Mi cuerpo navega por el aire flota
Voy contra todo
Hago sudar al viento
Cada paso que doy va
Narrando un cuento
Hasta mis hazañas se asombran
La historia me persigue
Por que la convertí en sombra
( “Me vieron cruzar”, Calle 13, 2014)
“Él me dice que no me haga historia, que no piense en el futuro” – lloriquea Micaela. Su analista mientras tanto flota atencionalmente en el océano de significaciones que bandean su brújula interna. El norte del trabajo que debe preparar para julio orienta sin pensarlo su escucha hacia esa frase. Hacerse historia ¿qué significa?
La pregunta de la mesa propone cuatro palabras claves: historización, adolescencia, empuje y elaboración articuladas en un interrogante.
Para comenzar elegí la frase de Micaela (22) que, como les decía, imantó mi brújula personal hacia la bisagra que une historia con futuro.
Usos y abusos de nuestro castellano coloquial habilitan deslizamientos posibles y cuasi homofónicos: “ser historia”, “hacer historia”, “hacerse historia”. Apenas diferenciadas por una o dos letras, cada una de estas expresiones usa la palabra historia de modo radicalmente distinto y en su combinación con verbos y conjugaciones diferentes construye aun significados antitéticos. La historia entonces ¿se construye o nos construye? ¿Tiene que ver con sucesos efectivamente acaecidos ordenados según coordenadas espacio temporales?, ¿con la “verdad ficcional” de los cuentos de hadas que sitúan un “había una vez”? ¿O con ambos entramados de manera insondable?
A efectos de este trabajo tomaré la historización (palabra que no existe para la RAE) como sustantivo del verbo historiar tironeando su significado en la tensión entre tres de sus acepciones: 1) Contar o escribir historias; 2) Exponer las vicisitudes por que ha pasado alguien o algo y 3) Complicar, confundir, enmarañar.
Es en ese triple tironeo que la historización me parece más valiosa y aplicable a lo que quiero contarles hoy: la Historia como disciplina se hace jirones forzada por las contradicciones que el verbo “historiar” le impone. Entiendo que esa “tensión de significados” figuran sin dificultad las desavenencias y contradicciones que pueblan la adolescencia en sí misma.
Para empezar, antes que de historizar, hablaré de novelar o ficcionalizar, entendiendo que esos términos tienen, en nuestro castellano coloquial, mayor afinidad con esa tensión inherente tanto a la significación de historiar como al clásico (pero no perimido) trabajo que los adolescentes realizan en su camino a la adultez.
Referencia obligada, “La Novela familiar de los neuróticos” (Freud 1908), donde uno de los trabajos de la adolescencia se recorta como primordial por lo que posibilita: inventar historias que le permitan efectuar y, en el mismo movimiento, dar cuenta del desasimiento de la autoridad parental; apropiándose así de ese extraño para sí mismo en el que el joven se ha convertido.
¿Y por qué habría que encubrir con novelas esta operación que Freud moteja de necesaria? Por su condición de dolorosa. La destitución de la autoridad de los padres de la infancia es dolorosa, como todo duelo. Y también, como todo duelo, reclama “elaboración” (en el sentido de atenuación de cantidad para posibilitar su cualificación vía representaciones) y tiempo… tiempo de trabajo.
¿Pensar en el duelo es lo mismo que pensar en elaboración? Hace unos meses, en este mismo auditorio, Luis Miguelez diferenciaba uno del otro, haciendo hincapié en el trabajo “imposible” del duelo: la sustitución de aquello irrepresentable. Reservó para ese trabajo con lo irrepresentable la palabra elaboración. ¿Duelo o elaboración entonces?
Cito “El trabajo del duelo concierne básicamente a la ardua elaboración de la pérdida de una ilusión, la que atañe a que algún otro objeto calzará bien en la huella que dejó el primero. Esta ilusión se corresponde con la idea de sustitución. Si, por el contrario, se borra esa huella y se deja la marca, lo que se constituye es lo irremediable de la pérdida pero junto a lo insustituible de esta pérdida se forja memoria perdurable”. (Miguelez 2018).
Memoria perdurable, he ahí la clave de la cuestión. Inscripción. Es a través de ella que es posible hacer algo con lo perdido, duelo pesaroso mediante.
Hablemos entonces un poco del valor de la memoria. En otro trabajo decía, citando a Freud en “Los dos principios del acaecer psíquico”: “Al aumentar la importancia de la realidad exterior cobró relieve también la de los órganos sensoriales dirigidos a ese mundo exterior y de la conciencia acoplada a ellos (…) Se instituyó una función particular, la atención, que iría a explorar periódicamente el mundo exterior (…) es probable que simultáneamente se introdujese un sistema de registro (…) una parte de lo que llamamos memoria” (Freud, 1911, pp. 225). Más adelante agregará que, explorado el mundo exterior y decidida su correspondencia con lo representado, el Aparato implementará la motricidad para alterarlo de acuerdo a sus propósitos” (Farrés 2016).
Decíamos entonces que se trata de elaborar en el sentido de inscribir a través de un duelo, una pérdida para poder operar sobre la realidad, pero ¿de qué pérdida hablamos?
Recuerden que estábamos en la pista de “La novela familiar de los neuróticos” donde se trata de inventar una pareja parental (o por lo menos un padre) distinta: “el emperador” decía Freud. También en otro texto clásico hablaba de “su majestad”, pero el bebé: “será un grande hombre y un héroe en lugar del padre, y la niña se casará con un príncipe como tardía recompensa para la madre. (…) El punto más espinoso del sistema narcisista, esa inmortalidad del yo que la fuerza de la realidad asedia (bedrängte) duramente ha ganado su seguridad refugiándose en el niño” (Freud, 1914, p. 88).
Recorto dos cuestiones: 1) mientras que un texto toma la cuestión del lado del púber, el otro lo hace del lado de los padres y 2) la aparición de la muerte llamada “el punto más espinoso del sistema narcisista”.
Permítanme que les muestre unos videitos para seguir pensando en qué se pierde.
Presentación de los videos (clickear para acceder)
Les diría que, como escenifican cómicamente los videos que les mostré, la adolescencia se trata de perder eso que no hubo: los padres todopoderosos de la infancia. Así, como nos muestra el comercial, los padres preedípicos triunfan sobre la muerte en la persona de ese hijo-yo ideal. El muchachito se transforma en superhéroe apuntalado por esa madre omnipotente y omnipresente que no permite que nada le pase.
”No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, sucedió”, dice Joaquín Sabina, disociando poéticamente el hecho acaecido de su búsqueda añorante.
Búsqueda entonces de un sustituto imposible por definición (porque nunca hubieron padres todopoderosos) que fuerza, obliga, empuja al trabajo con aquella pérdida irrepresentable del origen que insiste en demandar figurabilidad. Y, si insisto en el forzamiento, es para introducirlos con una digresión idiomática, en la cuestión del empuje.
Permítanme un paseíto por el alemán. El sustantivo Drang con acepciones e inclusiones terminológicas tan diversas como apremio, urgencia, asedio, represión y pujo es el que, acorde a su empleo en “Pulsiones y destinos”, traduce la palabra empuje, esfuerzo o perentoriedad. Cito: “Por esfuerzo {Drang} de una pulsión se entiende su factor motor, la suma de fuerza o la medida de la exigencia de trabajo que ella representa {repräsentieren}. Ese carácter esforzante es una propiedad universal de las pulsiones, y aun su esencia misma” (Freud, 1915, pp117).
Tenemos la elaboración, tenemos el empuje. Volvamos a las historias… de superhéroes.
Ese grandehombre del designio parental ha recibido también la maldición del hada despechada: “antes de cumplir 16 años, se pinchará con el huso de una rueca y morirá”. ¿Habrán vencido a la muerte efectivamente los padres de la infancia? ¿Fueron entonces realmente todopoderosos?
La maldición del hada despechada toma en nuestro cuento personal la forma del esforzante asedio pulsional y su frustra búsqueda de satisfacción en aquellos objetos primordiales. Muerte y sexualidad, figuras de lo necesariamente irreconducible a la persona propia, socavan el yo-ideal, a fuerza de frustraciones y ponen al Aparato a trabajar.
Pero ¿en qué trabaja el Aparato? En la construcción de novelas y de futuro.
“El desarrollo del yo consiste en un distanciamiento respecto del narcisismo primario y engendra una intensa aspiración a recobrarlo. Este distanciamiento acontece por medio del desplazamiento de la libido a un ideal del yo impuesto desde fuera; la satisfacción se obtiene mediante el cumplimiento de este ideal” (Freud, 1914, pp. 96).
“Así como el padre había sido el primer ideal del hijo varón, ahora el poeta creaba el primer ideal del yo en el héroe que quiso sustituir al padre” (Freud, 1921, pp. 129). En un texto anterior, “El creador literario y el fantaseo”, Freud nos cuenta que es la fantasía quien engarza deseo y tiempo para crear historia e historias. Dirá “en esa marca reveladora que es la invulnerabilidad se discierne sin trabajo… a su Majestad el Yo, el héroe de todos los sueños diurnos así como de todas las novelas” (Freud, 1907, pp. 132)… Y de todos los comerciales.
El mito, o digamos la novela familiar, es en sí mismo un trabajo sobre la unidad conformada por los padres de la infancia y el niño dependiente (como en el video de la madre). Trabajo de temporalización progrediente, con dirección al futuro que en su misma producción reubica al joven respecto de su familia (siguiendo el modelo de las formaciones de compromiso) (Chantrill y Lloves, 2008).
Se tratará entonces de un trabajo, de algo a resituar por la vía de la novela (de la ficción). Del yo ideal (unido indisolublemente al narcisismo parental: los padres superhéroes inmortales más el joven superhéroe) al ideal del yo (el mito, y subrayo mito, del héroe) que posibilita activamente la separación del joven de su familia (Freud nos habla del mito del héroe como forma de separarse de la masa) habrá camino a recorrer: tiempo, acciones tanto sobre la realidad como en la fantasía y revueltas identificatorias, como decíamos con Valeria Mian en otro trabajo. Entendemos entonces como la insistencia en historiar en el sentido de novelar, permite la inscripción de aquello ajeno y extraño: muerte y diferencia sexual. Es la novela la que desidentifica los sentidos abrochados en la historia oficial, socavando, insistencia pulsional mediante, la versión parental de la vida y, sobre todo, de la inmortalidad.
Pero demos un pasito más.
Me detendré ahora en el “impuesto desde fuera” que la frase freudiana trae para dar cuenta de la búsqueda del ideal ¿Por qué impuesto desde fuera? ¿Dónde queda “afuera” para el yo ideal? En la frustración que creará el objeto en diferencia. Sabemos que sólo el desengaño fuerza a abandonar el camino alucinatorio y, con la pubertad, otra vez habrá de hacerse presente. ”Sólo la ausencia de la satisfacción esperada, el desengaño, trajo por consecuencia que se abandonase ese intento de satisfacción por vía alucinatoria. En lugar de él el Aparato psíquico debió resolverse a representar las constelaciones reales del mundo exterior y a procurar la alteración real” (Freud. 1911; pp. 224).
La segunda oleada pulsional presentifica de una vez y para siempre lo imposible tanto del reencuentro con el objeto como de la identidad perceptiva: aquel objeto satisfactor de la primera infancia se ha perdido irremediablemente.
Si son las identificaciones las que, conformando el yo, recubren la pulsante oquedad originaria, su “revolución” dejará al descubierto la orfandad angustiosa del desvalimiento… y habrá que elaborarlo en el sentido de inscribir, marcar, hacer traza. Nunca hubieron superhéroes ni inmortalidad, en todo caso, personas con recursos. Quizás de eso se trate la adolescencia: dejar de creerse un superhéroe para volverse un hombre capaz de utilizar sus recursos. Aurora, llegado el tiempo de cumplirse la maldición mortífera, dormirá (¿por qué no decir soñará?) habilitando así ese “tiempo de espera” en que ella y su contracara heroica (el príncipe) deberán darse cuenta de que sobrevivir a la maldición implica transformar el mundo: hacer historia, a veces haciéndose historia.
La destitución de ese superhéroe yo-ideal que componen el niño y los padres de la infancia, (al que se ha reinvestido para poder abandonarlo) forzada (dringen) por el asedio (bedrangung) pulsional que obliga a transformar la realidad para servirse de ella, es un duelo imposible. Como tal, deberá ejecutarse pieza por pieza, con el tiempo exigido para ello, y con la inscripción elaborativa de lo imposible del reencuentro y lo inevitable del final (la muerte). Porque sabemos que, tarde o temprano, “La inclinación a no computar la muerte en el cálculo de la vida trae por consecuencia muchas otras renuncias y exclusiones” (Freud, 1915; pp.292). Cien años durmió-soñó Aurora en su compás de espera, ¿Diez lo hacen nuestros adolescentes?
Son los cuentos, la historia y las historias las que, como supo Sherezade, van alargándonos la vida, a sabiendas de que al final siempre es la muerte quien aguarda.
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