NÚMERO 26 | Octubre 2022

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Entrevista a la doctora Piera Aulagnier

Reeditamos la entrevista realizada a Piera Aulagnier por María Cristina Rother de Hornstein y Luis Córdoba y con la participación de Hugo Bianchi, Ezequiel A. Jaroslavsky, Alfredo Maladesky, Susana Taszma y Graciela Bianchi, publicada en nuestra revista en mayo de 2004, para resaltar el valor de esta conversación y la actualidad de los conceptos que ella transmite.

A lo largo de toda su obra, usted privilegia la teoría sobre el yo y el pensamiento. Sin duda existen diferencias entre su «je», el moi freudiano, el yo de la Ego-Psycology y el yo (moi) concebido como esa instancia imaginaria, un señuelo condenado al desconocimiento según lo conceptualiza la teoría lacaniana.

Piera Aulagnier: Es evidente que tengo que ser muy breve y no retomar las teorías de los distintos autores que contribuirían a responder su pregunta. La teoría del moi freudiano sólo puede comprenderse partiendo de lo que Freud toma como origen del moi, es decir, el yo-ello indiferenciado del cual poco a poco se diferencia el yo con las diferentes funciones que le atribuye a la parte consciente del yo. Diría que, desde el punto de vista «ontogenético», para Freud hay una matriz del yo que existe desde el comienzo de la vida psíquica.

Lo que entiendo por «je»[1], habiendo elegido el término je en lugar de moi, es una instancia que tiene una relación directa con el discurso materno a través del cual la madre anticipa a ese niño que va a nacer. No sólo lo anticipa, sino que lo preinviste durante la espera. De ahí que yo insista —pues si no se comprendería muy mal lo que voy a decir— en que esta relación que describo entre los primeros enunciados del discurso materno que tienen carácter identificante, o sea, que son promotores de identificación y que promueven el advenimiento del yo en la escena psíquica, no suponen en absoluto pasividad por parte de ese sujeto que adviene. Por lo tanto, el yo no es una instancia que, a lo largo de su existencia ni desde su primera infancia, sea pasivamente una instancia hablada por el discurso del «Otro» para retomar una expresión lacaniana.

La madre descubre que, a partir de las referencias identificatorias que ella da al niño y que le permiten al yo advenir, ya no está sola para decidir el lugar en donde la ubica el hijo en la relación que los vincula. Esto es importante no olvidarlo para evitar pensar al yo como esa instancia pasiva que resulta totalmente modelada por el discurso del «Otro».

En cuanto al yo de la Ego-Psychology, se sostiene en relación con un modelo pragmático del funcionamiento del sujeto y con la idea de una energía neutra de la que dispondría el yo, que pienso que es insostenible.

Con relación al moi lacaniano, el reproche que yo le haría a la teoría es el postulado según el cual «todo discurso es señuelo» (leurre). ¿Dónde ubica al sujeto que enuncia esta teoría? Si todo discurso es señuelo, la teoría que así lo enuncia es también un señuelo. Por otra parte, creo que existe un modo de usar los aportes de Lacan que termina descalificando toda posibilidad de tener una cierta relación con la verdad. Una cosa es decir que no habrá jamás una verdad definitiva y que toda verdad no es más que un momento en una búsqueda, y otra cosa es pretender que toda verdad no es siempre más que un error, que será sustituida por otro error, y así en una repetición sin fin. Un postulado como este sólo se sostiene paradójicamente instituyendo primero la teoría que enuncia esto, con lo cual se transforma la teoría en una serie de certezas constitutivas de un dogma que permanecería eternamente igual y que puede llevar al sujeto a ese asesinato del pensamiento perpetrado por su alienación al dogma inmutable e intocable. Para mí, la base de todo pensamiento teórico valedero es pensar la teoría como un momento del conocimiento que permite ir hacia otro momento.

En relación con lo anterior, usted dice que el «je», para poder sostenerse, requiere de un relato que le cuente ese antes de su existencia, y hace referencia a un «yo-morfismo». ¿Nos podría aclarar ese concepto?

PA: Me refiero al «yo-morfismo» en toda teoría que trate de lo humano. Quiero decir que, cuando pensamos el espacio fuera del «je» —el ello, por ejemplo— como lo hizo Freud, no hacemos más que tratar de pensar qué afectos siente o sentiría el yo en cuanto a lo que se juega en el ello. Y agrego que el yo le sirve al ello como su único decodificador. No podemos prescindir de él. Hago mención del «yo-morfismo», puesto que el yo es el único que puede pensar los conceptos de placer y sufrimiento, y sólo mediante esas experiencias objetivas puede conocer y nombrar las consecuencias afectivas de su encuentro consigo mismo, con su cuerpo, con el otro y con la realidad. Lo mismo ocurre cuando pensamos el fenómeno humano, sólo podemos pensarlo a partir parámetros relacionales.

Cuando pensamos al infans, tratamos de imaginar los movimientos inconscientes, las representaciones pulsionales más primitivas, más arcaicas de ese psiquismo; tratamos de decodificarlos interrogándonos acerca de las reacciones que provocan en el entorno familiar y, más específicamente, en la madre. Hubo un intento de pensarlo de otro modo: Lacan trató de matematizarlo, sólo que hacer esto es salirse del campo clínico, es transformar la teoría psicoanalítica en una especie de teoría metafísica que se denominará como tal o no, pero que de algún modo sale del campo del análisis que es el campo clínico, el campo de los afectos, el campo relacional. Con esto no quiero decir que toda tentativa de matematización de la teoría psicoanalítica no pueda tener algún valor, pero en ese caso no se trataría de una teoría acerca del psiquismo, sería una teoría sobre una metafísica de la clínica.

A lo largo de toda su obra y cada vez con más profundidad, usted desarrolla el proceso identificatorio, proceso que se desarrolla en tres tiempos: un primer tiempo hablado por la madre que va desde el infans al niño, un segundo tiempo que concluye con la asunción por parte del «je» de una posición simbólica, y un tercer tiempo que llama «efecto de encuentro». En Freud, la conceptualización de la identificación hace referencia a tres tipos de identificación: primaria, narcisista e histérica. Lacan desarrolla los tres registros: imaginario, simbólico y real. ¿Cuál sería para usted la articulación posible entre las tres teorías en lo que al proceso identificatorio se refiere?

PA: Volver a hablar sobre las identificaciones histérica, primaria y narcisista implicaría retomar toda la teoría freudiana. Con relación a lo que podría ser el registro de las identificaciones imaginarias y de las simbólicas, puedo referirme primero a lo que escribí en La violencia de la interpretación, tratando de separar lo que es del registro de lo imaginario y lo que es del registro de lo simbólico en la identificación y, sobre todo, a lo que escribí después tratando de mostrar que en la neurosis el conflicto va a darse entre el yo y sus ideales. Conflicto que no pone en peligro los referentes simbólicos —lo que llamé «puntos de certeza—, mientras que en el registro de la psicosis es en el nivel de las dos caras del yo donde se ubica el conflicto. Efectivamente, el psicótico sólo puede sostenerse en lo que llamé «puntos de permanencia» en su registro identificatorio, solamente si alguien del exterior le sirve de prótesis. Si ese alguien del exterior de repente le reenvía a un enunciado identificatorio que no puede ocupar, seguramente se pondrán de manifiesto trastornos psicóticos.

¿Se produciría lo que usted llama «efecto de develamiento»?

PA: En El aprendiz de historiador y el maestro brujo, me refería al develamiento, no como el develamiento de una pulsión desconocida por el sujeto. En la psicosis sería el develamiento de una catástrofe identificatoria que ya tuvo lugar.

El efecto de develamiento es estar enfrentado a una situación que le devela, de manera desconocida y a veces traumática, algo que no conocía del propio deseo. Este fenómeno se encuentra con frecuencia en la perversión. El sujeto se encuentra enfrentado a una situación que no provocó ni es fruto de una búsqueda, pero que le devela lo que no sabía de su propio deseo. Acercándonos un poco al campo clínico, recuerdo a un sujeto que había sido hospitalizado, había tenido un momento depresivo, pero no está ahí la cuestión. El sujeto era español, se había casado y tenía dos hijos; todo había marchado sin el menor problema hasta los 30 años. Trabajaba como jardinero en los jardines del Trocadero. Un día dos mujeres jóvenes le preguntaron dónde estaban los baños. Eran extranjeras. Él les explicó, y ellas se dirigieron hacia el lugar. Él las siguió de buena fe para asegurarse de que habían comprendido la explicación. De hecho, ellas no habían entendido y se habían puesto a orinar entre unos árboles. De repente él se encontró con esas dos mujeres que orinaban en público y se mataban de la risa. De manera absolutamente brusca e imprevista, se desencadenó un comportamiento voyeurista que tuvo repercusión desde el punto de vista legal, y es la razón por la cual yo lo conocí. No es el único ejemplo. Freud, en «El hombre de las ratas», habla del horror ante un goce desconocido por él. Pero creo que en ese caso se trata de un efecto de fascinación, casi en el sentido de fijación de una pulsión que hasta ahí había estado perfectamente gobernada por el sujeto.

En El aprendiz de historiador y el maestro brujo, usted se refiere a las entrevistas preliminares, diferenciando la actitud que el analista debe tener con el paciente neurótico de la que debe tener en el abordaje de los pacientes psicóticos. En la neurosis, el analista favorece en el analizando la reactualización de sus conflictos infantiles. En la psicosis, usted dice que la apertura se dirige a la exigencia inversa. Hacer sensible al sujeto a lo que dentro de esta relación no se repite, lo diferente que ella ofrece, lo no experimentado todavía. ¿Podría comentar esta propuesta?

PA: Creo que de manera caricaturesca se puede decir que el neurótico, efectivamente, por medio de la transferencia y gracias a ella, va a establecer con nosotros una relación que no es la repetición de lo que vivió en la infancia, pero sí está muy próxima al esquema de lo que vivió en la infancia. Gracias a lo cual podrá, si todo va bien, reencontrar un cierto número de representaciones, de significaciones, de pensamientos que, en efecto, habían formado parte de su funcionamiento infantil, pero que había reprimido y había tratado de olvidar. Simplificando, en la neurosis se trata de hacer que el sujeto reencuentre algo, un capital psíquico, que es el suyo.

En la psicosis se trata de permitir que el psicótico encuentre un cierto número de afectos cuyas representaciones fueron prohibidas en el mismo momento en que pudieron fugitivamente aparecer. Quiero decir que se trata de hacerle revivir lo que no pudo vivir. Esto es lo que marcaría la diferencia.

Yo diría que en el neurótico se trata de reencontrar una historia que había construido en su infancia y permitirle modificarla. En la psicosis se trata de construir por primera vez ciertos blancos que habían existido en su historia.

En una de las conferencias que usted dio en 1982, se refirió a situaciones que se viven fundamentalmente en el análisis de psicóticos como momentos de soledad absoluta, de vacío, que muestran el efecto de esa ausencia de representaciones que podrían llevar a un desinvestimiento total, a una amputación que concierne al cuerpo, al pensamiento, al afecto; momentos frente a los cuales, más que una interpretación, es necesario proponerle al paciente «figuraciones». ¿Tendría esto que ver con la referencia que usted hacía anteriormente?

PA: En cierta forma, porque lo que yo llamo «lenguaje figurativo» es la posibilidad que debe tener el analista de hablar sirviéndose de imágenes de cosas corporales y poniéndolas en palabras, ya que lo que trato de subrayar es que uno de los problemas con los que se encontró el psicótico siendo niño fue no haber podido transformar en un fantasma ciertas representaciones acompañadas de las primeras reacciones afectivas. Esta transformación le hubiera permitido ligar esos afectos con el deseo del otro, es decir, que le hubiera permitido apelar a una causalidad de deseo y poder así, por un lado, asumir el fantasma y, por el otro, operar ese trabajo de elaboración necesario para el funcionamiento psíquico. Entonces, cuando esta transición no es posible, el único recurso que le queda al psicótico es recurrir a la única representación que puede conservar que es la más próxima al proceso originario. No es lo originario porque nadie puede quedarse ahí, es lo que está más próximo y, por eso, forma parte de lo indecible, de lo que no puede ser puesto en palabras. En consecuencia, creo que, en estos casos, el papel del analista será el de permitirle al sujeto poner en palabras lo que no fue dicho.

En El aprendiz de historiador y el maestro brujo, usted nos habla de sus «cuestiones fundamentales» como aquellas propias de cada analista que singularizan la relación con la teoría y la clínica, y se refiere a dos: 1) la del yo como constructor historiador que jamás descansa, y 2) la búsqueda permanente del yo de causalidades de deseo o interpretadas y causalidades demostradas o del conjunto. Usted agrega que, en la neurosis, ambas se alternan permanentemente y dan movilidad al proceso identificatorio, no ocurre así en la psicosis.

PA: Sí, lo propio del neurótico es poder separar, es decir, el neurótico no sale de la causalidad demostrada, la causalidad cultural o la causalidad compartida por el consenso. El problema sólo radica en ciertos sectores del registro del afecto y no, entre la causalidad cultural y la suya propia. El problema estaría entre la causalidad a la cual se refiere su deseo, la causalidad a la cual se refiere el deseo de otro yo y su imposibilidad de encontrar algún tipo de compromiso, o la imposibilidad de aceptar el conflicto, la imposibilidad de aceptar perder tal objeto para investir otro. Pero hay en el neurótico una alianza entre estos dos principios y la opción de recurrir alternativamente a uno o a otro y de servirse de ellos casi como una especie de defensa. Cuando una causalidad corre el riesgo de volverse muy conflictiva, existe la chance de contar con la otra. En la psicosis es diferente porque hay, la mayoría de las veces, una especie de antinomia entre las dos causalidades. Si se recurre a la causalidad demostrada, esta se transforma en una especie de causalidad fría, la causalidad del puro azar en la cual el deseo no ocupa ningún lugar, en tanto que, en el registro de la causalidad interpretada, la causalidad de deseo enfrenta al sujeto al lugar que ocupa en él la interpretación fantasmática y, por eso mismo, a la imposibilidad de poder compartir esa causalidad interpretada —que no debemos olvidar que en este caso se trata de una construcción delirante—. De ahí la imposibilidad de poder compartirla con otros, de hacer de eso algo comunicable, compartible, que pueda sostener una relación. Por el contrario, la referencia a esta causalidad va a provocar una ruptura relacional.

Cuando una causalidad corre el riesgo de volverse muy conflictiva, existe la chance de contar con la otra. En la psicosis es diferente porque, la mayoría de las veces, hay una especie de antinomia entre las dos causalidades. Si se recurre a la causalidad demostrada, esta se transforma en una especie de causalidad fría, la causalidad del puro azar en la cual el deseo no ocupa ningún lugar, en tanto que, en el registro de la causalidad interpretada, la causalidad de deseo enfrenta al sujeto al lugar que ocupa en él la interpretación fantasmática y, por eso mismo, a la imposibilidad de compartir esa causalidad interpretada —que no debemos olvidar que en este caso se trata de una construcción delirante—. De ahí esa dificultad de hacer de eso algo comunicable, compartible, que pueda sostener una relación. Por el contrario, la referencia a esta causalidad va a provocar una ruptura relacional.

Parafraseando a Freud, usted habla de los dos principios del funcionamiento del proceso identificatorio, el de permanencia y el de cambio, ambos necesarios para que los diferentes tiempos sean posibles. Exigir al yo que nada cambie o que todo cambie, sea que esta exigencia provenga del discurso parental o del social, ¿sería un exceso de violencia facilitador de patología?

PA: Y de una patología grave. Sí, porque son dos mandatos que el yo, pese a que quisiera, no puede seguir. Hay mandatos violentos que, aunque sea el precio de un cierto número de defensas neuróticas, perversas o psicóticas, el yo puede asumir. Ningún sujeto puede hacer que nada cambie en las modificaciones que el tiempo le impone a sí mismo y al objeto de su deseo. Y nada puede permitirle al sujeto que todo cambie, es decir, que haya un corte, que quede fuera del tiempo, fuera de la historia, fuera de todo lo que es su capital mnésico. Ambos mandatos son imposibles de asumir. No es lo difícil, no es el exceso, es lo imposible.

En «Condenado a investir», usted dice que, ante un exceso de sufrimiento, el yo tiene tres salidas posibles: 1) la huida; 2) el desinvestimiento, que sería el triunfo de la pulsión de muerte, lo que conduce a un sentimiento de vacío, a una nada, a un deseo de no deseo, o bien, 3) apelar al mecanismo de desinvestidura para encontrar una causalidad que le permita al yo seguir invistiendo. ¿Podría aclararnos un poco más esta última salida?

PA: Lo que trataba de decir es que la experiencia de sufrimiento es inevitable. Es lo que obliga al sujeto a reconocer toda la distancia existente entre su representación fantasmática de la realidad y lo que la realidad es.

Cuando hablamos de sufrimiento nos referimos al componente psíquico del sufrimiento, ya sea que se trate del sufrimiento somático o del psíquico.

Lo que hay que plantearse es que no hay que dejar que el sufrimiento llegue a un límite tal que obligue al yo a una desinvestidura de una función o de un objeto vital para su vida psíquica. Para tomar un ejemplo, se puede sufrir porque un ser que amamos nos abandona. En la mayoría de los casos tendrá lugar un trabajo de duelo, gracias a este trabajo el sujeto tratará de recuperar la libido a la espera de un nuevo objeto al cual poder investir. Pero hay objetos que no son sustituibles, un niño no puede vivir si no conserva, de alguna manera, una investidura con el objeto materno o con un sustituto del mismo. Un sujeto no puede vivir si no conserva un mínimo de investidura en relación con su cuerpo. Si se desinviste totalmente lo somático, sobrevendrá la muerte tarde o temprano. Del mismo modo, en ciertas condiciones, todo sujeto está obligado, para que el psiquismo pueda seguir funcionando, a conservar, a poseer, a asegurarse un cierto número de investiduras externas y un cierto quantum de investiduras en relación con su espacio somático. Entonces, es necesario que, fuera cual fuere el sufrimiento que provocan aquellos objetos externos necesarios para la vida o el sufrimiento de origen somático, no puedan pasar el umbral que llevarían al sujeto a un desinvestimiento que dejaría el camino libre para la pulsión de muerte. Creo que cuando el yo está en esa situación tratará de recuperarse, protegerse mediante una búsqueda en el registro causal que le permita oponerse a ese movimiento de desinvestidura. Esto es lo que trataba de decir en «Condenado a investir».

En ese mismo artículo, usted retoma el registro pulsional y enfatiza que, mientras el sufrimiento se mantenga dentro de ciertos límites, su presencia es más predominio de Eros que de Tánatos. Especifica a Tánatos como el deseo de no deseo y la muerte del pensamiento. Sabemos que este es un concepto muy controvertido y, aun aquellos psicoanalistas que lo aceptan al utilizarlo en la clínica, lo hacen en sentido metafórico. Por el contrario, es evidente que para usted el concepto de pulsión de muerte es algo clínico.

PA: ¡Ah, sí! Yo no creo para nada que la pulsión de muerte pueda ser tratada como una metáfora. Uno de los conceptos centrales de Freud es el de conflicto psíquico y pienso que ese conflicto tiene su origen en las primeras antinomias en las cuales las metas de Eros y de Tánatos se oponen.

La primera actividad del aparato psíquico será la de tratar de encontrar una posibilidad para que estas dos pulsiones y estas dos metas interjueguen, pero la antinomia perdurará siempre. No creo de ninguna manera que se pueda tratar a la pulsión de muerte como una especulación, como una metáfora o como un concepto metafísico.

En la conferencia que usted dio el otro día en la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), decía que todas las informaciones que se dan en el registro del cuerpo tienen representación en la psique y estas representaciones que vuelven sobre el cuerpo visible son las que van a ser decodificadas por los otros.

PA: Sí, me refería a que toda excitación o exceso de excitación sobre el soma va a abrir una brecha en la psique que va a dar lugar a lo que Freud llamó «representaciones pulsionales» y a lo que yo llamo «pictograma» si nos ubicamos en el lugar del infans. Es ante esta representación que va a reaccionar el afecto, ella es la causa del afecto y que suscita determinado número de expresiones visibles: el grito, el movimiento de un bebé que tiene una, dos, tres horas de vida, un día, una semana… Estas expresiones corporales son las que la madre va a decodificar según su propio código, y la consecuencia de esta decodificación será una modificación en el entorno, en el espacio de la realidad. La hipótesis que sostengo actualmente es que, en los primeros momentos de la vida, esta realidad exterior modificada se vuelve, para la psique del infans, la primera representación de su propio espacio. Es decir que, antes de que el infans pueda percibir lo visible de su cuerpo, se refleja en este espacio de realidad modificable.

Usted es una de las fundadoras del Cuarto Grupo. Cuando se formó, uno de sus objetivos era abordar de manera diferente la formación de los analistas. ¿Qué podría decirnos de esa experiencia?

PA: Creo que la experiencia del Cuarto Grupo es como toda experiencia de una sociedad, sea analítica o no. Quiero decir, que no hay sociedades «buenas», lo que se dice con relación al campo social vale también para el campo analítico. Pienso que hasta ahora pudimos preservar algunas metas que nos habíamos fijado y que sigo valorando, que tratan de separar al máximo lo que puede ser el proceso analítico de cada sujeto de toda postura narcisista por parte de los analistas. En ese sentido, intentamos reducir al mínimo, no digo excluir, un cierto tipo de conflicto narcisista que existió siempre en el origen de las diferentes escisiones que hubo en el mundo analítico.

¿Cuál es su visión actual del psicoanálisis en Francia?

PA: En Francia, actualmente, encontramos el mismo problema que —de manera más acentuada— se vive en los Estados Unidos y, creo, en el resto de Europa. Hay una especie de receso en la demanda analítica. En el campo terapéutico, vemos la importancia que ha adquirido lo sistémico y el conductismo. Entonces, ¿será que lo lamento? No lo sé. Creo también que no es algo malo para el análisis enfrentarse a menos demandas si estas son más auténticas. ¿Hasta qué punto el análisis logrará o no imponerse como una vía terapéutica privilegiada? ¿Podrá preservarse? ¿Habrá un momento de vacío? No lo sé.

Temo bastante a la idea —al menos en Francia– de transformar al hombre en una especie de «máquina neuronal» que en definitiva es una negación del aporte que ha hecho el psicoanálisis y, a mi juicio, una regresión.

¿Qué piensa del psicoanálisis anglosajón?

PA: Los anglosajones son excelentes analistas en general. Por un lado, rindo homenaje al interés que tienen por la clínica y a su pragmatismo que son indudablemente cualidades. Por otro lado, les reprocharía —y en esto soy muy francesa— la poca importancia que le dan a la teoría y, sobre todo y muy frecuentemente, al hecho de tener una especie de «concepto clave» que se transformaría en una especie de clave universal, por ejemplo, la identificación proyectiva del analizando.

Es en ese sentido que nos interesa fundamentalmente su pensamiento, ya que nos muestra, de una manera profunda y sistemática, esa permanente articulación entre la teoría y la clínica de la cual su último libro, El aprendiz de historiador y el maestro brujo, es el mejor testimonio.

En Francia, ¿hay conocimiento de los autores psicoanalíticos argentinos?

PA: Debo decirles que, desde la primera vez que vine a este país, fui sensible al nivel de reflexión de los analistas argentinos. Me quedé impactada por la pertinencia y la reflexión que mostraron las preguntas que me hicieron en la APA —hablo del grupo de analistas jóvenes—. Quedé impactada por la apertura de pensamiento. Creo que supieron mantenerse al margen de un exceso de dogmatismo, pudieron abrirse a la lectura y discusión de distintos autores —cada uno con sus particularidades— sin por eso hacer una mezcla de cosas y sin afiliarse a una determinada teoría.

Usted señala permanentemente la importancia del ámbito cultural e ideológico donde se realiza el análisis. En este sentido, ¿qué acontecimientos sociales favorecieron o perturbaron su difusión en Francia y cómo ve la actual situación ideológico-institucional?

PA: Creo que en Francia, contrariamente a lo que pasó en la Argentina, el psicoanálisis tuvo un desarrollo más tardío: antes de la guerra en Francia había una sociedad psicoanalítica, pero el gran empuje del psicoanálisis tuvo lugar después de la guerra, principalmente, entre los años cincuenta y sesenta. En este sentido, no puede ignorarse el papel que desempeñó Lacan en la expansión del psicoanálisis y, sobre todo, en el interés que suscitó en otras disciplinas: ya sea en la lingüística, la filosofía o la sociología. Esto debemos reconocerlo.

Como ocurre siempre que se crea algo nuevo, hubo primero una fascinación y luego un desencanto que fue provocado, a mi juicio, por haber esperado demasiado del análisis, del poder del conocimiento, del poder terapéutico, del poder de una superciencia o de una metaciencia. Después hubo que reconocer las limitaciones que tenía y, en vez de aceptar esto, se enojaron con él. Actualmente asistimos a una nueva fascinación que es la que producen, desde hace diez años, las investigaciones en las llamadas neurociencias, sea desde la biología o la genética, y que aspiran, una vez más, que puedan dar respuesta a todos los problemas. Por eso habrá que esperar a que se reconozcan también los límites de estos saberes. ¿Para ir hacia qué? No lo sé.

Resumen

Los temas a los que Piera Aulagnier hace referencia en esta entrevista son:

1) El valor central que tiene el yo (je) y el pensamiento en su teoría. Lo propio del yo es advenir a un espacio y a un mundo cuya preexistencia se le impone mediante una relación directa con el discurso materno, sin ser por eso una instancia pasivamente hablada. El yo es el único que puede expresar los conceptos de placer y sufrimiento, cuyas causas él ignora y sólo por esas experiencias objetivas puede conocer y nombrar las consecuencias afectivas de su realidad.

2) El proceso identificatorio resultado de esa función relacional entre el infans, el deseo materno, el cuerpo, la realidad y los sucesivos encuentros con los otros, proceso que se realiza en tres tiempos. El yo requiere de ciertos referentes simbólicos o puntos de certeza a los cuales debe poder apelar para ubicarse temporoespacialmente. Estos referentes quedan puestos en peligro en la psicosis.

3) Las «cuestiones fundamentales», el yo como historiador y la búsqueda de causalidades. En el neurótico hay una alternancia entre causalidad demostrada e interpretada; en el psicótico, en cambio, hay una especie de antinomia entre ambas. En este último caso, la causalidad interpretada es una construcción delirante imposible de ser compartida y que lleva al psicótico a una ruptura relacional.

4) La experiencia de sufrimiento. Esta es inevitable, pero no debe sobrepasar un límite que obligaría al yo a una desinvestidura de una función o de un objeto vital para su vida psíquica, triunfo de Tánatos sobre Eros.

5) La importancia de separar al máximo, en las instituciones psicoanalíticas, el proceso analítico de cada sujeto de las exigencias institucionales.

6) La importancia en la práctica de la articulación teórico-clínica para evitar los excesos que llevarían al teoricismo dogmático o al pragmatismo a ultranza.

 

Notas al pie

* Entrevista realizada el 20 de diciembre de 1986. Desgrabada y traducida por Diana Liniado.

[1] Traducimos je por «yo».

Acerca del autor

Piera Aulagnier

Piera Aulagnier

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