NÚMERO 25 | Mayo 2022

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Entrevista a Mabel Fuentes | Carina Rudistein

Conversamos con tres socios referentes de la Escuela para conocer sus opiniones acerca de las transformaciones que fue transitando el psicoanálisis en los últimos años: sobre los cambios en la teoría y en la técnica y de cómo inciden las nuevas coordenadas de época en nuestro trabajo y en nuestra forma de pensar la clínica.

La práctica psicoanalítica se fue modificando con los años de acuerdo a la cultura imperante en las distintas épocas. Uno de los cambios notables fue en el encuadre: la frecuencia de las sesiones, por ejemplo, —que aquí, en Buenos Aires, había comenzado por ser de cuatro y luego de tres veces semanales— fue disminuyendo a una o dos y, aún, en algunos casos, cada quince días. Esto tuvo su correlato con el tipo de transferencia en la cura. El análisis no ocupa ya el centro de la actividad psíquica de los pacientes, sino que acompaña los acontecimientos vitales y se le dedica un espacio menor de tiempo y de dinero. Quizás este es uno de los motivos por los que el análisis de la transferencia, entendido como interpretaciones relativas a los sentimientos, emociones y fantasías con el analista, quedó relegado y se trabaja con lo que antes se llamaban transferencias laterales, es decir, con las otras personas de la vida.

Eso no quiere decir que no se le sigan contando «mentalmente» al analista las cuestiones que impactan en el intervalo entre sesiones, pero no hay oportunidad de trabajarlas.

El analista es percibido como alguien más cercano, menos que antes como una figura con autoridad. La suposición de saber invistiendo la persona del analista conlleva menos asimetría. Esto es el correlato de una relativización general de los saberes profesionales. Puede subsistir algún montante de idealización, pero lo que un médico no sabe se consulta a otro, etc. El saber se percibe como alcanzable, fácil y difusamente a través de internet. Es un saber impersonal y colectivo, un mosaico sin editar, la composición la hace el lector. Interpretaciones formuladas como «Lo que a Ud. le pasa es que…» perdieron vigencia. Los pacientes se sienten más en comodidad para discutir las interpretaciones que reciben y se van construyendo hipótesis más en paridad. No todo lo que el paciente objeta es considerado una resistencia al trabajo analítico. La impostura del «personaje» solemne del analista que te mira y sabe lo que te pasa encuentra un lugar reducido en la cultura actual porque hay menos «creyentes». Hay una declinación del Otro como lugar del saber.

El tiempo más acotado del que se dispone para el trabajo analítico también disminuyó la dedicación al análisis de los sueños: se escucha el contenido manifiesto casi como un material más y, cuando se piden asociaciones, en general no son elemento por elemento, sino las que surjan espontáneamente.

En los últimos dos años, la pandemia trajo otra modificación en el encuadre: las sesiones remotas, un cambio que probablemente llegó para quedarse, tal como ocurre en el terreno laboral. Según cuestiones de tiempo y distancia de viaje, las sesiones presenciales se alternan con las que se hacen por videollamada en distintas plataformas. Hay cierta pérdida respecto de la presencia, pero lo fundamental del dispositivo se mantiene: asociación libre y atención flotante. Mientras uno pueda oírse con claridad, existe la posibilidad de escuchar.

Por supuesto, las variaciones también dependen de las distintas líneas teóricas en las que se referencian los analistas, pero creo que está bastante extendida la idea de que no es el encuadre el que determina si una psicoterapia es psicoanalítica o no. La experiencia nos ha demostrado que el encuadre, pensado en sus orígenes como un conjunto de constantes que permitían el estudio de las variables, puede cambiar, y mucho, pero la esencia del psicoanálisis no está allí.

Desde una perspectiva lacaniana, me parece central ubicar el fantasma desde el que cada paciente se ubica a sí mismo y a los que forman parte de su mundo, su guion, su argumento de vida y, allí, situar sus puntos de sufrimiento —goce pulsional más allá del principio de placer— para poder relanzar su deseo y cambiar su posición subjetiva.

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