Borges escribió un poema, titulado «Las causas» que dice entre sus primeros versos: «Los ponientes y las generaciones. Los días y ninguno fue el primero. La frescura del agua en la garganta de Adán. El ordenado paraíso. El ojo descifrando la tiniebla. El amor de los lobos en el alba. La palabra. El hexámetro. El espejo. La torre de Babel y la soberbia. La luna que miraban los caldeos». Y así continúa enumerando y enumerando, para concluir en su último verso: «Se precisaron todas esas cosas para que nuestras manos se encontraran».
¿Cuántas variables, cuántas instancias…? ¿Qué porcentaje de azar y cuál de determinismo se precisan para dar forma a una experiencia? ¿Cuándo se inicia dicha experiencia, si es que entre la mismísima historia de la humanidad, cual evoca Borges en sus palabras, pudiese recortarse un punto de partida? Tal vez no LA experiencia, sino UNA experiencia —una entre muchas otras posibles— LA MÍA, se inicie el día en que se me ocurrió escribir un trabajo para presentar en un concurso; o quizás, por qué no, en el momento en el que empecé la formación en psicoanálisis en esta institución… o quién sabe, si no fue cuando soñé por primera vez —hace muchos, muchos años— conocer la cuna de civilización andina que es Machu Picchu.
Pero para darle un borde a este relato, tomemos como punto de partida la fecha del 29 de marzo del 2015, día en que recibí el siguiente correo electrónico: «Estimado Rizoma: En nombre del Comité organizador es muy grato informarle que su trabajo “Un analista en formación en el siglo xxi” ha sido elegido como el trabajo ganador del Concurso de estudiantes Jorge Rosa. Reciba nuestras felicitaciones y el deseo de encontrarnos pronto en el congreso».
Rizoma era el seudónimo que había elegido para mandar el trabajo al concurso; un concepto tomado de Deleuze y Guatarri con el que intentaba inscribir algo de lo múltiple, de lo inacabado, y de la polifonía de voces que atravesaban el escrito. En aquel entonces, partí de la sospecha de que uno de los mayores desafíos para la tarea psicoanalítica se encuentra allí donde habita lo que presente en la escena, escapa a las posibilidades de apalabrarse. Y en tal dirección, me había propuesto reflexionar sobre el siguiente interrogante: ¿qué de lo que tenemos delante los analistas de hoy podría estar quedando por fuera del campo de la palabra (y tal vez de la elaboración) configurándose como un punto ciego que obtura nuestra escucha?
Y así es que, paradoja mediante, habiendo escrito en aquel entonces justamente sobre el orden de lo inefable, me encuentro aquí, hoy, intentando dar cuenta de una de las experiencias más enriquecedoras que me tocó vivir y, aun así, con la irrevocable sensación de no poder traducirla en palabras y con recuerdos de ella que sólo aparecen como impresiones fragmentarias y discontinuas difíciles de sintetizar.
Intuyo que esto podría indicar al menos dos distancias posibles: la que existe entre una experiencia y su recuerdo y la que media entre esta misma y su relato (al modo de las tres instancias que implican el sueño, el recuerdo del mismo y su relato posterior).
Respecto al primer supuesto (al de la distancia entre una experiencia y su recuerdo), ya Freud nos advertía, en la «Carta 52», que la memoria no preexiste de manera simple, sino múltiple; decía: «De tiempo en tiempo el material preexistente de huellas mnémicas experimenta un reordenamiento según nuevos nexos, una retrascripción». Así pues, quizás se explique el carácter variable, esquivo, cuasi onírico que adquiere la experiencia de Perú en mi memoria; la posibilidad de evocarla no más que por una suerte de elaboración secundaria, a la cual —según palabras del mismo autor, en la Interpretación de los sueños— «Le compete poner en orden ese material, establecer relaciones y adecuarlo a la expectativa de una trama inteligible».
En lo que refiere a la distancia entre una experiencia y la posibilidad de hacer de ella un relato, podemos ubicar una primera pista en el nombre de la mesa que nos convoca hoy. La misma no se titula «FLAPPSIP, la experiencia intercultural», sino «FLAPPSIP, MARCAS DE la experiencia intercultural». ¿Querrá indicar ese «marcas de» que hay algo de esa matriz originaria que está necesaria e irremediablemente perdido? ¿Será que aún con su carácter revolucionario y transformador, la palabra tiene sus límites?
A lo mejor se trate de aquel límite al cifrado —en tanto lo que se ubica por fuera del discurso— que Freud metaforizó como el ombligo del sueño, y al que definió como el lugar en que se asienta lo no conocido. Posiblemente a ello se refirió Lacan cuando expresaba lo siguiente: «Hay en todo sueño, dice Freud, un punto absolutamente inasequible, que pertenece al dominio de lo desconocido: lo llama “ombligo del sueño”. No hacemos hincapié en estas cosas de su texto probablemente porque creemos que son poesía. Pues no. Esto quiere decir que hay un punto que no es aprehensible en el fenómeno: el punto de surgimiento de la relación del sujeto con lo simbólico. Lo que denomino “ser” es esa última palabra, por cierto no accesible para nosotros en la posición científica, pero cuya dirección está indicada en los fenómenos de nuestra experiencia».
Todo parece indicar, entonces, que sólo si sabemos tolerar que la representación no es totalmente representable —que el signo no representa cabalmente a la cosa en su ausencia— podemos acercarnos a la experiencia por medio de sus representantes representativos (al modo del horizonte o de la utopía que siempre se alejan un poco más). Una experiencia, además, como algo a lo que uno arriba, no desde lo que uno parte… si no en la línea de las construcciones a posteriori.
Ahora bien, a esta altura de las circunstancias, ustedes ya se podrán preguntar: ¿Y a qué vienen tantas, pero tantas aclaraciones si en definitiva sólo se trata de contar cómo escribió un trabajo, que lo presentó en un concurso y que viajó a un congreso en Lima a presentarlo?
Parece ser que, si bien aquel congreso de FLAPPSIP se llamaba «Los desafíos en la escucha en el siglo XXI», el camino ulterior me enseñó aún más sobre los desafíos en el apalabrar, en el evocar y el trasmitir. Quizás porque desde el momento en el que puse un pie en Lima supe que esa experiencia desbordaba en absoluto lo académico; que se trataba más bien de dejarse interpelar por otros: otros saberes, otras culturas, otras historias, otras miradas, otras preguntas, otras tonadas. Y así, como decía Ricardo Rodulfo: «En ese perpetuo movimiento de descomposición y reconstrucción se gesta la posibilidad de lo nuevo, que no es el quedarse “sin” algo, o con algo destruido y sin recambio; antes bien, aquella rotura resulta ser la precondición de una nueva producción».
Ya llegando al final del recorrido, nos acercamos así —en nombre de lo que deviene del encuentro con la alteridad que interpela y enriquece— al concepto de transcultural, definido por Malinowski como «El proceso en el cual emerge una nueva realidad, compuesta y compleja; una realidad que no es una aglomeración mecánica de caracteres, ni siquiera un mosaico, sino un fenómeno nuevo, original e independiente».
«Donde fueres haz lo que vieres», dice el proverbio español. Donde yo fui vi colegas de Argentina, Brasil, Chile, México, Perú y Uruguay pensado e intercambiado, con una mirada comprometida y cálida a la vez, sobre las problemáticas actuales del psicoanálisis. También vi paisajes hermosos y colores intensos, acompañados de sabores únicos y sonidos inolvidables. Algo de todo eso, espero haber transmitido hoy.
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