El hombre es un animal encerrado… afuera de su jaula.
Paul Valéry
El trauma ha sido un concepto central en la teoría y la práctica psicoanalíticas.
En su estudio comparativo sobre las parálisis motrices orgánicas e histéricas, Freud ya esboza lo que será su primera teoría traumática:
«Cada suceso, cada impresión psíquica están provistos de cierto valor afectivo, del que el yo se libra por la vía de una reacción motriz o por un trabajo psíquico asociativo. Si el individuo no puede o no quiere tramitar el excedente, el recuerdo de esta impresión adquiere la importancia de un trauma y deviene la causa de síntomas permanentes de histeria. La imposibilidad de la eliminación es notoria cuando la impresión permanece en el subconciente. Hemos llamado a esta teoría ‘la abreacción de los aumentos de estímulo’». (Freud, 1893 [1888-93])
Inicialmente lo traumático se ubicó con relación a que las pacientes histéricas —todas— habrían sufrido, desde el exterior, o sea, por parte de un adulto (el padre o subrogado), una seducción abusiva, es decir, un acontecimiento que violó o violentó al aparato psíquico en etapas de formación. Cuando en 1897 Freud le escribe a Fliess: «Ya no creo más en mi neurótica« entreabre una división entre lo vivido y lo fantaseado. Entonces cuestionar esta primera teoría supuso re-orientar el punto de mira, desde la realidad de los hechos, realidad fáctica, a lo que pasó a situarse como realidad psíquica. Reformulada la teoría del trauma, la que cobra importancia fundamental en psicoanálisis es la realidad psíquica.
¿Qué implica la dimensión de la realidad psíquica? Implica tomar en cuenta lo singular. Es decir, el modo propio de cada uno, el modo singular de elaboración con relación a lo vivido como realidad. Y la realidad se estructura en el psiquismo desde las fijaciones que —a nivel de la fantasía inconsciente— han operado articulando la ley y el deseo inconsciente.
En la conferencia xxiii: «Vías de formación de síntomas», Freud dice:
«Partiendo del análisis de los síntomas, llegamos al conocimiento de sucesos de la vida infantil a los cuales se halla fijada la libido, y que constituyen el nódulo de las manifestaciones somáticas. Pero lo asombroso es que estas escenas infantiles no son siempre verdaderas. Podemos afirmar, en efecto, que en su mayor parte son falsas, y en algunos casos incluso directamente contrarias a la verdad histórica». (Freud, 1916-17)
A la fantasía inconsciente la entendemos como una interpretación que viene a ocupar el lugar de aquello que —desde la vivencia— no pudo ser simbolizado a lo largo de la vida de un sujeto. Lo que a nivel del cuerpo —en etapas iniciales del psiquismo— resultó un exceso, un quantum que no pudo procesar, ligar, ni significar, en torno a ello, la fantasía inconsciente constituye un armado interpretativo que da sostén y organiza. La fantasía inconsciente es una construcción que atribuye la responsabilidad de Eso que no tiene explicación a un Otro.
Más adelante Freud relacionó el trauma con las neurosis de guerra, las neurosis traumáticas. En tales casos observó que, en sentido contrario con el principio del placer, los individuos vivían en los sueños, por ejemplo, repetidamente el momento del traumatismo. Esta repetición del trauma lo lleva a Freud a postular en «Más allá del principio del placer» el concepto de pulsión de muerte como aquello que mantiene esa compulsión repetitiva.
La pulsión pasa a ser definida como «un esfuerzo inherente a lo orgánico vivo, por repetir un estado anterior que lo vivo debió resignar bajo el influjo de fuerzas perturbadoras externas». (Freud, 1920) Pulsión es —a partir de allí— un concepto imposible de deslindar de “repetición”. Y es sobre su represión que se basa la cultura humana, sobre la que se edifica —al decir de Freud— lo más valioso de dicha cultura.
La pulsión reprimida nunca cesa de aspirar a su satisfacción plena (…) todas las formaciones sustitutivas y reactivas y todas las sublimaciones son insuficientes para cancelar su tensión acuciante y la diferencia entre el placer de satisfacción hallado y el pretendido engendra el factor pulsionante, que no admite aferrarse a ninguna de las situaciones establecidas, sino que, en las palabras del poeta ‘acicatea, indomeñado, siempre hacia adelante’. (Freud, 1920)
Ambas temáticas, la cuestión de la fantasía inconsciente y la cuestión de la pulsión están absolutamente imbricadas en relación con la estructuración subjetiva. Por eso entendemos que el trauma es inherente a la vida humana y a la constitución del sujeto como ser social.
En la caracterización clínica del trauma, situamos como fundamental la temática de la temporalidad. El trauma psicoanalítico es en dos tiempos, involucra esa peculiar temporalidad retroactiva en la que algún suceso actual acciona una fijación o una marca que, hasta allí, permaneció inconsciente y que actualiza en algo indomeñable para el sujeto. Es decir, que es en un a posteriori que lo traumático se erige como tal. Comprende toda esa complejidad de una huella primera, profundamente inconsciente, un período temporal, un lapso no determinable de tiempo, y una segunda condición que actualiza algo que hasta ese momento no apareció ni fue de ningún modo significativo para el sujeto. A todo este conjunto es a lo que nombramos trauma. Y en este sentido está claro que los traumas tienen que ver con momentos tempranos de la constitución subjetiva, momentos que hacen al fundamento del aparato psíquico.
Por otro lado, ubicamos al trauma por fuera del campo simbólico, por fuera del discurso. Se presenta como algo sin sentido, que no puede ser abordado con los recursos simbólico-imaginarios, lo cual implica ubicarlo como algo del orden de lo real. En tanto lo real es aquello imposible de simbolizar, imposible de significar, lo que llamamos trauma refiere a lo imposible de inscribir. Sus marcas serán legibles —en todo caso— como interrupciones, como discontinuidades en la red simbólico-imaginaria que a nivel discursivo sostiene al sujeto. Pero, además, y en tanto no inscripto, representa un potencial que opera como causa.
Por lo antedicho y en la perspectiva psicoanalítica del inconsciente y del sujeto hablante, queda claro que no se puede prever qué va a resultar traumático para un determinado sujeto o no. Su intensidad o magnitud sólo cobran vigencia para ese sujeto singularísimo, sin posibilidad alguna de determinar, desde la comprensión o la intersubjetividad, el carácter traumático de algo para alguien. En este sentido lo traumático en términos sociales se diferencia de nuestra definición.
Ahora bien, ¿cómo tenemos noticia de lo traumático en el proceso del análisis? El trauma, como centro opaco y silencioso que remite a la fantasía inconsciente y a la pulsión, se liga a lo irrepresentable de la muerte y la sexualidad para el psiquismo. Este centro que alude a lo que no puede ser representado es causa, es causa de retranscripción, es motor de movimiento del aparato. Nos evoca esa diferencia incapturable, imposible identidad de percepción, punto de absoluta singularidad en el que se abrocha el desenvolvimiento del deseo.
Esta condición bifaz del trauma, lo irrepresentable que es causa de discurso, se emparenta en la clínica con aquello que es nuestro material de trabajo: los síntomas.
El síntoma, sabemos, es una transacción, una formación de compromiso entre el deseo inconsciente y aquello que lo limita. En la citada conferencia xxiii «Vías de formación de síntomas» leemos que:
…los síntomas nos resultan incomprensibles como medios de alcanzar la satisfacción libidinosa. No recuerdan en nada aquello de lo que normalmente solemos esperar una satisfacción y haciendo abstracción del objeto renuncian a toda relación con la realidad exterior. Los síntomas sustituyen una modificación del mundo externo por una somática, un acto por una adaptación. (Freud, 1916-17)
El síntoma muestra el punto en el que el sujeto se aísla del mundo externo al campo del objeto en la fantasía. Entonces podríamos decir que hay en él una resistencia propia de la identificación alienante que lo condiciona, pero hay también una resistencia propia del deseo inconsciente que abre a una verdad en la falla del saber.
Y a este respecto hay que situar algo fundamental: lo que moviliza el trabajo analítico en ese punto a-social o no social del síntoma posibilita la reapertura, la revinculación del sujeto en el lazo social.
Esta es —según pienso— la apuesta del psicoanálisis, una apuesta «liberadora» del sujeto: movilizar esos puntos de fijación en los que el sujeto, por medio de sus síntomas, se sostiene, pero a la vez se detiene. El recorrido de las determinaciones inconscientes tiene su meta fecunda en alcanzar los puntos de indeterminación, puntos de decisión que, a la vez, conllevan al acto y la participación en el lazo social de una manera totalmente novedosa.
El psicoanálisis puede hacer un aporte fundamental en casos de traumas sociales: su saber sobre la importancia del tiempo y el hacer lugar a la falta con relación a la angustia y su tratamiento, diferenciándose de la manera de tratar la urgencia en términos médicos.
En los llamados traumas sociales, nos encontramos con sucesos que —fuera de toda previsión— afectan a un conjunto indiscriminado de individuos. Las catástrofes naturales, los actos terroristas o las pandemias son algunos ejemplos de irrupciones de algo impensado que se impone a todos, sin diferenciación.
Desde el psicoanálisis, sabiendo que se trata de escuchar, sin adelantarnos a querer hacer hablar a quienes han estado sometidos a un acontecimiento traumático, podemos contribuir brindando tiempo, propiciando que pueda dar una versión personal del acontecimiento. Escuchar contiene la angustia. A nivel psíquico, el manejo de la urgencia no es el que esperaríamos de un cardiólogo, por ejemplo, no hay que hacer nada concreto con la angustia, hay que alojarla; el tiempo es distinto si podemos despatologizar la angustia, no es algo a ser curado, sino que la vamos a entender como señal. Es señal de que falta la falta. Nos abocaremos entonces a crear las condiciones para que la palabra advenga a fin de propiciar el despliegue discursivo, despliegue que comprende tanto la voz y los desarrollos significantes como los silencios, preservando desde nuestro lugar de analistas el no-saber para hacer lugar al saber inconsciente del sujeto deseante.
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