Natan Sonis planteó que la serie muestra perfiles de marginalidad y fracasos de los personajes que no encajan en una sociedad tan expulsiva como la coreana, sociedad que ocupa el sexto lugar de países con mayor tasa de suicidios, según la Organización Mundial de la Salud. También señala que se observa cómo el sistema, con la disolución de los vínculos solidarios, nos reconfigura en la ley de la selva mediante el desplazamiento y el forzamiento para convertirnos en máquinas de supervivencia, renunciando a la dignidad para conservar la vida.
Lucila de la Serna refirió que los personajes carecen de rasgos identitarios y firman un contrato que da un marco de legalidad a los abusos a los que son sometidos. Señaló, además, que los guardias están sujetos a estrictas reglas para mantener ocultos sus rostros y, así, no generar lazos. Marcos de legalidad que habilitan al sistema para crecer y actuar con un fin destructivo y aniquilador de la humanización y en el cual hasta el espacio está diseñado para los fines perseguidos y evidenciado en la serie por escaleras en las cuales nadie sabe a dónde va ni de dónde viene el otro. De este modo, el hombre del neoliberalismo, alienado, es convertido en una pieza más de un engranaje que mueve la maquinaria sin darse cuenta de que esto lo lleva a su propia destrucción.
Silvia Schlafman comparó a los jugadores de la serie con la situación de los migrantes en tanto están en condición de máxima vulnerabilidad y desamparo: en la huida de la precariedad son despojados de sus derechos más básicos a la vez que permanecen sometidos a la amenaza de expulsión. Destacó que la serie pone en evidencia cómo son impuestos el anonimato y el total desinterés en la historia del otro con la finalidad de evitar la empatía y la identificación con el semejante.
Aníbal Repetto destacó que El juego del calamar muestra claramente cómo el sistema propone la acumulación de riqueza mediante el esfuerzo individual, a costa del sufrimiento propio, como un ideal para alcanzar y del que sólo se beneficia el perverso que aplica su ley. La propuesta-impuesta de individualización extrema tiene como finalidad la fragmentación que impide las salidas colectivas, así como las transformaciones a grandes velocidades sólo dejan la posibilidad de atacar —atacar y atacarse— o defenderse. También remarcó que en la serie puede verse cómo se cree estar eligiendo democráticamente sin advertir que se lo está haciendo entre las imposiciones del tirano quien, como en muchos lugares del planeta, usurpa derechos disfrazándolos de protección y autoproclamándose dador de oportunidades.
Alicia Levin dijo que la serie propone un ilusorio efecto de libertad en el cual o se gana dinero o se pierde la vida. Una alegoría de cómo opera el tecnocapitalismo en algunas subjetividades que, si bien se constituye como fiel reflejo de la sociedad coreana, es transversal a otras. Enfatizó que podemos vernos reflejados en la serie con la diferencia de que, si perdemos, no nos van a acuchillar, sino que seguiremos con la supervivencia de las tarjetas de crédito, las cuotas, el financiamiento, la competencia y el descuartizamiento en las redes sociales sometidos a la ruptura de lazos que fomenta el individualismo.
Adriana Cabuli refirió que hoy la dominación de algunos hombres sobre otros utiliza métodos más sutiles que las guerras. Esto se ve reflejado en la serie donde la sutileza está dada porque la propuesta es de juego y los que participan no aparecen como víctimas, sino como jugadores que han «elegido» estar ahí. A partir de los bienes que se presentan como indispensables, se promueve el uso indiscriminado del dinero como forma de dominación, como herramienta para forzar a las personas a aceptar cualquier tipo de trabajo. El capitalismo, en su modo más feroz, ha forzado a la generación de deuda económica como herramienta de extorsión y de sometimiento psíquico y social. La deuda produce culpa y entra en el dominio del inconsciente: coloca al sujeto en situación de vulnerabilidad que se genera no solo desde el afuera como sujeto deudor del sistema, sino también consigo mismo, siempre en falta, sometido a los propios ideales que la cultura del consumo refuerza.
Todos los protagonistas de la serie están en deuda, pero, en los momentos de diálogo con los otros, confiesan que viven la falla como un problema individual, el estar en falta con sus otros más significativos a los que sienten haber defraudado. «Todos somos culpables» podrían decir. El sistema, gran hermano anónimo, aprovecha, para su propio rédito, lo más estructural del sujeto humano. Víctima y victimario son aquí lugares fácilmente intercambiables.
Silvina Ferreira dos Santos se pregunta respecto de las vulnerabilidades sobrantes a las que están expuestas las infancias actuales que festejan el cumpleaños con la temática de la serie y que deja a los niños a su merced sin la reflexión de lo que significa. Plantea que los espectadores somos parte esencial del game virtual, en tanto colaboramos en sostenerlo y viralizarlo, y que nos pone frente al debate ético de mirar para interpelar y abrir los espacios necesarios de reflexión.
Asimismo, establece una relación entre la serie, el juego de la ballena y el hostigamiento interpares en adolescentes. Los puntos en común son el anonimato del que impone las reglas mientras se encuentra eximido de ellas, la supuesta diversión a costa del otro y la falsa opción de libertad.
Plantea que el juego del calamar, pese a su impostura lúdica, no es un juego. Haciéndose llamar así, logra filtrarse, instalarse y perpetuarse en el imaginario social y se instituye lo perverso como game epocal. Es posible salirse revalidando el pacto colectivo del «así no jugamos más».
Miguel Tollo se pregunta bajo qué lógica nos movemos —o nos mueven— hoy los humanos. El juego del calamar revela, descarada y descarnadamente, la amenaza de exterminio. Ya no buscamos el placer, el consumir o el no morir, sino que buscamos que no nos maten, por ejemplo, envenenándonos con agrotóxicos.
Plantea que una de las cuestiones que nos es hasta qué punto nosotros como espectadores entramos también en el juego mientras estamos supuestamente «disfrutando» una serie —no muy deslumbrante desde su punto de vista— con un desenlace previsible y una sobreabundancia de escenas de violencia y crueldad explícita en donde el ser humano no es más que un número desubjetivado y desconectado de su lazo social.
Por último, Pablo Schlemenson dice que no cree que el atractivo de la serie esté vinculado al goce, sino que quizás tenga que ver con el juego que puede ser entendido como una forma de experimentar buscando una salida a una situación a la que no se le encuentra solución. Buena parte de nuestra sociedad está metida en un juego competitivo que se ha instaurado como un juego general.
Los sistemas complejos como las sociedades humanas, sobre todo en una globalización de la magnitud actual, tienden a autoorganizarse y a tener sus propios frenos equilibrantes que, si son levantados, provocan un aceleramiento ad infinitum. Así sería el proceso de hipercompetencia a cualquier costo sin los frenos inhibitorios como la ética y la verdad. Estos son procesos retroalimentados y acelerados que llevan a una vivencia caótica cuando entran en espirales incontrolables.
Esto provoca que los seres humanos estemos hoy en día atrapados en un vórtice que abarca tanto el estado del planeta como el estado de las sociedades humanas en donde no sólo los trabajadores y los pobres están atrapados en esta prisión, sino también los que supuestamente dirigen, que tampoco pueden zafar de la hipercompetencia. Así, las escaleras que aparecen en la serie —como las escaleras de Escher que no llevan a ningún lugar— son una representación del proceso en el que estamos todos para competir por un lugar a veces económico, a veces de prestigio, de notoriedad en el mundo a través de una ficción de «que no hay lugar para todos», cosa que no es cierta.
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