La serie El juego del calamar fue estrenada en Netflix en septiembre de 2021 y desde entonces se ha vuelto un tema recurrente de crítica, análisis y debate. Los más de 110 millones de televidentes de la plataforma de streaming alrededor del mundo le otorgaron un lugar central a esta particular historia entretenida y violenta [1] . Como había ocurrido con el éxito absoluto de Parasite, esta serie amplió la mirada de la realidad surcoreana que ambas producciones reflejan fielmente, aún teniendo en cuenta el carácter ficcional.
En primer lugar, con total transparencia, la serie presenta la cuestión de la desigualdad. Nuevamente, como en la película Parasite, nos cuenta que, aún en un país desarrollado, en la nación del «milagro económico» (IIE, 2003; Jeong, 2015; Kim, 1991), ese problema existe y no se ha resuelto. Sin embargo, también desde el inicio, se sostiene un curioso contraste —y probablemente nada casual— en el que quienes dirigen el juego, representados por el líder enmascarado de negro, sostienen un énfasis exagerado en la igualdad dentro del certamen. Es este punto el que nos permite recuperar la filosofía política de Thomas Hobbes.
Al preguntarse por el origen del Estado y, de una forma un poco más amplia, por el orden social, este pensador inglés del siglo xvii considera, como hipotético punto de partida, la existencia de un estado de naturaleza de los seres humanos, en el cual, producto de la igualdad y libertad «natural» de cada uno de ellos, del derecho de cada uno «a todo y a todas las cosas», los individuos habrían entrado en guerra de todos contra todos. Para Hobbes, junto a la desconfianza y a la gloria, la competencia es una de las causas de la discordia en este estado de inseguridad constante, de guerra permanente. Y, como allí no puede haber más reglas ni moral que la propia supervivencia y tampoco nadie puede ser tan fuerte o inteligente como para dominar a todos los demás, tal estado es irreconciliable con el orden y la sociedad (Hobbes, 1984, 2000).
En El juego del calamar, tal como este pensador inglés, Oh Il-Nam (o jugador N.°1) también apuesta al egoísmo natural del ser humano. Supone que, llevado a cierta situación límite, cada uno actuará de forma individual, desconfiada, y será capaz de hacer lo necesario para sobrevivir (y llevarse el premio). La degradación moral de Cho Sang-Woo —si acordásemos con qué vara medirla—, curiosamente caracterizado como «el orgullo de Ssangmun-dong», a lo largo de la serie, es la mejor expresión de ese primitivismo social que es el estado de naturaleza hobbesiano. Hasta él es «malo por naturaleza». Es que, como señala Deok-Su, «no hay reglas en el infierno», principio que también es internalizado por Sang-Woo con el correr de los capítulos.
Si a lo señalado le agregamos la «igualdad» del juego, la podemos considerar en términos negativos. No en el sentido moral, sino en tanto pone a cada uno como enemigo del otro y, a partir de la competencia mortal, el éxito de uno equivale a la derrota (y eliminación) del otro.
Esta temática no sería algo original ya que se pueden encontrar planteos similares en la saga de La purga (2013, 2014, 2016, 2018), la película El hoyo (2019) o, más caricaturizado, en capítulos de Rick y Morty (2015) y Los Simpsons (2002).
Sin embargo, con una mirada más profunda, empiezan a presentarse contradicciones con la teoría hobbesiana. Tal como señala Witera (2021), no todos los participantes del juego tienen las mismas motivaciones ni comportamientos egoístas y competitivos. Al menos, no todo el tiempo. Por caso, el protagonista Gi-Hun demuestra en reiteradas oportunidades un espíritu cooperativo, incluso a costa de lo que él sabe que no le conviene: cuando aprueba la incorporación de mujeres en el grupo (juego 3), ofrece una bebida a Ali, hace pareja con Oh Il-Nam a pesar de su deterioro físico y mental (juego 4) o ayuda a Sae-Byeok antes del juego final. Indudablemente, el mismo final de la última batalla, da cuenta del error en torno a la idea de que el hombre es un lobo para el hombre (Hobbes, 2000). Gi-Hun decide no matar a Sang-Woo y procede a renunciar al juego. Posteriormente, ni siquiera hace uso del premio —su derecho obtenido por medio de la competencia—. De la misma manera, Ji-Yeong se deja vencer por Sae-Byeok en el juego de las canicas por considerar que su derecho a sobrevivir es menor —en términos relativos— que el de su «competidora». En el estado de naturaleza hobbesiano, esto no sería posible porque el «otro» es un objeto de desconfianza, no hay empatía, no hay cooperación.
Otro punto contradictorio se registra con relación al objetivo del contrato social. Según Hobbes, los individuos, actuando racionalmente, pactan entre sí renunciar a todos sus derechos y los transfieren a una fuerza común con poder absoluto, el Leviatán, al cual instituyen en ese preciso acto. No obstante, el objetivo del contrato es, ni más ni menos, preservar el derecho a la vida. En El juego del calamar, los participantes realizan un contrato entre ellos y ceden sus derechos a una nueva autoridad absoluta, pero se guardan el derecho de competir por el premio. Es decir, en este caso, el fundamento del contrato, su valor principal, no es resguardar la vida [2] (explícitamente firmado cuando se hace referencia a la «eliminación»), sino la posibilidad de luchar por el premio económico.
De este modo, en la serie se observan sólo algunos aspectos de la igualdad hobbesiana.
Desde otro punto de vista, se puede asociar la igualdad en el juego —fundamental para los organizadores (en contraste a «sus vidas normales»)— con la caracterización que, desde los libros de economía, se hace respecto al mercado de competencia perfecta [3]. Uno de los postulados fundamentales de este tipo de mercado es la existencia de información perfecta sobre las condiciones en que opera para todos los participantes (Mochón, 2009).
El enfoque liberal clásico, en este sentido, considera que la existencia de información perfecta e igualitaria no haría más que perfeccionar la acción individual que, basada en el egoísmo, produciría el bienestar general. Es la «mano invisible» del mercado. La competencia, si funciona bien —por eso es «pura» o «perfecta»—, aún con el egoísmo personal como fundamento, es beneficiosa y también justa (Smith, 1994). Una especie de Hobbes invertido.
En la serie esta postura nos resulta familiar porque es la que sostiene el líder del juego. El mejor ejemplo es cuando decide penalizar con la muerte a todos los actores involucrados en la «trampa» que el médico le hace al juego. Y, justamente, lo puede hacer, en calidad de Leviatán, imponiendo el orden sobre la base del temor (del resto de los participantes).
Sin embargo, ese no es un caso aislado. Que sea la única sanción no anula las otras tantas «trampas» a ese «mercado» que es el juego. Muchos intentan sacar sus ventajas. Deok-Su se aprovecha de la alianza con el médico. Sae-Byeok se mete entre las tuberías y descubre la utilización de azúcar en un juego. También se lleva una navaja a la isla. Mi-Nyeo utiliza el encendedor (y luego Deok-Su) para jugar al dalgona, juego del que también se aprovecha Sang-Woo para elegir anticipadamente una figura más sencilla. Oh Il-Nam, por supuesto, a sabiendas de lo que nos demuestra el final de la temporada.
Queda claro que la igualdad, la perfección de la competencia, no es más que una ilusión. En el juego, como en la vida, no existe la igualdad que tanto ponderan los organizadores. Reivindicarla, defenderla tal cual «se supone que es», se vuelve solamente un consuelo —cuando no, un engaño— ideológico para sostener y reproducir el juego, volverlo moral, justo, legítimo.
Como se observa, ambas perspectivas enfrentan un problema. El abordaje liberal que comparten, uno negativo y el otro positivo, plantea una realidad inexistente. Dicho en otros términos, se sostienen sobre un individuo abstraído de las condiciones sociales que le dan existencia material. Centrando sus enfoques y preguntas en la acción individual, ocultan las limitaciones sociales que la anteceden [4]. No hay un individuo en «estado natural» porque no existe tal estado natural. El ser humano es un ser social, tiene historia y eso lo condiciona. El «individuo» abstracto es pura «robinsonada» que hay que abandonar (Marx, 1867).
Consecuentemente, sería mucho más valioso, en sentido realista, indagar por esas limitaciones sociales, por las circunstancias históricas concretas que enmarcan la existencia del juego de la serie. Dicho en otros términos: ¿por qué un juego de estas características tendría existencia real? Nos ha resultado exagerado, excesivo, pero también creíble. Desagradable, pero a la vez peligroso. Esto es porque las problemáticas de fondo que plantea la serie son reales y no acaban en las fronteras de Corea del Sur. Sin embargo, es significativo que allí se ruede la producción por algunas particularidades que se ven representadas.
Una posible respuesta al interrogante planteado podría ser la de Korstanje (2021). El autor caracteriza la época actual a partir de la centralidad que tiene el temor a la muerte[5] e interpreta el consumo cultural de este tipo de series a partir del alivio de la seguridad propia. Mientras los protagonistas mueren violentamente, los televidentes disfrutamos de la seguridad de nuestra existencia. Este esquema general, que encuadra bajo la idea del «capitalismo mortuorio», bien podría servir para explicar el disfrute y diversión que a nivel ficcional tienen los VIPs estadounidenses cuando ven y apuestan durante la competencia. Con la tranquilidad de su dinero, el trato preferencial y en la seguridad del sillón, estos personajes estarían consumiendo como público a la vez que invirtiendo como interesados, produciendo y reproduciendo la competencia de la serie.
No obstante, este interesante enfoque explica mejor la característica mortuoria que su ligazón con una hipotética nueva fase distintiva del capitalismo. Hace énfasis en la cuestión psicológica obviando el funcionamiento estructural del capitalismo, independiente de los individuos y sus self, como los menciona el autor.
En realidad, hay una respuesta estructural a la pregunta planteada. Una que, tomando como punto de partida lo social, evita las individualidades psicológicas. Dicho crudamente: hay población en el mundo que sobra. Toda la cuestión es que producciones como esta, Inferno (2016), las mencionadas El Hoyo, La Purga y otras más se plantean cómo deshacerse de ella.
Ante tal afirmación es necesario realizar algunas aclaraciones. Primero, la idea de una población sobrante o sobrepoblación no puede considerarse en términos absolutos. La población no sobra ni escasea, sino con relación a algo, un objetivo, un objetivo social o, dicho de otro modo, respecto a cierto entramado social que organiza la vida humana. Y, en tanto las relaciones que organizan la vida humana actualmente son de tipo capitalistas, la población sobrante lo es solo con relación al capitalismo y a los fines y fundamentos de este tipo de sociedad basados en la acumulación, la búsqueda de ganancias y la competencia (Mattick, 2013; Kabat, 2009).
En segundo lugar, de acuerdo a la teoría marxista sobre el desarrollo histórico de las relaciones capitalistas, la clase dominante —burguesía— se ve forzada, por la ley de la competencia, a invertir en maquinaria y tecnología como un medio para incrementar la productividad, disminuir costos de producción y así obtener mayores ganancias por ampliar su porción del mercado. Sin embargo, este proceso de inversión en capital fijo tiene su contracara en la disminución relativa del capital variable cuando no, su directo desplazamiento. Son los trabajadores los que se ven expulsados del proceso productivo, ya sea por el desempleo o por una ocupación «no productiva» (desde el punto de vista capitalista). En otras palabras, es este proceso, impulsado por el pleno desarrollo de las relaciones capitalistas (y no su escaso desarrollo), el que vuelve superflua la ocupación de un obrero.
De forma análoga, también fracciones más débiles de la burguesía perciben los efectos de la competencia y quedan paulatinamente rezagados como «capital sobrante». Básicamente, aquellos que no pueden acumular capital en la forma en la que el mercado y la productividad general exigen, quiebran y, en tanto no pueden reproducirse como burgueses, comienzan —o más bien terminan— un proceso de «proletarización», se vuelven obreros y, como tales, buscan vender su fuerza de trabajo (Kabat, 2009).
Ahora, de vuelta en El juego del calamar, podemos encontrar todos estos elementos justamente en un país que se toma como modelo de capitalismo exitoso. Y eso es lo llamativo si lo miramos desde países como Argentina. Productivo, avanzado, con tecnología, Corea del Sur gráfica con exactitud que un capitalismo que «funciona bien» es uno que normalmente produce población sobrante. Y la serie representa a la perfección la despersonalización del sistema. No retrata una historia particular (desarrolla varios protagonistas) ni individualiza la maldad o la violencia. Como en el capitalismo, no es un obrero o un burgués específico, son las relaciones (y las clases) sociales en su conjunto las que organizan su funcionamiento. Por eso los organizadores del juego, incluso los VIPs, están enmascarados; los participantes visten y comen igual, y firman el mismo reglamento. A diferencia de lo que se puede observar en un primer momento, lo individual aquí es accesorio.
Solo, en un segundo nivel de detalle, se observan los aspectos personales y particulares. Y allí notamos, exactamente, el tipo de trayectorias de vida propias de la sobrepoblación relativa [6], personas que ya no pueden ser empleadas productivamente dados los enormes desarrollos del capitalismo surcoreano. Hay obreros ocupados irregularmente como Gi-Hun, despedido de una automotriz en el marco de una quiebra y una brutal represión [7], el exempleado de la fábrica de vidrio, o Alí, migrante ilegal hiperexplotado por su patrón. Están Sang-Woo y el médico, antes dueño de un hospital, burgueses caídos en desgracia y en vías de proletarización. Deok-Su y Sae-Byeok, uno de origen mafioso y la otra migrante de Corea del Norte, que tienen en común vivir en la criminalidad (podríamos agregar a la recién salida de la cárcel Ji-Yeong) [8]. Hasta el viejo y enfermo Oh Il-Nam que, si no fuera por la mentira que lleva a cabo, formaría parte de ese universo de población que ya no le sirve al capital (o no lo suficiente) para producir plusvalía y, por lo tanto, ganancias. Que los personajes tengan una formación bastante alta a comparación de otros países —obreros calificados, inversores, médicos, matemáticos, etc.— demuestra el volumen de la población sobrante en Corea del Sur, una particularidad nacional que se suma a la dinámica general del capitalismo. Ahora sí, lo individual cobra mayor sentido. Esas historias son más importantes que sus comportamientos específicos en el juego.
Por lo tanto, a modo de cierre, podemos dejar planteada una última reflexión. Actualmente no es extraño escuchar o leer alabanzas al modelo surcoreano como un horizonte para imitar. Sin embargo, habría que preguntarse si es ese un horizonte deseable. Si como sociedad podemos tolerar que crecientes masas de la población «sobren» o si, en vez de diferenciarnos, competir y matarnos unos a otros por las migajas que se dejan caer desde la clase dominante —como hacen en esta serie, en La Purga, El Hoyo y Parasite— se cambia radicalmente el juego. En el segundo capítulo, los participantes lo rechazan y eligen «libremente» volver a sus miserables vidas. Pero ¿y si propusieran otro juego? ¿Si en vez de sólo resistir a la muerte, actuasen con una iniciativa que pateara el tablero? Podrían organizar un juego, una sociedad que no se regule por la competencia, el egoísmo, la explotación y la violencia, sino por la cooperación y la abundancia para todos. Claro, eso no sería «El juego del calamar». Agreguemos: tampoco sería el capitalismo. Tal vez, detrás de las mascaras, la sangre, los juegos y el premio, el director mostró mucho más que aquello que se había propuesto.
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