NÚMERO 19 | Mayo 2019

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Freud dixit | Graciela Cohan

Atravesar la época adolescente en la actualidad ha dejado de ser, en muchas culturas, un momento de crisis para convertirse en un “momento ideal” al cual aspiran a llegar, cuanto antes, los niños y al que no quieren renunciar jóvenes adultos y “maduros”. Ser adolescente se ha prolongado en el tiempo; desde la perspectiva subjetiva se ha vuelto un activo consumidor y participante de las llamadas redes sociales, desde la perspectiva cultural, un ideal al cual aspirar. Si bien la idea de un adolescente que quiere seguir siendo niño y al mismo tiempo quiere ingresar en el mundo adulto pareciera un cliché un tanto antiguo, los adolescentes de hoy atraviesan complejas y muchas veces sufrientes formas de abordar esta época vital. A comienzos del Siglo XX, la adolescencia carecía de una identidad definida y no despertó un particular interés para Freud quién le dedicó a la pubertad, en cambio, el tercero de sus Ensayos sobre la vida sexual. La mirada freudiana en la pubertad pone el acento en las transformaciones reales del cuerpo sexuado que requieren del púber una reorganización psíquica, una nueva forma de equilibrar el empuje pulsional junto a los cambios corporales. Se enfrenta así a una nueva inscripción subjetiva que abarca no solamente los cambios fisiológicos, sino también las consecuencias psíquicas que esos nuevos caracteres sexuales y reproductivos implican. Vamos a revisitar algunos textos freudianos. Quizás no tan importantes desde el punto de vista metapsicológico, pero que mantienen su vigencia y son particularmente esclarecedores para no perder de vista presentaciones sintomáticas, preocupaciones existenciales y familiares propias de esta edad.

La barrera del incesto[1]

Cuando la ternura que los padres vuelcan sobre el niño ha evitado despertarle la pulsión sexual prematuramente -vale decir, antes que estén dadas las condiciones corporales propias de la pubertad-, y despertársela con fuerza tal que la excitación anímica se abra paso de manera inequívoca hasta el sistema genital, aquella pulsión puede cumplir su cometido: conducir a este niño, llegado a la madurez, hasta la elección del objeto sexual. Por cierto, lo más inmediato para el niño sería escoger como objetos sexuales justamente a las personas a quienes desde su infancia ama, por así decir, con una libido amortiguada.[2] Pero, en virtud del diferimiento de la maduración sexual, se ha ganado tiempo para erigir, junto a otras inhibiciones sexuales, la barrera del incesto, y para implantar en él los preceptos morales que excluyen expresamente de la elección de objeto, por su calidad de parientes consanguíneos, a las personas amadas de la niñez. El respeto de esta barrera es sobre todo una exigencia cultural de la sociedad: tiene que impedir que la familia absorba unos intereses que le hacen falta para establecer unidades sociales superiores, y por eso en todos los individuos, pero especialmente en los muchachos adolescentes, echa mano a todos los recursos para aflojar los lazos que mantienen »con su familia, los únicos decisivos en la infancia.[3]

Freud S. (1987). El hallazgo de objeto. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 7, p. 205). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1905).


La novela familiar de los neuróticos

En el individuo que crece, su desasimiento de la autoridad parental es una de las operaciones más necesarias, pero también más dolorosas, del desarrollo. Es absolutamente necesario que se cumpla, y es lícito suponer que todo hombre devenido normal lo ha llevado a cabo en cierta medida. Más todavía: el progreso de la sociedad descansa, todo él, en esa oposición entre ambas generaciones. Por otro lado, existe una clase de neuróticos en cuyo estado se discierne, como condicionante, su fracaso en esa tarea.

Para el niño pequeño, los padres son al comienzo la única autoridad y la fuente de toda creencia. Llegar a parecerse a ellos —vale decir, al progenitor de igual sexo—, a ser grande como el padre y la madre: he ahí el deseo más intenso y más grávido en consecuencias de esos años infantiles. Ahora bien, a medida que avanza en su desarrollo intelectual el niño no puede dejar de ir tomando noticia, poco a poco, de las categorías a que sus padres pertenecen. Conoce a otros padres, los compara con los propios, lo cual le confiere un derecho a dudar del carácter único y sin parangón a ellos atribuido. Pequeños sucesos en la vida del niño, que le provocan un talante descontento, le dan ocasión para iniciar la crítica a sus padres y para valorizar en esta toma de partido contra ellos la noticia adquirida de que otros padres son preferibles en muchos aspectos. Por la psicología de las neurosis sabemos que en esto cooperan, entre otras, las más intensas mociones de una rivalidad sexual. El paño donde se cortan tales ocasiones es evidentemente el sentimiento de ser relegado. Hartas son las oportunidades en que al niño lo relegan, o al menos él lo siente así, y en que echa de menos el amor total de sus padres, pero en particular lamenta tener que compartirlo con otros hermanitos. La sensación de que no le son correspondidas en plenitud sus inclinaciones propias se ventila luego en la idea, a menudo recordada concientemente desde la primera infancia, de que uno es hijo bastardo o adoptivo. Muchos hombres que no han devenido neuróticos suelen acordarse de tales oportunidades en que tramaron —las más de las veces influidos por lecturas— esa concepción y esa réplica respecto del comportamiento hostil de sus padres. Ahora bien, aquí se muestra ya la influencia del sexo, pues el varoncito presenta inclinación a mociones hostiles mucho más hacia su padre que hacia su madre, y se inclina con mayor intensidad a emanciparse de aquel que de esta. Puede ocurrir que la actividad fantaseadora de la niña pequeña resulte harto más débil en este punto. En tales mociones concientemente recordadas de la infancia hallamos el factor que nos posibilita entender el mito.

Rara vez recordado con conciencia, pero casi siempre pesquisable por el psicoanálisis, es el estadio siguiente en el desarrollo de esta enajenación respecto de los padres, estadio que se puede designar como novela familiar de los neuróticos. Es enteramente característica de la neurosis, como también de todo talento superior, una particularísima actividad fantaseadora, que se revela primero en los juegos infantiles y luego, más o menos desde la época de la prepubertad, se apodera del tema de las relaciones familiares. Un ejemplo característico de esta particular actividad de la fantasía son los consabidos sueños diurnos[4], que se prolongan mucho más allá de la pubertad. Una observación exacta de ellos enseña que sirven al cumplimiento de deseos, a la rectificación de la vida, y conocen dos metas principales: la erótica y la de la ambición (tras la cual, empero, las más de las veces se esconde la erótica). Pues bien, hacia la edad que hemos mencionado la fantasía del niño se ocupa en la tarea de librarse de los menospreciados padres y sustituirlos por otros, en general unos de posición social más elevada. Para ello se aprovechan encuentros casuales con vivencias efectivas (conocer al señor del castillo o al terrateniente, en el campo, o a los nobles, en la ciudad). Tales vivencias casuales despiertan la envidia del niño, envidia que luego halla expresión en una fantasía que le sustituye a sus dos padres por unos de mejor cuna. Para la técnica de llevar a cabo tales fantasías, que desde luego son concientes en esa época, interesan la destreza y el material de que el niño disponga. También importa que se las haya realizado con mayor o menor empeño por obtener verosimilitud. A este estadio se llega en una época en que el niño no tiene aún noticia de las condiciones sexuales del nacimiento.

Luego viene a sumarse la noticia sobre las condiciones sexuales diversas de padre y madre; si el niño llega a aprehender que pater semper incertus est, mientras que la madre es «certissima»[5], la novela familiar experimenta una curiosa limitación, a saber: se conforma con enaltecer al padre, no poniendo ya en duda la descendencia de la madre, considerada inmodificable. Este segundo estadio (sexual) de U novela familiar tiene por portador, además, un segundo motivo que faltaba en el primer estadio (asexual). Con la noticia sobre los procesos sexuales nace una inclinación a pintarse situaciones y vínculos eróticos en que entra como fuerza pulsional el placer de poner a la madre, que es asunto de la suprema curiosidad sexual, en la situación de infidelidad escondida y secretos enredos amorosos.[6] De esta manera, aquellas primeras fantasías, en cierto modo asexuales, son llevadas hasta la cúspide del actual discernimiento.

Por lo demás, el motivo de la venganza y la represalia, situado antes en el primer plano, también se muestra aquí. Es que son las más de las veces estos niños neuróticos los que han sido castigados por sus padres a raíz del desarraigo de malas costumbres sexuales, de lo cual se vengan mediante tales fantasías.

Muy en particular son los niños nacidos después que otros hermanos quienes mediante esas imaginerías (Dichtung} arrebatan la primacía sobre todo a los predecesores (exactamente como en las intrigas que registra la historia), y a menudo no les arredra inventar {andichten} a la madre tantos enredos amorosos como competidores haya. Una notable variante de esta novela familiar consiste en reclamar el héroe fantaseador {dichtend} para sí mismo la legitimidad, a la vez que así elimina por ilegítimos a sus otros hermanos. Y en todo esto es posible todavía que un interés particular gobierne la novela familiar, que, por su carácter polifacético y su múltiple aplicabilidad, puede establecer transacción con toda clase de afanes. De este modo el pequeño fantaseador puede eliminar mediante ella el vínculo de parentesco con una hermana’ que acaso lo atrajo sexualmente.[7]

Quien aparte la vista horrorizado ante esta corrupción del ánimo infantil, e incluso pretenda impugnar la posibilidad misma de que existan tales cosas, debe observar que todas estas imaginerías al parecer tan hostiles no llevan, en verdad, intención tan maligna y, bajo ligero disfraz, acreditan la ternura originaría del niño hacia sus padres, que se ha conservado. Sólo en apariencia son infieles y desagradecidas; en efecto, si uno escruta en los detalles las más frecuentes de esas fantasías noveladas, esa sustitución de ambos progenitores o del padre solo por unas personas más grandiosas, descubre que estos nuevos y más nobles padres están íntegramente dotados con rasgos que provienen de recuerdos reales de los padres inferiores verdaderos, de suerte que el niño en verdad no elimina al padre, sino que lo enaltece. Y aun el íntegro afán de sustituir al padre verdadero por uno más noble no es sino expresión de la añoranza del niño por la edad dichosa y perdida en que su padre le parecía el hombre más noble y poderoso, y su madre la mujer más bella y amorosa. Entonces, se extraña del padre a quien ahora conoce y regresa a aquel en quien creyó durante su primera infancia; así, la fantasía no es en verdad sino la expresión del lamento por la desaparición de esa dichosa edad. Por tanto, la sobrestimación de los primeros años de la infancia vuelve a campear por sus fueros en estas fantasías. Una interesante contribución a este tema proviene del estudio de los sueños. En efecto, su interpretación enseña que aun en años posteriores el emperador y la emperatriz, esas augustas personalidades, significan en los sueños padre y madre.[8] Por consiguiente, la sobrestimación infantil de los padres se ha conservado también en el sueño del adulto normal.

Freud S. (1986). La novela familiar de los neuróticos. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 9, pp. 213-220). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado (1909 [1908]).

Notas al pie

[1] Este subtítulo fue omitido, probablemente por error, en las ediciones posteriores a 1924.

[2] Nota agregada en 1915. Cf. lo dicho sobre la elección de objeto en los niños y la «corriente tierna».

[3] Nota agregada en 1915. La barrera del incesto se cuenta probablemente entre las adquisiciones históricas de la humanidad, y, al igual que otros tabúes morales, quizás esté fijada en muchos individuos por herencia orgánica. (Cf. mi trabajo Tótem y tabú, 1912-13.) Empero, la indagación psicoanalítica muestra la intensidad con que los individuos deben luchar aún contra la tentación del incesto en las diversas etapas de su desarrollo, y la frecuencia con que lo trasgreden en sus fantasías y aun en la realidad. – Si bien esta es la primera vez que el «horror al incesto» aparece en una publicación de Freud, él ya lo había examinado el 31 de mayo de 1897 (Freud, 1950a, manuscrito N), AE, 1, pág. 299, o sea, algunos meses antes que tuviera su primera revelación del complejo de Edipo. También en ese manuscrito da razón de él aduciendo como fundamento el hecho de que el incesto es «antisocial»

[4] Cf. «Las fantasías histéricas y su relación con la bisexualidad» (1908a), donde se hallará una referencia a la bibliografía sobre el tema.

[5] «El padre es siempre incierto, la madre es certísima», antigua fórmula jurídica.

[6] Freud retorna esto en «Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre» (1910b), AE, 11, págs. 164-5.

[7] Encontramos mencionado esto último en la carta a Fliess del 20 de junio de 1898 (Freud, 1950a, Carta 91).

[8] Véase mi libro La interpretación de los sueños. AE, 5, pág. 359

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Graciela Cohan

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