NÚMERO 9 | Septiembre, 2013

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Psicoanalistas Dixit

Análisis terminable e interminable | Graciela Cohan

“Análisis terminable e interminable” junto con “Construcciones en Psicoanálisis” son las últimas obras estrictamente psicoanalíticas donde se retoma de forma explícita el estudio de la técnica psicoanalítica. A los 81 años, rodeado de colegas que comenzaban a deponer su posición de analista e intentando darle “formas más adecuadas a la demanda”, se pregunta por la esencia del tratamiento psicoanalítico, si se puede considerar un final para el psicoanálisis. Es conocida la metáfora del juego de ajedrez utilizada en “Sobre el inicio del tratamiento”; hay un número infinito de caminos que una sesión puede tomar, dependiendo de las asociaciones que se traen a la sesión y, solamente, una limitada cantidad de aperturas. Podemos aplicar al cierre el mismo modelo; hay muchas maneras de terminar un análisis que dependen de múltiples factores, pero Freud nos invita a reflexionar sobre algunos caminos posibles. Nos propone, además, una mirada cuestionadora sobre la paradoja que encierra el “análisis didáctico” con sus límites y fronteras (número de sesiones y duración), considerado como el “oro puro” en la formación del analista.

La experiencia nos ha enseñado que la terapia psicoanalítica, o sea, el librar a un ser humano de sus síntomas neuróticos, de sus inhibiciones y anormalidades de carácter, es un trabajo largo. Por eso desde el comienzo mismo se emprendieron intentos de abreviar la duración de los análisis. Tales empeños no necesitaban ser justificados; podían invocar los móviles más razonables y acordes al fin. Pero es probable que obrara en ellos todavía un resto de aquel impaciente menosprecio con que en un período anterior de la medicina se abordaban las neurosis, como unos resultados ociosos de daños invisibles. Y si ahora uno estaba obligado a considerarlas, trataba de acabar con ellas lo más pronto posible.

Freud, S. (1937): “Análisis terminable e interminable”, A.E., XXIII, Sección I, página 219.

Las elucidaciones sobre el problema técnico del modo en que se podría apresurar el lento decurso de un análisis nos llevan ahora a otra cuestión de más profundo interés, a saber: si existe un término natural para cada análisis, si en general es posible llevar un análisis a un término tal. El uso lingüístico de los analistas parece propiciar ese supuesto, pues a menudo se oye manifestar, a modo de lamento o de disculpa, sobre una criatura humana cuya imperfección se discierne: «Su análisis no fue terminado», o «No fue analizado hasta el final».

Primero hay que ponerse de acuerdo sobre lo que se mienta con el multívoco giro «final o término de un análisis». En la práctica es fácil decirlo. El análisis ha terminado cuando analista y paciente ya no se encuentran en la sesión de trabajo analítico. Y esto ocurrirá cuando estén aproximadamente cumplidas dos condiciones: la primera, que el paciente ya no padezca a causa de sus síntomas y haya superado sus angustias así como sus inhibiciones, y la segunda, que el analista juzgue haber hecho conciente en el enfermo tanto de lo reprimido, esclarecido tanto de lo incomprensible, eliminado tanto de la resistencia interior, que ya no quepa temer que se repitan los procesos patológicos en cuestión. Y si se está impedido de alcanzar esta meta por dificultades externas, mejor se hablará de un análisis imperfecto {unvollständig} que de uno no terminado {unvollendet}.

El otro significado de «término» de un análisis es mucho más ambicioso. En nombre de él se inquiere si se ha promovido el influjo sobre el paciente hasta un punto en que la continuación del análisis no prometería ninguna ulterior alteración. Vale decir, la pregunta es si mediante el análisis se podría alcanzar un nivel de normalidad psíquica absoluta, al cual pudiera atribuirse además la capacidad para mantenerse estable -p. ej., sí se hubiera logrado resolver todas las represiones sobrevenidas y llenar todas las lagunas del recuerdo-. Primero examinaremos la experiencia para ver si tal cosa ocurre, y luego la teoría, para saber si ello es en general posible.

Todo analista habrá tratado algunos casos con tan feliz desenlace. Se ha conseguido eliminar la perturbación neurótica preexistente, y ella no ha retornado ni ha sido sustituida por ninguna otra. Por lo demás, no se carece de una intelección sobre las condiciones de tales éxitos. El yo de los pacientes no estaba alterado de una manera notable, y la etiología de la perturbación era esencialmente traumática. Es que la etiología de todas las perturbaciones neuróticas es mixta; o se trata de pulsiones hiperintensas, esto es, refractarias a su domeñamiento [cf. AE, 23, pág. 227 y n. 8] por el yo, o del efecto de unos traumas tempranos, prematuros, de los que un yo inmaduro no pudo enseñorearse. Por regla general, hay una acción conjugada de ambos factores, el constitucional y el accidental. Mientras más intenso sea el primero, tanto más un trauma llevará a la fijación y dejará como secuela una perturbación del desarrollo; y cuanto más intenso el trauma, tanto más seguramente exteriorizará su perjuicio, aun bajo constelaciones pulsionales normales. No hay ninguna duda de que la etiología traumática ofrece al análisis, con mucho, la oportunidad más favorable.

Sólo en el caso con predominio traumático conseguirá el análisis aquello de que es magistralmente capaz: merced al fortalecimiento del yo, sustituir la decisión deficiente que viene de la edad temprana por una tramitación correcta. Sólo en un caso así se puede hablar de un análisis terminado definitivamente. Aquí el análisis ha hecho su menester y no necesita ser continuado. Si el paciente así restablecido nunca vuelve a producir una perturbación que le hiciere necesitar del análisis, uno en verdad no sabe cuánto de esta inmunidad se debe al favor del destino, que quizá le ha ahorrado unas pruebas demasiado severas.

La intensidad constitucional de las pulsiones y la alteración perjudicial del yo, adquirida en la lucha defensiva, en el sentido de un desquicio y una limitación, son los factores desfavorables para el efecto del análisis y capaces de prolongar su duración hasta lo inconcluible. Uno está tentado de responsabilizar a la primera -la intensidad pulsional- por la plasmación de la otra -la alteración del yo-, pero parece que esta última tiene su propia etiología, y en verdad hay que confesar que con estas constelaciones no estamos lo bastante familiarizados. Es que sólo ahora se han convertido en asunto del estudio analítico. Me parece que en este campo el interés de los analistas en modo alguno tiene el enfoque correcto. En vez de indagar cómo se produce la curación por el análisis, cosa que yo considero suficientemente esclarecida, el planteo del problema debería referirse a los impedimentos que obstan a la curación analítica.

Freud, S. (1937): “Análisis terminable e interminable”, A.E., XXIII, Sección II, página 222.

Comenzamos averiguando cómo se podría abreviar la duración fatigosamente larga de un tratamiento analítico, y luego, guiados siempre por nuestro interés en las relaciones de tiempo, hemos pasado a preguntarnos si se puede alcanzar una curación duradera y si mediante un tratamiento profiláctico es posible prevenir enfermedades futuras. Así llegamos a discernir como decisivos para el éxito de nuestro empeño terapéutico los influjos de la etiología traumática, la intensidad relativa de las pulsiones que es preciso gobernar, y algo que llamamos alteración del yo. [Cf. AE, 23, pág. 227.]. Sólo consideramos en detalle el segundo de esos factores, y al hacerlo tuvimos ocasión de reconocer la sobresaliente importancia del factor cuantitativo y de insistir en los títulos con que cuenta el abordaje metapsicológico para cualquier intento de explicación.

Acerca del tercer factor, la alteración del yo, no hemos manifestado nada todavía. Si nos volvemos hacia él, recibimos como primera impresión que hay aquí mucho por preguntar y por responder, y lo que tenemos para decir demostrará ser asaz insuficiente. Esta primera impresión se sostiene aun luego de habernos ocupado más del problema. Como es sabido, la situación analítica consiste en aliarnos nosotros con el yo de la persona objeto a fin de someter sectores no gobernados de su ello, o sea, de integrarlos en la síntesis del yo. El hecho de que una cooperación así fracase comúnmente con el psicótico ofrece un punto firme para nuestro juicio. El yo, para que podamos concertar con él un pacto así, tiene que ser un yo normal. Pero ese yo normal, como la normalidad en general, es una ficción ideal. El yo anormal, inutilizable para nuestros propósitos, no es por desdicha una ficción. Cada persona normal lo es sólo en promedio, su yo se aproxima al del psicótico en esta o aquella pieza, en grado mayor o menor, y el monto del distanciamiento respecto de un extremo de la serie y de la aproximación al otro nos servirá provisionalmente como una medida de aquello que se ha designado, de manera tan imprecisa, «alteración del yo».

Si preguntamos de dónde provienen las modalidades y los grados, tan diversos, de la alteración del yo, he aquí la inevitable alternativa que se presenta: son originarios o adquiridos. El segundo caso será más fácil de tratar. Si se los ha adquirido, fue sin duda en el curso del desarrollo desde las primeras épocas de la vida. Desde el comienzo mismo, en efecto, el yo tiene que procurar el cumplimiento de su tarea, mediar entre su ello y el mundo exterior al servicio del principio de placer, precaver al ello de los peligros del mundo exterior. Si en el curso de este empeño aprende a adoptar una actitud defensiva también frente al ello propio, y a tratar sus exigencias pulsionales como peligros externos, esto acontece, al menos en parte, porque comprende que la satisfacción pulsional llevaría a conflictos con el mundo exterior. El yo se acostumbra entonces, bajo el influjo de la educación, a trasladar el escenario de la lucha de afuera hacia adentro, a dominar el peligro interior antes que haya devenido un peligro exterior, y es probable que las más de las veces obre bien haciéndolo. Durante esta lucha en dos frentes -más tarde se agregará un tercer frente (1)-, el yo se vale de diversos procedimientos para cumplir su tarea, que, dicho en términos generales, consiste en evitar el peligro, la angustia, el displacer. Llamamos «mecanismos de defensa» a estos procedimientos. No nos resultan todavía consabidos de manera exhaustiva. Un trabajo publicado por Anna Freud (1936) nos ha permitido echar una primera mirada a su diversidad y su multilateral intencionalidad {Bedeutung}.

De uno de esos mecanismos, la represión {esfuerzo de desalojo y suplantación}, ha partido el estudio de los procesos neuróticos en general. Nunca se dudó de que la represión no es el único procedimiento de que dispone el yo para sus propósitos. Empero, es algo particularísimo, separado de los otros mecanismos de manera más tajante que estos entre sí. Querría patentizar su relación con ellos por medio de una comparación, pero bien sé que en estos campos las comparaciones no nos llevan muy lejos. Piénsese, pues, en los posibles destinos de un libro en la época en que todavía no se hacían ediciones impresas, sino que se los copiaba uno por uno; y que uno de estos libros contuviera referencias que en épocas posteriores se consideraron indeseadas -tal como, según Robert Eisler (1929), los escritos de Flavio Josefo debieron de contener pasajes sobre Jesucristo chocantes para la posterior cristiandad-. La censura oficial de nuestros días no emplearía otro mecanismo de defensa que la confiscación y destrucción de cada ejemplar de la edición entera. En aquella época se utilizaban métodos diversos para volver inocuo el libro. O bien los pasajes chocantes se tachaban con un trazo grueso, de suerte que se volvían ilegibles, y, si después no se los reescribía, el siguiente copista del libro brindaba un texto irreprochable, pero lagunoso en algunos pasajes y quizás ininteligible ahí. O bien, no conformes con ello, querían evitar también el indicio de la mutilación del texto; procedíase entonces a desfigurar {dislocar} el texto. Se omitían algunas palabras o se las sustituía por otras, se interpolaban frases nuevas; lo mejor era suprimir todo el pasaje e insertar en su lugar otro, que quería decir exactamente lo contrario. El copista siguiente del libro podía producir entonces un texto insospechable, pero que estaba falsificado; ya no contenía lo que el autor había querido comunicar, y muy probablemente las correcciones introducidas no se orientaban en el sentido de la verdad.

Si no se establece la comparación en términos demasiado estrictos, se puede decir que la represión es a los otros métodos de defensa como la omisión a la desfiguración de] texto, y en las diversas formas de esta falsificación puede uno hallar analogías para las múltiples variedades de la alteración del yo. Alguien podría objetar que esta comparación falla en un punto esencial, pues la desfiguración del texto es obra de una censura tendenciosa, de la que el desarrollo yoico no muestra ningún correspondiente; pero no hay tal, pues esa tendencia está subrogada en vasta medida por la compulsión del principio de placer. El aparato psíquico no tolera el displacer, tiene que defenderse de él a cualquier precio, y si la percepción de la realidad objetiva trae displacer, ella -o sea, la percepción- tiene que ser sacrificada. Contra el peligro exterior, uno puede encontrar socorro durante un tiempo en la huida y la evitación de la situación peligrosa, hasta adquirir fortaleza bastante para cancelar la amenaza mediante una alteración activa de la realidad objetiva. Pero de sí mismo uno no puede huir; contra el peligro interior no vale huida alguna, y por eso los mecanismos de defensa del yo están condenados a falsificar la percepción interna y a posibilitarnos sólo una noticia deficiente y desfigurada de nuestro ello. El yo queda entonces, en sus relaciones con el ello, paralizado por sus limitaciones o enceguecido por sus errores, y el resultado en el acontecer psíquico será por fuerza el mismo que si un peregrino no conociera la comarca por la que anda y no tuviera vigor para la marcha.

Los mecanismos de defensa sirven al propósito de apartar peligros. Es incuestionable que lo consiguen; es dudoso que el yo, durante su desarrollo, pueda renunciar por completo a ellos, pero es también seguro que ellos mismos pueden convertirse en peligros. Muchas veces el resultado es que el yo ha pagado un precio demasiado alto por los servicios que ellos le prestan. El gasto dinámico que se requiere para solventarlos, así como las limitaciones del yo que conllevan casi regularmente, demuestran ser unos pesados lastres para la economía psíquica. Y, por otra parte, estos mecanismos no son resignados después que socorrieron al yo en los años difíciles de su desarrollo. Desde luego que cada persona no emplea todos los mecanismos de defensa posibles, sino sólo cierta selección de ellos, pero estos se fijan en el interior del yo, devienen unos modos regulares de reacción del carácter, que durante toda la vida se repiten tan pronto como retorna una situación parecida a la originaria. Así pasan a ser infantilismos, comparten el destino de tantas instituciones que se afanan en conservarse cuando ha pasado la época de su idoneidad. «La razón para en locura, la obra de bien en azote», según la queja del poeta (2). El yo fortalecido del adulto sigue defendiéndose de unos peligros que ya no existen en la realidad objetiva, y aun se ve esforzado a rebuscar aquellas situaciones de la realidad que puedan servir como sustitutos aproximados del peligro originario, a fin de justificar su aferramiento a los modos habituales de reacción. Bien se entiende, pues, que los mecanismos de defensa, mediante una enajenación respecto del mundo exterior, que gana más y más terreno, y mediante un debilitamiento permanente del yo, preparen y favorezcan el estallido de la neurosis.

Pero en este momento nuestro interés no se dirige al papel patógeno de los mecanismos de defensa; queremos indagar cómo influye sobre nuestro empeño terapéutico la alteración del yo que les corresponde. El ya citado libro de Anna Freud proporciona el material para responder esta pregunta. Lo esencial respecto de esto es que el analizado repite tales modos de reacción aun durante el trabajo analítico, los muestra a nuestros ojos, por así decir; en verdad, sólo por esa vía tomamos noticia de ellos. No querernos decir con esto que imposibiliten el análisis. Más bien, conforman una mitad de nuestra tarea analítica, La otra, la que el análisis abordó primero en su historia temprana, es el descubrimiento de lo escondido en el ello. Durante el tratamiento, nuestro empeño terapéutico oscila en continuo péndulo entre un pequeño fragmento de análisis del ello y otro de análisis del yo. En un caso queremos hacer conciente algo del ello; en el otro, corregir algo en el yo. Y el hecho decisivo es que los mecanismos de defensa frente a antiguos peligros retornan en la cura como resistencias al restablecimiento. Se desemboca en esto: que la curación misma es tratada por el yo corno un peligro nuevo.

El efecto terapéutico se liga con el hacer conciente lo reprimido -en el sentido más lato- en el interior del ello; preparamos el camino a este hacer conciente mediante interpretaciones y construcciones (3), pero habremos interpretado sólo para nosotros, no para el analizado, mientras el yo se aferre al defender anterior, mientras no resigne las resistencias. Ahora bien, estas resistencias, aunque pertenecientes al yo, son empero inconcientes y en cierto sentido están segregadas dentro del yo. El analista las discierne más fácilmente que a lo escondido en el ello; debería bastar que se las tratase como partes del ello y, haciéndolas concientes, se las vinculase con el yo restante. Por este camino habría que tramitar una mitad de la tarea analítica; no cabría contar con una resistencia al descubrimiento de resistencias. No obstante, sucede lo siguiente. Durante el trabajo con las resistencias, el yo se sale -más o menos seriamente- del pacto en que reposa la situación analítica. El yo deja de compartir nuestro empeño por poner en descubierto al ello, lo contraría, no observa la regla analítica fundamental, no deja que afloren otros retoños de lo reprimido. No se puede esperar del paciente una convicción sólida sobre el poder curativo del análisis; acaso ya traía alguna confianza en el analista, confianza que se refuerza y se torna productiva en virtud de los factores, que es preciso despertar, de la trasferencia positiva. Bajo el Influjo de las mociones de displacer, que se registran ahora por la reescenificación de los conflictos defensivos, pueden cobrar preeminencia unas trasferencias negativas y cancelar por completo la situación analítica. El analista es ahora sólo un hombre extraño que le dirige al paciente desagradables propuestas, y este se comporta frente a aquel en un todo como el niño a quien el extraño no le gusta, y no le cree nada. Si el analista intenta demostrar al paciente una de las desfiguraciones emprendidas en la defensa y corregírsela, lo halla irrazonable e inaccesible para los buenos argumentos. Así pues, existe realmente una resistencia a la puesta en descubierto de las resistencias, y los mecanismos de defensa merecen realmente el nombre con que se los designó al comienzo, antes de ser investigados con precisión; son resistencias no sólo contra el hacer-concientes los contenidos-ello, sino también contra el análisis en general y, por ende, contra la curación.

Al efecto que en el interior del yo tiene el defender podemos designarlo «alteración del yo», siempre que por tal comprendamos la divergencia respecto de un yo normal ficticio que aseguraría al trabajo psicoanalítico una alianza de fidelidad inconmovible. Ahora es fácil creer lo que la experiencia cotidiana enseña: tratándose del desenlace de una cura analítica, este depende en lo esencial de la intensidad y la profundidad de arraigo de estas resistencias de la alteración del yo. De nuevo nos sale al paso aquí la significatividad del factor cuantitativo, de nuevo somos advertidos de que el análisis puede costear sólo unos volúmenes determinados y limitados de energías, que han de medirse con las fuerzas hostiles. Y es como si efectivamente el triunfo fuera, las más de las veces, para los batallones más fuertes.

Freud, S. (1937): “Análisis terminable e interminable”, A.E., XXIII, Sección V, página 236.

Detengámonos un momento para asegurar al analista nuestra simpatía sincera por tener que cumplir él con tan difíciles requisitos en el ejercicio de su actividad. Y hasta pareciera que analizar sería la tercera de aquellas profesiones «imposibles» en que se puede dar anticipadamente por cierta la insuficiencia del resultado. Las otras dos, ya de antiguo consabidas, son el educar y el gobernar (4). No puede pedirse, es evidente, que el futuro analista sea un hombre perfecto antes de empeñarse en el análisis, esto es, que sólo abracen esa profesión personas de tan alto y tan raro acabamiento. Entonces, ¿dónde y cómo adquiriría el pobre diablo aquella aptitud ideal que le hace falta en su profesión? La respuesta rezará: en el análisis propio, con el que comienza su preparación para su actividad futura. Por razones prácticas, aquel sólo puede ser breve e incompleto; su fin principal es posibilitar que el didacta juzgue si se puede admitir al candidato para su ulterior formación. Cumple su cometido si instila en el aprendiz la firme convicción en la existencia de lo inconciente, le proporciona las de otro modo increíbles percepciones de sí a raíz de la emergencia de lo reprimido, y le enseña, en una primera muestra, la técnica únicamente acreditada en la actividad analítica. Esto por sí solo no bastaría como instrucción, pero se cuenta con que las incitaciones recibidas en el análisis propio no han de finalizar una vez cesado aquel, con que los procesos de la recomposición del yo continuarán de manera espontánea en el analizado y todas las ulteriores experiencias serán aprovechadas en el sentido que se acaba de adquirir. Ello en efecto acontece, y en la medida en que acontece otorga al analizado aptitud de analista.

Es lamentable que además de ello acontezca otra cosa todavía. Cuando quiere describirlo, uno sólo puede basarse en ciertas impresiones. Hostilidad por un lado, partidismo por el otro, crean una atmósfera que no es favorable a la exploración objetiva. Parece, pues, que numerosos analistas han aprendido a aplicar unos mecanismos de defensa que les permiten desviar de la persona propia ciertas consecuencias y exigencias del análisis, probablemente dirigiéndolas a otros, de suerte que ellos mismos siguen siendo como son y pueden sustraerse del influjo crítico y rectificador de aquel. Acaso este hecho da razón al poeta cuando nos advierte que, si a un hombre se le confiere poder, difícil le resultará no abusar de ese poder (5). Entretanto, a quien se empeña en entender esto se le impone la desagradable analogía con el efecto de los rayos X cuando se los maneja sin particulares precauciones. No sería asombroso que el hecho de ocuparse constantemente de todo lo reprimido que en el alma humana pugna por libertarse conmoviera y despertara también en el analista todas aquellas exigencias pulsionales que de ordinario él es capaz de mantener en la sofocación. También estos son «peligros del análisis», que por cierto no amenazan al copartícipe pasivo, sino al copartícipe activo de la situación analítica, y no se debería dejar de salirles al paso. En cuanto al modo, no pueden caber dudas. Todo analista debería hacerse de nuevo objeto de análisis periódicamente, quizá cada cinco años, sin avergonzarse por dar ese paso. Ello significaría, entonces, que el análisis propio también, y no sólo el análisis terapéutico de enfermos, se convertiría de una tarea terminable {finita} en una interminable {infinita}.

No obstante, es tiempo de aventar aquí un malentendido. No tengo el propósito de aseverar que el análisis como tal sea un trabajo sin conclusión. Comoquiera que uno se formule esta cuestión en la teoría, la terminación de un análisis es, opino yo, un asunto práctico. Todo analista experimentado podrá recordar una serie de casos en que se despidió del paciente para siempre «rebus bene gestis» (6).  Mucho menos se distancia la práctica de la teoría en casos del llamado «análisis del carácter». Aquí no se podrá prever fácilmente un término natural, por más que uno evite expectativas exageradas y no pida del análisis unas tareas extremas. Uno no se propondrá como meta limitar todas las peculiaridades humanas en favor de una normalidad esquemática, ni demandará que los «analizados a fondo» no registren pasiones ni puedan desarrollar conflictos internos de ninguna índole. El análisis debe crear las condiciones psicológicas más favorables para las funciones del yo; con ello quedaría tramitada su tarea.

Freud, S. (1937): “Análisis terminable e interminable”, A.E., XXIII, Sección VII, página 249.

Notas al pie

(1) [Referencia indirecta al superyó.]

(2) [Goethe, Fausto, parte I, escena 4.]

(3) [Cf. «Construcciones en el análisis» (1937d), AE, 23, pág. 255.]

(4) [Hay un párrafo similar en el «Prólogo» a un libro de Aichhorn (Freud, 19251), AE, 19, pág, 249.]

(5) Anatole France, La révolte des anges.

(6) {«porque las cosas anduvieron bien».}

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Graciela Cohan

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