NÚMERO 27 | Mayo 2023

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Escrituras y silencios | Aníbal Repetto

El autor de El potrero de los silencios nos invita a pensar acerca de la escritura como modo de procesar las cantidades que amenazan al aparato psíquico. Comparte con nosotros parte del proceso creativo. Tanto el autor como el protagonista de la novela, a través de las palabras escritas, buscan dar respuesta a enigmas existenciales. Este trabajo fue leído el 8 de noviembre de 2022 en el espacio «Psicoanalistas dialogando con las letras» organizado por la Comisión de Cultura de la AEAPG.

 Incluso me divierte imaginar por escrito

cosas que solamente pensadas

en una de esas se te atoran en la garganta,

sin hablar de los lagrimales;

me veo desde las palabras como si fuera otro,

puedo pensar cualquier cosa

siempre que enseguida lo escriba”

Cortázar, en «Liliana llorando»[1]

 

Yo siempre preferí ser la pulga en el león.

Teodoro, en El potrero de los silencios[2]

 

Pienso la escritura habitando en dos dimensiones: escribir para decir y escribir para acallar; como fuga y refugio, en palabras de Pessoa[3]. En ambos casos, la escritura es indisociable del silencio. Al decir escrituras y silencios, lo importante no está en ninguno de los términos, sino en la conjunción que les da entidad a ambos.

El sonido se transforma en ruido o en melodía en función del modo en que lo organicemos y signifiquemos; y esa organización no es sin el silencio de sostén. El silencio como el canto de una moneda, articulando la cara del ruido en la seca de la palabra. «Muy poco es el silencio, frente a tanto ruido, y sin embargo le da vida», dice un pequeño poema que escribí hace unos años.

El silencio no se trata de la negación del sonido, sino de la promesa de su existencia. Es el silencio entre dos palabras lo que permite la coherencia de un texto.

«Cuando las zonas visibles del lenguaje matan a las zonas invisibles (las entrelíneas) el discurso pierde su potencia original y se anula a sí mismo en el acto de su ejecución», plantea Luis Gruss[4].

El proceso secundario no solo se sirve de palabras, sino de los silencios que las articulan para que puedan decir algo. Cada palabra transporta un silencio que la precede y uno que da paso a la próxima. Es el grito de «si-len-cio» del profesor Jirafales lo que habilita la palabra de El Chavo, y lo convierte en «maistro longaniza». Es en el silencio donde se encuentra la verdadera polisemia, porque es el que hace posible cualquier palabra. «Nunca comprendí que el punto, más que poner un final, habilita a una nueva frase», dice Teodoro[5], protagonista de El potrero de los silencios

A diferencia de la palabra hablada, la escrita cede el poder del silencio al lector, quien no solo se adueña de la cadencia rítmica que encadena las palabras, sino que, el significado que este otorgue a la palabra ya leída, va a influir inevitablemente en el de la palabra por venir. Palabra que antes de arribar ya es anticipada por el lector. Allí se constituye uno de los retos del escritor: lograr el equilibrio entre lo esperable y la sorpresa, pero no en la trama, sino en la palabra en sí.

Pero el silencio es un imposible. Una aspiración destinada al fracaso. En principio porque, a diferencia del resto de los sentidos, el oído no puede cancelarse. El oído no cierra por vacaciones.

Podríamos pensar en la construcción de una habitación silenciosa. Microsoft ya lo hizo. Construyó el lugar más silencioso de la tierra, disminuyendo el sonido a -20,6 dB (pensemos que el choque de las moléculas de aire a temperatura ambiente genera un sonido de -24 dB). Una habitación en la cual, al dejar de respirar, puede oírse el latido cardiaco, el roce entre los huesos, y el fluir de la sangre (parece una de Stephen King). Quizás, el ingeniero que la diseñó no leyó a Freud, quien dejó bien en claro que de los estímulos exteriores se puede huir, pero con los estímulos internos, agua y ajo (a aguantarse y a joderse —en alemán suena menos ordinario—).

No hay silenciamiento posible de lo pulsional, lo que no implica que abandonemos el intento por lograr acallar ese aguijón que nos amenaza constantemente. «Asisto al inagotable fluir del murmullo», es el desgarrador grito de Pizarnik[6]. Por eso, deberíamos hablar de silencios en plural. Porque si bien El Silencio, con mayúsculas, no es posible, si lo son esos pequeños silencios parciales, esas pequeñas batallas ganadas que nos permiten, cada tanto, tirarnos un rato en el sillón a ver una película con un vaso de buen whisky.

Y, así como hablamos de silencios, hablamos de escrituras, también en plural. Porque la escritura, como artimaña que intenta silenciar la pulsión, de igual forma está destinada al fracaso y, por lo tanto, tampoco existe en mayúsculas. Y, ahí, tenemos todas las escrituras parciales, mártires de batallas en las que han logrado rodear a ese enemigo invisible e incapturable. Rodeo continuo que requiere, todo el tiempo, de nuevas escrituras que se lancen a la aventura.

Neruda define el proceso de escribir como un modo de exorcizar las criaturas invasoras y proyectarlas a una condición en la cual les da existencia universal. Un intento por desprenderse de manera absoluta de su criatura «[…] exorcizándola en la única forma en que le era dado hacerlo: escribiéndola»[7]..

En el Congreso de la AEAPG[8] del año pasado, presenté un trabajo titulado «Las jirafas no escriben poesía». Y no es que no lo hagan porque no sepan escribir o no les guste la poesía; de hecho, conozco algunas que suelen juntarse a leer con los unicornios en la esquina de mi barrio (las vecinas les tienen miedo, pero son buenos pibes). No lo hacen porque carecen de ese fuego que amenaza con incinerarnos si no le damos una vía de escape. «Es lo que quema lo que produce la grandeza de la tragedia, y no el hecho de apagar el fuego», dice Silvia Bleichmar [9].

Teodoro es poeta, y nos cuenta como el contenido de su escritura es secundario, y hasta desechable, respecto de la urgencia por abrir la válvula silenciadora de las cantidades que lo amenazan.

Escribir:

[…] no es algo que me proponga de antemano sino que viene de golpe, como una necesidad que no puedo refrenar. Una especie de sopapo de palabras […] Siento que si no escribo eso que de repente me vino a la cabeza, voy a explotar por algún lado […] No se trata de algo que se instala lentamente, con paciente espera hasta yo tenga tiempo libre para escribirlo. Nada de eso; explota de repente y urge ser escrito en lo inmediato, sin importar que esté haciendo en ese momento. No por temor a olvidarme, sino porque apremia por ser plasmado en papel. Y usted no se imagina el alivio que se siente luego. A veces pienso que no sé si disfruto más de lo que escribí, o del alivio por haberme sacado esa emergencia de encima. Porque una vez escrito ya está ahí, puedo leerlo, modificarlo, tirarlo a la basura, que la sensación es diferente; ya hay calma.

Es en ese jugar con las palabras que me es posible trascenderlas y así estar más cerca de la imposible tarea de dar caza a los diferentes enigmas a los que me somete la existencia. Letras convocadas por un hueco que se apropia e inunda todo el espacio posible, y en cuya atracción rompe todo nexo lógico mediante el cual la racionalidad pretende esclavizarlas. Palabras que nunca antes estuvieron y a las cuales el verso les ofrece el límite de una existencia a la cual asomarse. Versos que son apenas el devenir tortuoso de esos enigmas que, en tanto indecibles, en tanto exceso desconcertante, nunca habrán de ser alcanzados; pero que la poesía me permite rodear, experimentar, y a partir de allí dar curso a nuevos poemas que vayan tras los nuevos enigmas que los previos develan y velan. La promesa de una palabra que no llega, y a su encuentro acuden otras; en cuyo fracaso reside su belleza. Porque el encanto de la poesía reside en su naufragio. En esa palabra que está donde debiera estar otra, a la cual no logra reemplazar y a la vez deja hundida en el olvido. Quizás para siempre. Quizás para nunca.

Es en la poesía el único lugar donde logro jugar libremente, sin sentir que algo se me impone, sin percibir un mandato que espera mi respuesta. Ese extraordinario espacio en el cual puedo liberarme de mis estructuras y jugar sin esperar que otro me abra la puerta. Porque abrir la puerta para ir a jugar implica un juego burocratizado. El jugar implica salir por la ventana, pero sin saber que se va a salir, solo encontrarse saliendo, lanzado a la conquista de lo impensable. Conquistando a pura prepotencia de sorpresa el espacio en blanco que no cesa de crearse bajo la última letra, que por su culpa ya nunca será la última. Bailoteo caprichoso que lanza cada mancha de tinta sobre la siguiente, arrebatándole todo punto de anclaje.  

La poesía me lleva a ese punto de sinsentido cuasi último, y al liberar la palabra, me libera. Me permite convocarme y a la vez no acudir a la cita. Un poema para hacer posible al siguiente, de eso se trata para mí la existencia.

Teodoro escribe clamando silencio. Es lo único que le permite callar el ruido permanente que reverbera en su cabeza. Al ruido caótico que lo acucia, le responde creando uno organizado. Una composición del caos, en el decir de Deleuze[10].  Escape del ruido que lo enfrenta al único Silencio posible: la muerte.

Acallar lo pulsional y la muerte, dos vertientes del silencio en íntima articulación. Algo que magníficamente ilustró Borges en «El inmortal»[11]: «El silencio era hostil y casi perfecto».

Barthes[12] dice que, en cuanto un hecho pasa a ser relatado, no con la función de actuar directamente sobre lo real, sino con el único fin del ejercicio simbólico, la voz pierde su origen y el autor entra en su propia muerte y da comienzo a la escritura. Aparece, allí, el peor de los silencios, aquel que experimenta el escritor cuando su personaje principal, ese que le viene robando el sueño, le dice: «callate y seguí escribiendo lo que te digo».

Notas al pie

[1] Cortazar, J. (1974) Liliana llorando, p. 2. En Octaedro. Alfaguara.

[2] Repetto, A. (2021) El potrero de los silencios, p. 10. Buenos Aires: Ed. Barenhaus.

[3] Pessoa, F. (2013) Libro del desasosiego. Barcelona : Acantilado.

[4] Gruss, L. (2010) El silencio: Lo invisible en la vida y el arte (p. 19). Buenos Aires : Capital intelectual.

[5] Repetto, A. (2021) El potrero de los silencios, p. 191. Buenos Aires: Ed. Barenhaus.

[6] Pizarnik, A.: Sala de psicopatología.

[7] Cortazar, J. (2014) Del cuento breve y sus alrededores. En Último round, Tomo I. (p. 66) Mexico: Siglo XXI.

[8] Trabajo libre “Las jirafas no escriben poesía”, presentado en el XIII Congreso anual, XXXIII Symposium, Asociación Argentina de Psicoterapia para Graduados: Cartografías del sufrimiento psíquico: avatares de época;   25 de Septiembre 2021.

[9] Bleichmar, S (2014) Las teorías sexuales en psicoanálisis, p. 584. Buenos Aires: Paidós.

[10] Deleuze, G. (2001) ¿Que es la filosofía? Barcelona: Editorial Anagrama.

[11]  Borges, J. (2016) El inmortal. En El Aleph. Buenos Aires: Sudamericana.

[12] Barthes: La muerte del autor, 1968.

Acerca del autor

Aníbal Repetto

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