezando a poner palabras a ese llanto desbordante.
Byun Chul Han (2015), en su libro La sociedad del cansancio dice: «La narración crea mundo de la nada».
Tenemos que destacar que en estos tiempos de pandemia se comenzaron a producir nuevos tipos de lazo social donde el aislamiento y el distanciamiento físico habilitaron nuevas presencias, una nueva forma de vivir la otredad y de confraternizar. Es entonces que el trabajo analítico se constituyó en un modo de ligar, acercar, sostener, intervenir y construir para que empiece a aparecer un sujeto deseante a partir de esta realidad avasalladora. Encuentros entre paciente y analista como una presencia a la espera de escuchar el padecimiento, aunque con los cuerpos ausentes. La escucha no tiene fronteras. El vínculo terapéutico más que nunca apuntará a operar como campo facilitador de nuevas experiencias y generará un dispositivo laxo en detalle, pero firme en lo esencial. Convocar la palabra frente al dolor, al sufrimiento, restituyendo subjetividades y también extrañando nuestros cuerpos presentes, miradas, perfumes.
No nos pasa lo mismo a todos. Hay quienes que por la hibernación entraron en pausa como si no hubiera nada para contar, esperando que pasen los días y esta pesadilla.
A otros, la cuarentena los estabilizó, ya que les produjo un alivio homogeneizado con distintos sufrientes. No es solo la persona la que padece, hay un sufrimiento generalizado en el cual todos estamos incluidos. Este contexto favorece la sensación de evitar la formación de un sentimiento de culpa por estar adeudando algo que no hizo o que le falta hacer. Implicancia de un superyó sádico que muchas veces no cesa.
En este escenario nos encontramos con pacientes con mayor vulnerabilidad psíquica, con un modo de funcionamiento psíquico que se manifiesta por la precariedad de recursos del yo para enfrentar sucesos vitales, personales, sociales como también pacientes con tendencia al acto, la descarga comportamental y/o somática.
Una paciente de 65 años me consulta porque se le brotó todo el cuerpo con manchas de color rojizo en la piel, y tiene también sudoración en las manos y en los pies. Le traspiran a la noche y esto no le permite descansar. Claudia nunca había padecido ninguna afección física. Siente a su cuerpo como un ajeno. Con la cuarentena comenzó esta sintomatología. La dermatóloga que la atendió le dijo que todo era emocional y que se pusiera una crema. Claudia se siente muy afectada. A partir de la pandemia se le presentaron actividades que nunca había necesitado realizar: las cosas de su casa, sus hijos y el trabajo, sus padres mayores y un cúmulo de exigencias propias y del mundo externo. Todo esto colapsó en el cuerpo.
Algunos trastornos psicosomáticos dan cuenta de un quiebre en la organización psíquica marcada por la escisión mente-cuerpo. Esta puede ser transitoria, continua como definitiva. En el caso de Claudia, luego de algunos meses de tratamiento, las manchas empezaron a atenuarse lo que dio cuenta de que la desorganización psíquica fue causada por el exceso de estímulos de valor traumático que había generado un colapso mental y físico.
El psiquismo en su forma indivisa con el soma requiere de una integración para que el estado de salud se establezca. Muchas veces el cuerpo aparece como único llamado ante el sufrimiento psíquico no sentido ni significado, no representado.
Lo pulsional inconsciente, que no cesa de buscar inscripción, busca reducir la tensión prevaleciendo la cantidad de excitación sobre la cualidad. Las manchas en el cuerpo de Claudia advierten sobre una alteración del yo por un incremento pulsional no tramitable para su estructura y que debe construir nuevas representaciones que funcionen como red, sosteniendo el sentimiento de desamparo y vulnerabilidad.
Vulnerabilidad que de un modo escindido se instaló como predominio del funcionamiento psíquico, expresado como pobreza fantasmática, tendencia a la descarga y disminución de los recursos defensivos.
Entonces, la falla de integración psique-soma por déficit temprano en el vínculo materno filial consolida muchas veces en un yo débil que claudica en el intento de procesar estados de apremio con mecanismos deficitarios y un aparato psíquico con dificultad de simbolización.
La vida psíquica comienza con un estado de fusión madre-niño y de ahí la fantasía de un solo cuerpo y una sola psiquis para dos. Todo fracaso en este proceso fundamental, tanto por exceso como por carencia, altera la capacidad de integración y de ir reconociendo como propio su cuerpo, sus afectos y sus pensamientos. (McDougall, 1991)
La huida o retirada de las situaciones dolorosas y que provocan ansiedad acompañadas por la destrucción psíquica de representaciones no deseadas alejan a la posibilidad de ser reconocidos y en el soma anida el padecimiento.
Green amplía la conceptualización de «lo traumático» planteando «lo negativo» como una ausencia de representación. En el terreno del afecto, se expresa en términos de vacío, futilidad, y pérdida de sentido.
Lo negativo remite a una falta que para Winnicott esa falta es lo único real. «Lo negativo es lo único positivo». (1993)
Pensemos que la pandemia vino a arrasar y a interpelar nuestro psiquismo, a nuestras defensas y a cuestionar recursos de tramitación de duelos tanto actuales como históricos no elaborados, traumas acumulativos, lazos construidos, contención del mundo circundante, sentido de la vida y proyectos.
En muchos casos algunos proyectos personales, laborales, familiares fueron infectados por el COVID-19 y han quedado truncos, desarmados y muertos.
No vemos las cosas como son, sino como somos. Recordando a Jiddu Krishnamurti, esto da cuenta de que la pandemia se ha instalado en la vida de cada sujeto de diferentes maneras y de que nos infectamos del COVID-19 según nuestro entramado psíquico y nuestros recursos yoicos. Las restricciones fueron propuestas para cuidarnos del exterior, pero lo que en muchos ha imperado fue el encierro interno con ideas recurrentes, autoagresiones, impulsividades, depresión, estados de angustia y, porque no, ataques de pánico.
Yolanda Gampel nos dice «que los acontecimientos disruptivos dejan profundas huellas en la historia individual y colectiva. Huellas de dolor de lo social, su significado y efecto se registran en tiempos diferentes. En torno de los sucesos se organiza un antes y un después y hoy nos hallamos simultáneamente en un antes y en un después cotidianos y en un hoy amenazador, doloroso que no termina».
Rescatemos nuestra leyenda del comienzo, la mirada de los animales horrorizados por el incendio forestal, el armadillo desilusionado, desanimado, y cómo el colibrí, aunque pequeño e incipiente, encontró un modo de ir descubriendo los caminos posibles ante tanta destrucción.
Las marcas de lo ajeno, de lo extraño, de lo no propio, lo extranjero como lo no familiar, lo intrusivo son un impacto por atravesar para poder encontrar lugares de conquista, de lo por venir, de lo arribante —tomando a Deleuze— porque lo arribante, lo novedoso no tiene identidad previa, sino un lugar de llegada donde aparecen nuevos puentes con otros y desde- otros que nos permitan descubrir caminos, nuevas ventanas para mirar el mundo y mirarse.
El arte, la creación podrían considerarse un catalizador y mediador que puede permitir el pasaje del sufrimiento psíquico hacia un devenir que intentará rescatar la vivencia placentera de lo creado y evitar la repetición de lo que no ha sido elaborado.
Llegar a realizar un proceso de simbolización, un trabajo metabólico que permita tramitar el padecimiento es llegar a encontrar modos posibles para el vivir y el con-vivir. Este proceso facilitaría el sostenimiento de lo vital, la pulsión de vida. También puede ayudar a encontrar el deseo en las palabras, en el marco de los dispositivos psicológicos, lograr juntar lo deshilvanado, lo caótico, lo expresado en el cuerpo y armar una red productora de subjetividad y así devenir en experiencia, viviendo en lo posible. Esto… en el mejor de los casos.
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