NÚMERO 30 | Octubre 2024

VER SUMARIO

Intimidades de una escuela de Japón | Susana Bauer

Hace unos meses hice un viaje a Japón. Mi jefa me había mostrado un artículo sobre la excelencia de la enseñanza básica en Japón y me consiguió una entrevista con la directora de una escuela de Tokio para averiguar cómo era la pedagogía usada en las escuelas primarias, y en qué se distinguían las escuelas de Japón de las de otros países.

Mi marido, que arma sus valijas apenas oye la palabra viaje, se sintió automáticamente incluido en tan interesante plan, por lo cual planifiqué el viaje en compañía.

No me encanta volar, es más, si no fuera por un cóctel de somníferos que me clavo, estaría golpeando la cabina del piloto para informarle cada vez que yo registrara turbulencias.

En cambio, mi marido sólo se preocupa por que le toquen asientos de pasillo para poder estirar las piernas.

Afortunadamente nos tocaron, aleatoriamente, los asientos de la primera fila de uno de los tramos del avión, que tienen espacio para estirar las piernas, y que se encuentran pegados a las salidas de emergencia.

Al lado nuestro, dando al pasillo, viajaba una señora que hablaba en francés con un señor ubicado en los asientos centrales del avión. Gesticulaba y movía las manos, y parecía muy nerviosa. Luego nos enteramos de que le habían suspendido un vuelo de Londres a París, y la compañía aérea intentó reparar el percance ofreciéndole un tramo a Buenos Aires con conexión a París. Total, se viajaba de noche y tenía una
cena gratis.

Cuando yo le estaba comentando a mi marido lo contenta que estaba de que nos hubieran adjudicado asientos con la comodidad para él de estirar las piernas, y para mí, de poder tener mi mochila a mano, y sacar mis elementos de higiene, se nos acercó un auxiliar de abordo, y nos dijo que nosotros, por ocupar los asientos próximos a la salida de emergencia del avión, no podíamos poner nuestras mochilas debajo de nuestros asientos, como lo hace todo el mundo, sino que debíamos guardarlas en los
compartimentos superiores y no sacarlas de ahí durante todo el vuelo.

Acto seguido, nos explicó que nosotros tres (la francesa, mi marido y yo), por ser privilegiados, dada la ubicación que nos tocó en suerte, tendríamos que ser los ayudantes del personal de abordo para facilitar la evacuación de los pasajeros en caso de siniestro, y salir del avión en último lugar. ¿Estaba hablando en serio?

La francesa entendió la mitad de lo que explicó en español el joven, pero lo suficiente para entrar en pánico, y dijo que no iba a aceptar la misión, se levantó de su asiento y se fue a conversar con el mismo pasajero de antes, seguramente para contarle lo que le habían encomendado.

A mí, lo único que me importaba era que no me movieran de esos asientos privilegiados que, afortunadamente, nos permitirían salir primeros del avión en caso de emergencia.

Menos mal que encontré la mirada cómplice de mi marido, quien en esta oportunidad no propuso disfrazarse de Hombre Araña.

En París hicimos trasbordo a Tokio. Llegamos a la capital japonesa cansados. Desde el aeropuerto me comuniqué con la directora de la escuela, que hablaba muy bien inglés. Propuso que me fuera a descansar y que me presentara en la escuela a la mañana siguiente. Agradecí esta deferencia y nos despedimos.

Al día siguiente, la directora de la escuela me recibió muy cálidamente y me invitó a ingresar a su despacho.

Para mi sorpresa, había un hombre sentado en una butaca. Entonces la directora me informó que me había citado al mismo tiempo que a un padre de la escuela, para que pudiera observar en vivo y en directo cómo los padres japoneses tienen un papel muy activo en la educación de sus hijos, asistiendo a reuniones con regularidad y asegurando que sus hijos cumplan con sus responsabilidades.

Luego solicitó al padre que contara por qué estaba ahí. Mientras el padre hablaba, la directora iba traduciendo. Y entonces me enteré de que el padre había acudido a la escuela para demandar a una docente con quien había tenido una aventura, y cuyo resultado fue el contagio de un “bichito” (sic). Para evitar la demanda, el padre exigía que la escuela se hiciera cargo de su tratamiento, de modo de evitar la propagación del virus hacia otras docentes, dado el rol dinámico y participativo del padre en la escuela.

La directora aseguró al padre que ella solucionaría el problema y lo despidió con un cálido abrazo. Luego volvió a mí y comenzó a hablar de la excelencia de la educación de los niños de su escuela. Fue entonces cuando me comentó que para inculcar en los niños el amor por la lectura y el respeto por los libros, se estaba poniendo en práctica una experiencia muy exitosa en instituciones educativas de todo el país, y que yo iba a tener el privilegio de presenciar.

La experiencia consistía en invitar a un grupo de niños a la biblioteca de la escuela junto con su maestra, y una vez en el recinto, la bibliotecaria decía unas palabras mágicas que yo no podría reproducir porque no hablo japonés.

Lo cierto es que apenas dichas esas palabras, se producía una avalancha de libros de todo tipo sobre las criaturas que habían asimilado previamente la consigna de no cubrirse la cabeza para recibir el golpe certero que despertara sus neuronas.

Si bien luego de cada una de estas experiencias, algunos niños debían ser internados por hematomas y fracturas varias, las pruebas de evaluación cognitiva de fin de año ubicaron a Japón entre los países con mayor cultura general infantil del mundo.

Consultada la Ministra de Educación de Japón acerca de tan importante logro, ésta respondió: “No sé si logramos el amor por la lectura, pero indudablemente sí el respeto por los libros”.

Acerca del autor

Susana Bauer

Susana Bauer