José Graiño: Siempre quise entrevistarte… a ver si descubro el secreto de tu enojo – José clavó su mirada en Alfredo y éste sonrió. De los amigos todo.
Alfredo Grande: En realidad, me enojo mucho menos. Deben ser los años y la presión… A lo mejor mi enojo no tiene secretos.
J. G.: ¿Cómo se te ocurrió ingresar a la Escuela? ¿La Apita le decían antes, no es así?
A. G.: Así es. Una especie de pre-escolar para la APA, fuente de toda razón psicoanalítica y toda justicia interpretativa.
J. G.: No empecés, que después alguien se enoja…y no va a ser ningún secreto el porqué.
Alfredo rió. Le gustaba como José, producto de un vínculo sostenido durante muchos años, pero no solamente, sintonizaba su misma onda.
A. G.: Bueno, concedamos. Década del ‘70. Yo ingreso en el ‘77. Si la memoria me falla poco. Y en realidad siempre dije que no había entrado en la Escuela, sino que la había tomado. Tomado para olvidar otras experiencias de formación. De esos tiempos todo cambió, menos Liliana Horné, naturalmente.
J. G.: ¿Es cierto que siempre está igual?
A. G.: En realidad, soy injusto -replicó Alfredo-, está mejor. Bueno, te decía que en esos tiempos eran tres años de cursada y te anotabas por terna, que se elegían por horarios y por docentes. A las 4 de la mañana te instalabas en la Escuela del Sol, aunque a esa hora todavía no había salido, me refiero al sol. Y en los tres seminarios semanales éramos los mismos y además éramos tan jóvenes. Al final del año ese grupo ya era una especie de asociación ilícita. El primer año fue maravilloso. Recuerdo muy especialmente a Marcelo Muntaabski y Antonio Barrutia. En esos tiempos los docentes por lo menos daban café. Todos lo hacían, menos Antonio. Al final de año le cantamos con una letra que yo escribí el tango Cuesta Abajo. Sólo me acuerdo de: “…sabía, que en su mundo no cabía, toda la humilde alegría, de una taza de café.” Antonio sonreía.
J. G.: En esos lejanos tiempos no había sede ¿Dónde se reunían?
A. G.: Los seminarios se dictaban en los consultorios de los docentes. Lo que sucedió nuevamente cuando se reformó el edificio.
J. G.: Supongo que durante la dictadura no fue fácil sostener la enseñanza del psicoanálisis
A. G.: Fue difícil, pero fue posible. Por ejemplo: Freud Social se llamaba Freud Cultural. Pero se daba la misma bibliografía que ahora. Claro que nadie hubiera escrito un trabajo que tuviera como título: El Malestar en el Proceso de Reorganización Nacional. Pero la Escuela se mantuvo sosteniendo lo que años después denominé el trípode de la implicación: coherencia, consistencia, credibilidad. En esos seminarios del Freud Social que cursé con Diana Inglesini y Martha Vega estuvo la semilla de lo que hoy es el Área de Psicoanálisis Implicado y Clínica Social.
J. G.: ¿Cuál fue el primer trabajo que presentaste?
A. G.: Me temo que sea un recuerdo encubridor, pero creo que Los Mecanismos de Producción de Placer y el concepto de plusvalía sexual.
J. G.: ¿Pero ese es el título o el trabajo? –mirándolo con asombro.
A. G.: (sonriendo) No te abuses de que ya no me enojo. Años después entendí que en el título está el trabajo. Claro: hay títulos encubridores y otros descubridores. Un buen título es una condensación del trabajo completo. Yo no puedo escribir nada hasta que un título me encuentra.
J. G.: Sospecho que no habrá sido fácil para vos presentar trabajos donde imagino que el pensamiento crítico ya había fermentado.
A. G.: No. Fue difícil –entrecerrando los ojos. Pero eso para mí fue lo valioso. La Escuela propiciaba, no garantizaba. Sólo la cultura represora garantiza: el precio más bajo o le devolvemos su dinero. Ni es más bajo ni te lo devuelven. Para mí, la Escuela propició la aventura del pensamiento propio. Lo que yo hice con eso, es de mi absoluta irresponsabilidad (José rió).
J. G.: Bueno, como diría Freud, irresponsabilidad para un sistema, responsabilidad para otro.
A. G.: (Asintiendo) Muy bueno. Para lo que en ese momento todavía se denominaba “superyo psicoanalítico”, fue un irresponsable. Y algunos encontronazos tuve, no demasiado sublimatorios. Pero hasta eso es un mérito. Como otro cafetín de Buenos Aires, donde aprendés todo lo bueno y aprendés un poco de lo malo.
J. G.: Uno de tus aforismos implicados con el cual iniciás los seminarios en la Escuela es: “Cada uno tiene el Freud que se merece”. ¿Podés explicarlo? De tanto escucharlo me gustaría entenderlo, es decir, entenderlo desde vos.
A. G.: (Poniendo cara de entrevistado) Bueno, es una forma condensada de hablar del análisis de la implicación. Merecer no como castigo, al menos no solamente. Merecer como condición de posibilidad. Podría decir… la pulsión merece un objeto. Hay una implicación de clase, de género, ideológica, económica y teórica. “Dime que teoría eliges y te diré quién eres”.
J. G.: ¿Otro aforismo? -se sorprendió José y agregó: ¿Cómo ves la Escuela hoy? ¿La volverías a elegir?
A. G.: Bueno, la sigo queriendo como el primer día. Mis dos inventos, el psicoanálisis implicado y la cooperativa de trabajo en salud mental ATICO, no hubieran sido posibles sin la Escuela porque el tema no es solamente la sistematización del estudio de la monumental obra de Freud, eso es un buen punto de partida, lo importante es la actual organización en Áreas. Eso disminuye, creo que impide, el devenir hacia una masa artificial.
J. G.: Pero no impide lo que denominás “el momento artificial de una masa”.
A. G.: Así es. En algunas reuniones científicas lo hemos observado. Pero el momento artificial es reversible. Es, digamos, como un rasgo de carácter. No es una caracteropatía como si lo es toda masa artificial o las Asociaciones ligadas a teorías, autores, etc. Terminan siendo caldo de cultivo de pulsión de muerte.
J. G.: Instituciones superyoicas.
A. G.: Totalmente. Me acuerdo de un docente que tuvimos allá por 1978 que en la evaluación de la que hoy es una de las más importantes docentes de la Escuela le dijo: vos no tenés pensamiento psicoanalítico. Y en el seminario que compartimos el año pasado, un alumno nos dijo lo mismo. Que un docente lo evaluó como “anencéfalo psicoanalítico”, que en definitiva eso es no tener pensamiento. Discúlpalos Freud, no saben lo que hacen. (José no pudo contener la risa).
J. G.: Alfredo, vos tenés pensamiento psicoanalítico, lo que te falla es la idea directriz. Volvamos a tu pasaje por la Escuela. ¿Quién te hizo la entrevista de admisión?
A. G: Por suerte para mí, un tipazo, Mauricio Chevnik. Me dijo al final de la entrevista: “la Escuela le va a hacer muy bien a Ud. y Ud a la Escuela. Increíble, pero real.
J. G.: ¿Alguna vez quisiste renunciar, irte?
A. G.: La verdad que sí. Un año quedé endeudado mal, como se dice ahora. Refinancié, maldije, me enojé, pero me quedé. Ahora creo que debo dos meses. Espero que igual sigas con la entrevista.
J. G.: No hay problema. Me interesa saber cómo pensás la docencia en la Escuela, la transmisión en psicoanálisis.
A. G.: Ante todo, siempre he formado equipos docentes. Yo soy tan ayudante del ayudante, porque ambos ayudamos a la dinámica grupal. Curiosamente, cuando vos cursaste, eran dos alumnos y tres docentes.
J. G.: Es cierto… Algo totalmente extraño. Pero tanto yo como Marcela teníamos una fuerte convicción en cursar el seminario contigo. Tengo que escribir sobre esa experiencia.
A. G.: Sin duda y mucho menos razonable. Tenés, si querés, que escribirla. En una época le pedíamos a los cursantes dos actas: una dinámica y otra temática. Y era realmente interesante como la dinámica grupal daba cuenta de los conceptos teóricos que se discutían. En cierto sentido, yo coordino el seminario al modo del grupo operativo pichoniano, siendo la tarea estudiar el texto freudiano. Para el equipo docente, el texto es la producción grupal.
J. G.: Así es. Y la lectura de las actas es tan importante como la lectura de los textos. Siempre comprobamos eso que vos decís. El instituyente son los alumnos, nosotros el instituído y espero que nunca el instituído burocratizado. ¿Pensás que hay una relación entre los conceptos teóricos del psicoanálisis implicado y la Escuela? Yo estoy seguro que sí, pero me gustaría saber como lo pensás.
A. G.: (Volvió a sonreir). Me hacés acordar de otro aforismo implicado: “Pienso luego existo. Pero si pienso como existo, entonces no pienso más”.
J. G.: Vos te quejás de lleno que estás. Existís, pensás, te entrevisto… es la completud.
A. G.: Bueno, sabés que diferencio entre completud y plenitud. La plenitud es vincular y eso es para mí la marca de la Escuela. Lo vincular como destino pulsional: amor de meta inhibida y sublimación real. Sin estas garantías metapsicológicas, la ciencia decae. La Escuela hoy ofrece muchos espacios para sostener la plenitud. Y cuando la sostenemos estamos alegres, confiados, inteligentes, seguros. Es lo que llamo el colectivo de héroes.
J. G.: ¡Epa.! ¿No será mucho?
A. G.: Absolutamente. Pero cuando en una asamblea la Escuela resuelve no ser filial de ninguna organización internacional, saca patente de heroína porque enfrenta los mandatos de la cultura represora que tiende a patentar y patetizar las multinacionales del conocimiento. Fue Marcelo Muntaabski que hizo una extraordinaria intervención para fundamentar la autonomía de la Escuela. Salí de esa asamblea con una sensación que todavía mantengo de absoluta plenitud. Pero además esa autonomía para el afuera, se sostuvo siempre para el adentro. Siempre habrá caciques, porque la vocación de cacique nunca se pierde, pero lo mejor es respetarlos y no hacerles demasiado caso. La Escuela propició siempre ese pensamiento autónomo. Y por una situación que tuvimos en una presentación de la reunión científica de los Miércoles, inventamos el concepto de “reacción teórica negativa”. Y eso sólo es posible cuando la autonomía de pensar está cuidada por expertos y expertas.
J. G.: ¿Qué te hubiera gustado hacer en la Escuela y no pudiste?
A. G.: Hice hasta teatro… Memorables recuerdos… Empecé con “My Freud’s Ladies” en 1983, cuando volvía la democracia. A las 0 horas todos brindamos. Ese día asumía Raúl Alfonsín. Y el Grupo de teatro siguió 5 años. Otra experiencia de plenitud vincular. Se me impone el nombre de Néstor Propato, siempre lo recuerdo.
J. G.: ¿Hiciste muchos amigos en estos años que son…. como 34?
A. G.: Yo tengo una idea de amistad que es “amistad en la tarea”. De esos amigos, muchísimos. De lo que en forma convencional se llaman “amigos personales”, como si los otros no fueran personas, menos. Pero creo que eso es otro mérito de la Escuela. Fomentar la amistad en la tarea y no el amiguismo y el compinchismo. Sostener la familiaridad pero impedir el familiarismo.
J. G.: ¿Pero de lo que no pudiste hacer no recordás nada?
A. G.: Querido amigo: la memoria no es neutral. Y los recuerdos menos. Si para mi la Asociación Civil sigue teniendo como fundante la Escuela, significa que, al decir de Sabina, “el quiero le ganó la guerra al puedo”. Por eso puedo afirmar que lo que denomino modos yoicos de producción de subjetividad tiene en la Escuela su zona erógena. Displacer, dolor, los mencionados enojos… También son necesarios. No tienen que ver con el castigo sino con el sufrimiento de toda mudanza, eso que se conoce como cambio de paradigma.
J. G.: ¿Para vos la Escuela es un paradigma? –con cierta sorpresa mezcla de curiosidad. A. G.: Absolutamente. Para no enojarnos con Freud no diré que es una concepción del universo, pero sí lo es del sujeto. La Escuela en su nivel fundante y en su nivel convencional descubridor propone una teoría del sujeto.
J. G.: Aclará sin que oscurezca, por favor –pidió mientras escribía. Se había apagado el grabador en el peor o mejor momento, depende para que sistema.
A. G.: No tengo la menor idea. No puedo fundamentarlo, pero no importa. Tengo tiempo para pensarlo, pero la idea me gusta. En los seminarios me pasa lo mismo, creo que las ocurrencias contra transferenciales deben ser explicitadas. No hay otra realidad que la transferencial y la contra transferencial y especialmente si agregamos la cualidad de institucional. Y llegamos nuevamente al análisis de la implicación. Como en la canción final de una de las obras de teatro, una canción que cantaba Marita D’Alvia, “yo soy la escuela”.
J. G.: Yo también- contestó y se abrazaron.
Un enorme orgullo participar de esta revista virtual de la querida Escuela
Els Castellers es una tradición catalana que simboliza el espíritu de una sociedad. Son “Castillos humanos” consttituidos y construidos desde su base hasta el “pináculo” por la solidaridad , el sostén, la inteligencia y el compromiso recíproco, desde los más fuertes y capacitados hasta los más nóveles participantes del proyecto. Se espera alcanzar su máximo desarrollo con el supuesto último integrante del “castell” antes de su inevitable derrumbe. La obra siempre continúa…. Vaya este breve y humilde reconocimiento a dos brillantes maestros de nuestra escuela: Alfredo y José..
Gracias Nestor. Te recuerdo como un estudiante comprometido, implicado y con intervenciones que permitían pensar mas y mejor. Tu comentario lo evidencia. Un fuerte abrazo!!