Manuscrito K[1]. Las neurosis de defensa (Un cuento de Navidad)
(1º de enero de 1896)
Existen cuatro tipos y muchas formas. Sólo puedo establecer una comparación entre histeria, neurosis obsesiva y una forma de la paranoia. Tienen diversas cosas en común. Son aberraciones patológicas de estados afectivos psíquicos normales: del conflicto (histeria), del reproche (neurosis obsesiva), de la mortificación (paranoia), del duelo (amentia alucinatoria aguda). Se distinguen de estos afectos por no llevar a tramitación alguna, sino al daño permanente del yo. Sobrevienen con las mismas ocasiones que sus afectos-modelo, toda vez que la ocasión cumpla además dos condiciones: que sea de índole sexual y suceda en el período anterior a la madurez sexual (condiciones de la sexualidad y del infantilismo). Sobre condiciones referentes a la persona no he llegado a saber nada nuevo; en general, diría que la herencia es una condición adicional que facilita y acrecienta el afecto patológico; es, por tanto, aquella condición que posibilita sobre todo las gradaciones de lo normal hasta lo extremo. No creo que la herencia comande la elección de la neurosis de defensa.
Existe una tendencia defensiva normal, o sea, la repugnancia a guiar la energía psíquica de suerte que genere displacer. Esta tendencia, que se entrama con las constelaciones más fundamentales del mecanismo psíquico (ley de la constancia), no puede ser vuelta contra percepciones, pues estas saben conquistarse atención (atestiguada por conciencia); sólo cuenta contra recuerdo y representaciones de pensar. Es inocua toda vez que se trate de representaciones que en su tiempo estuvieron enlazadas con displacer, pero son incapaces de cobrar un displacer actual (diverso del recordado); y en este caso, por otra parte, puede ser superada por un interés psíquico.
En cambio, la inclinación de defensa se vuelve nociva cuando se dirige contra representaciones que pueden desprender un displacer nuevo también siendo recuerdos[2], como es el caso de las representaciones sexuales. Es que aquí se realiza la única posibilidad de que, con efecto retardado (nachträglich}, un recuerdo produzca un desprendimiento más intenso que a su turno la vivencia correspondiente[3]. Para ello sólo hace falta una cosa: que entre la vivencia y su repetición en el recuerdo se interpole la pubertad, que tanto acrecienta el efecto del despertar {de aquella}. El mecanismo psíquico no parece preparado para esta excepción, y por eso, si se ha de quedar exento de las neurosis de defensa, es condición que antes de la pubertad no se produzca ninguna irritación sexual importante, aunque es cierto que el efecto de esta tiene que ser acrecentado hasta una magnitud patológica por una predisposición hereditaria.
(En este punto se ramifica un problema colateral. ¿A qué se debe que bajo condiciones análogas se genere perversidad o, simplemente, inmoralidad en lugar de neurosis?[4])
Debemos sumirnos hasta lo profundo del enigma psicológico si pretendemos inquirir de dónde proviene el displacer que una estimulación sexual prematura está destinada a desprender, y sin el cual no se explicaría una represión {esfuerzo de desalojo}. La respuesta más inmediata invocará que vergüenza y moralidad son las fuerzas represoras, y que la vecindad natural de los órganos sexuales infaltablemente despertará también asco a raíz de la vivencia sexual[5]. Donde no existe vergüenza alguna (como en el individuo masculino), donde no se gesta ninguna moral (como en las clases inferiores del pueblo), donde el asco es embotado por las condiciones de vida (como en el campo), no hay ninguna represión, y ninguna neurosis será la consecuencia de la estimulación sexual infantil. Me temo, sin embargo, que esta explicación no saldría airosa de un examen más profundo. No creo que el desprendimiento de displacer a raíz de vivencias sexuales subsiga a la injerencia casual de ciertos factores de displacer. La experiencia cotidiana enseña que con un nivel de libido suficientemente alto, no se siente asco y la moral es superada, y yo creo que la génesis de vergüenza se enlaza con la vivencia sexual mediante un nexo más profundo. Mi opinión es que dentro de la vida sexual tiene que existir una fuente independiente de desprendimiento de displacer; presente ella, puede dar vida a las percepciones de asco, prestar fuerza a la moral, etc. Me atengo al modelo de la neurosis de angustia del adulto, donde, de igual modo, una cantidad proveniente de la vida sexual causa una perturbación dentro de lo psíquico, cantidad que en otro caso habría hallado diverso empleo dentro del proceso sexual. Mientras no exista una teoría correcta del proceso sexual, permanecerá irresuelta la pregunta por la génesis del displacer eficaz en la represión.
La trayectoria de la enfermedad en las neurosis de represión es en general siempre la misma. 1) La vivencia sexual (o la serie de ellas) prematura, traumática, que ha de reprimirse. 2) Su represión a raíz de una ocasión posterior que despierta su recuerdo, y así lleva a la formación de un síntoma primario. 3) Un estadio de defensa lograda, que se asemeja a la salud salvo en la existencia del síntoma primario. 4) El estadio en que las representaciones reprimidas retornan, y en la lucha entre estas y el yo forman síntomas nuevos, los de la enfermedad propiamente dicha; o sea, un estadio de nivelación, de avasallamiento o de curación deforme. [6]
Las diferencias principales entre las diversas neurosis se muestran en el modo en que las representaciones reprimidas retornan; otras se muestran en el modo de la formación de síntoma y del decurso. El carácter específico de las diversas neurosis reside, empero, en cómo es llevada a cabo la represión.
El proceso más trasparente es para mí el de la neurosis obsesiva, porque he tomado mejor noticia de él.
Freud, S. (1950 [1892-99]): «Fragmentos de la correspondencia con Fliess»,A. E., I, páginas 260-263.
———————-
Presentación autobiográfica
Ya consigné que la investigación de los ocasionamientos y bases de la neurosis llevaba, con frecuencia cada vez mayor, a discernir conflictos entre las mociones sexuales de la persona y las resistencias frente a la sexualidad. En la busca de las situaciones patógenas en que habían sobrevenido las represiones de la sexualidad, y de las que surgieron los síntomas como formaciones sustitutivas de lo reprimido, nos vimos llevados a épocas cada vez más tempranas de la vida del enfermo, hasta llegar, por fin, a su primera infancia. Resultó lo que poetas y conocedores del hombre habían afirmado siempre, a saber, que las impresiones de estos períodos iniciales de la vida, si bien las más de las veces caían bajo la amnesia, dejaban tras sí huellas indelebles en el desarrollo del individuo y, en particular, establecían la predisposición a contraer más tarde una neurosis. Ahora bien, como en esas vivencias infantiles se trataba siempre de excitaciones sexuales y de la reacción frente a estas, nos enfrentamos con el hecho de la sexualidad infantil, que, a su vez, significaba una novedad y una contradicción a vino de los más arraigados prejuicios de los seres humanos. En efecto, se consideraba «inocente» a la infancia, exenta de concupiscencias sexuales, y que la lucha contra el demonio «sensualidad» se entablaba sólo con el «Sturm und Drang» de la pubertad. Los quehaceres sexuales que no habían podido menos que percibirse ocasionalmente en niños eran considerados signos de degeneración, corrupción prematura o curiosos caprichos de la naturaleza. Pocas de las averiguaciones del psicoanálisis han suscitado una desautorización tan universal, un estallido de indignación tan grande, como el aserto de que la función sexual arranca desde el comienzo mismo de la vida y ya en la infancia se exterioriza en importantes fenómenos. Y no obstante, ningún otro descubrimiento analítico es susceptible de una prueba tan fácil y completa.
Antes de profundizar en la apreciación de la sexualidad infantil, debo mencionar un error en que caí durante un tiempo y que pronto se habría vuelto funesto para toda mi labor. Bajo el esforzar a que los sometía mi procedimiento técnico de aquella época, la mayoría de mis pacientes reproducían escenas de su infancia cuyo contenido era la seducción sexual por un adulto. En las mujeres, el papel del seductor se atribuía casi siempre al padre. Di crédito a estas comunicaciones y supuse, en consecuencia, que en esas vivencias de seducción sexual durante la infancia había descubierto las fuentes de las neurosis posteriores. Algunos casos en que vínculos de esa índole con el padre, un tío o un hermano mayor habían continuado hasta la época de la que se tiene recuerdo cierto me corroboraron en mi creencia. Si alguien sacude la cabeza con desconfianza ante mi credulidad, no podría yo decirle que anda del todo descaminado, pero aduciré que era la época en que acallaba mi crítica a fin de volverme imparcial y receptivo frente a las muchas novedades que diariamente me salían al paso. Cuando después hube de discernir que esas escenas de seducción no habían ocurrido nunca y eran sólo fantasías urdidas por mis pacientes, que quizá yo mismo les había instilado, quedé desconcertado un tiempo.[7] Mi confianza en mi técnica así como en sus resultados recibió un duro golpe; y no obstante, yo había obtenido esas escenas por un camino técnico que consideraba acertado, y su contenido presentaba un nexo inequívoco con los síntomas de los que había partido mi indagación. Cuando me sosegué, extraje de mi experiencia las conclusiones correctas, a saber, que los síntomas neuróticos no se anudaban de manera directa a vivencias efectivamente reales, sino a fantasías de deseo, y que para la neurosis valía más la realidad psíquica que la material. Tampoco creo hoy que yo instilara, «sugiriera», a mis pacientes aquellas fantasías de seducción. En ellas me topé por vez primera con el complejo de Edipo, destinado a cobrar más tarde una significación tan eminente, pero al que todavía no supe discernir en ese disfraz fantástico. Por lo demás, la seducción en la infancia conserva su parte en la etiología, aunque en escala más modesta. Empero, los seductores eran las más de las veces niños mayores.
Mi error había sido entonces como el de alguien que tomara por verdad histórica la leyenda de la monarquía romana según la refiere Tito Livio, en vez de considerarla como lo que es: una formación reactiva frente al recuerdo de épocas y circunstancias mezquinas, probablemente no siempre gloriosas. Aclarado el error, quedaba expedito el camino para el estudio de la vida sexual infantil. Así se llegó a aplicar el psicoanálisis a otro ámbito del saber, y a colegir a partir de sus datos un fragmento, desconocido hasta entonces, del acontecer biológico.
Freud, S. (1925 [1924]): «Presentación autobiográfica», A. E., XX, páginas 31-33.
———————-
Pulsiones parciales
En lo demás, la influencia de la seducción no ayuda a descubrir la condición inicial de la pulsión sexual, sino que confunde nuestra intelección de ella, en la medida en que aporta prematuramente al niño el objeto sexual, del cual la pulsión sexual infantil no muestra al comienzo necesidad alguna. De cualquier manera, tenemos que admitir que también la vida sexual infantil, a pesar del imperio que ejercen las zonas erógenas, muestra componentes que desde el comienzo envuelven a otras personas en calidad de objetos sexuales. De esa índole son las pulsiones del placer de. ver y de exhibir, y de la crueldad. Aparecen con cierta independencia respecto de las zonas erógenas, y sólo más tarde entran en estrechas relaciones con la vida genital[8]; pero ya se hacen notables en la niñez como unas aspiraciones autónomas, separadas al principio de la actividad sexual erógena. Sobre todo, el niño pequeño carece de vergüenza, y en ciertos años tempranos muestra una inequívoca complacencia en desnudar su cuerpo poniendo particular énfasis en sus genitales. El correspondiente de esta inclinación considerada perversa, la curiosidad por ver los genitales de otras personas, probablemente se hace manifiesto sólo algo más avanzada la niñez, cuando el escollo del sentimiento de vergüenza ya se ha desarrollado en alguna medida[9]. Bajo la influencia de la seducción, la perversión de ver puede alcanzar gran importancia para la vida sexual del niño. No obstante, mis exploraciones de la niñez de personas sanas y de neuróticos me han llevado a concluir que la pulsión de ver puede emerger en el niño como una exteriorización sexual espontánea. Niños pequeños cuya atención se dirigió alguna vez a sus propios genitales -casi siempre por vía masturbatoria- suelen dar sin contribución ajena el paso ulterior, y desarrollar un vivo interés por los genitales de sus compañeritos de juegos. Puesto que la ocasión para satisfacer esa curiosidad se presenta casi siempre solamente al satisfacer las dos necesidades excrementicias, esos niños se convierten en voyeurs, fervientes mirones de la micción y la defecación de otros. Sobrevenida la represión de estas inclinaciones, la curiosidad de ver genitales de otras personas (de su propio sexo o del otro) permanece como una presión martirizante, que en muchos casos de neurosis presta después la más potente fuerza impulsora a la formación de síntoma.
Con independencia aún mayor respecto de las otras prácticas sexuales ligadas a las zonas erógenas, se desarrollan en el niño los componentes crueles de la pulsión sexual. La crueldad es cosa enteramente natural en el carácter infantil; en efecto, la inhibición en virtud de la cual la pulsión de apoderamiento se detiene ante el dolor del otro, la capacidad de compadecerse, se desarrollan relativamente tarde. Es notorio que no se ha logrado todavía el análisis psicológico exhaustivo de esta pulsión. Nos es lícito suponer que la moción cruel proviene de la pulsión de apoderamiento y emerge en la vida sexual en una época en que los genitales no han asumido aún el papel que desempeñarán después. Por tanto, gobierna una fase de la vida sexual que más adelante describiremos como organización pregenital[10]. Niños que se distinguen por una particular crueldad hacia los animales y los compañeros de juego despiertan la sospecha, por lo común confirmada, de una práctica sexual prematura e intensa proveniente de las zonas erógenas; y en casos de madurez anticipada y simutánea de todas las pulsiones sexuales, la práctica sexual erógena parece ser la primaria. La ausencia de la barrera de la compasión trae consigo el peligro de que este enlace establecido en la niñez entre las pulsiones crueles y las erógenas resulte inescindible más tarde en la vida.
Desde las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau, la estimulación dolorosa de la piel de las nalgas ha sido reconocida por todos los pedagogos como una raíz erógena de la pulsión pasiva a la crueldad (del masoquismo). Con acierto han deducido de ahí la exigencia de que el castigo corporal, que casi siempre afecta a esta parte del cuerpo, debe evitarse en el caso de todos aquellos niños cuya libido, por los posteriores reclamos de la educación cultural, pueda ser empujada hacia las vías colaterales.[11]
Freud, S. (1905): «Tres ensayos de teoría sexual», A. E., VII, páginas 174-176.
———————-
Creo que, por extraño que suene, habría que ocuparse de la posibilidad de que haya algo en la naturaleza de la pulsión sexual misma desfavorable al logro de la satisfacción plena. De la prolongada y difícil historia de desarrollo de esta pulsión se destacan enseguida dos factores a los que se podría responsabilizar de esa dificultad. En primer lugar, a consecuencia de la acometida de la elección de objeto en dos tiempos separados por la interposición de la barrera del incesto, el objeto definitivo de la pulsión sexual ya no es nunca el originario, sino sólo un subrogado de este. Ahora bien, he aquí lo que nos ha enseñado el psicoanálisis: toda vez que el objeto originario de una moción de deseo se ha perdido por obra de una represión, suele ser subrogado por una serie interminable de objetos sustitutivos, de los cuales, empero, ninguno satisface plenamente. Acaso esto nos explique la falta de permanencia en la elección de objeto, el «hambre de estímulo»[12] que tan a menudo caracteriza la vida amorosa de los adultos.
En segundo lugar, sabemos que la pulsión sexual se descompone al principio en una gran serie de componentes -más bien proviene de ellos-, no todos los cuales pueden ser acogidos en su conformación ulterior, sino que deben ser sofocados antes o recibir otro empleo. Sobre todo los elementos pulsionales coprófilos demuestran ser incompatibles con nuestra cultura estética, probablemente desde que al adoptar la marcha erecta apartamos de la tierra nuestro órgano olfatorio[13]; lo mismo vale para buena parte de las impulsiones sádicas que pertenecen a la vida amorosa. Pero todos esos procesos de desarrollo sólo atañen a los estratos superiores de la compleja estructura. Los procesos fundamentales que brindan la excitación amorosa no han cambiado. Lo excrementicio forma con lo sexual una urdimbre demasiado íntima e inseparable, la posición de los genitales -inter urinas et faeces- sigue siendo el factor decisivo e inmutable. Podría decirse aquí, parodiando un famoso dicho del gran Napoleón: «La anatomía es el destino»[14]. Los genitales mismos no han acompañado el desarrollo hacia la belleza de las formas del cuerpo humano; conservan un carácter animal, y en el fondo lo es tanto el amor hoy como lo fue en todo tiempo. Las pulsiones amorosas son difíciles de educar, y su educación consigue ora demasiado, ora demasiado poco. Lo que la cultura pretende hacer con ellas no parece asequible sin seria aminoración del placer, y la pervivencia de las mociones no aplicadas se expresa en el quehacer sexual como insatisfacción.
Por todo ello, acaso habría que admitir la idea de que en modo alguno es posible avenir las exigencias de la sexualidad con los requerimientos de la cultura, y serían inevitables la renuncia y el padecimiento, así como, en un lejano futuro, el peligro de extinción del género humano a consecuencia de su desarrollo cultural. Es verdad que esta sombría prognosis descansa en una única conjetura: la insatisfacción cultural sería la necesaria consecuencia de ciertas particularidades que la pulsión sexual ha cobrado bajo la presión de la cultura. Ahora bien, esa misma ineptitud de la pulsión sexual para procurar una satisfacción plena tan pronto es sometida a los primeros reclamos de la cultura pasa a ser la fuente de los más grandiosos logros culturales, que son llevados a cabo por medio de una sublimación cada vez más vasta de sus componentes pulsionales. En efecto, ¿qué motivo tendrían los seres humanos para dar otros usos a sus fuerzas pulsionales sexuales si de cualquier distribución de ellas obtuvieran una satisfacción placentera total? Nunca se librarían de ese placer y no producirían ningún progreso ulterior. Parecería, pues, que la insalvable diferencia entre los requerimientos de ambas pulsiones -las sexuales y las egoístas- habilitara para logros cada vez más elevados, es verdad que bajo una permanente amenaza (a la que en el presente sucumben los más débiles) en la forma de la neurosis.
Freud, S. (1912): «Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa (Contribuciones a la psicología del amor, II)», A. E., XI, páginas 182-183.
Comentarios