NÚMERO 27 | Mayo 2023

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La última sesión de Freud. Análisis de la obra | Silvina Ferreira dos Santos y Graciela Jaimsky

Colegas de la Asociación asistieron a la obra teatral La última sesión de Freud. Comparten con nosotros el análisis que realizaron sobre el libro, las interpretaciones y la puesta en escena.

El comentario de Silvina Ferreira dos Santos

En un consultorio como escenario, los personajes, al igual que los espectadores, vamos «entrando en el clima de una sesión». El contrapunto entre Freud y Lewis, como dinámica de interacción, salta a la vista, además del desdibujamiento de aquellas líneas que sólo, ilusoriamente, nos permiten saber quién es el paciente y quién el analista. El sufrimiento brota en todos lados por igual, lo cual nos recuerda que no hay existencia libre de conflicto, dilemas y asechanzas, tampoco, sin necesidad de amparo, especialmente, cuando el desvalimiento campea. La muerte sobrevuela a lo largo de toda la sesión, avanza sin tregua travestida a modo de enfermedad y guerra. Sutilmente, también en la obra, se refiere a otras formas que adopta la muerte, como «un dejar atrás», pasar de etapa que es lo que sucede en toda transformación vital.

La dinámica transferencial que se va tejiendo entre los personajes le permite a un espectador no tan lego aventurar algunas trazas singulares en ese apasionado debate entre Freud y Lewis sobre la existencia de Dios. Se puede vislumbrar cómo cada uno procura la «conversión» del otro como si tratara de domeñar lo otro de sí que aquel encarna. La férrea defensa de la propia posición en la que se enrola cada personaje muestra sus intentos por no cambiar.  Pero, en el fondo, la derrota no sólo parece inevitable, sino hasta ¿deseada? Será que el creyente intenta ser un poco escéptico y cuestiona la grandeza de los dioses adorados desde su infancia. ¿Y el escéptico? Tratará, acaso, de aceptar, ante la finitud, su necesidad humana de poder creer en algo donde encontrar consuelo, por más infantil que aquello le suene.

La desconfianza y el descrédito de Freud en los dioses tiene raíces en su historia. Los quiebres económicos de su padre, las penurias que pasaba su familia por ello, la forzada migración de su pueblo natal y verlo que se dejara humillar públicamente por ser judío socavaron una temprana y necesaria idolatría de su figura. En el suelo de la confianza vivida y experienciada es donde puede crecer la capacidad para «creer en» (Winnicott, 1962). Ese padre desfalleciente parece haber privado a Freud de experiencias confrontativas tendientes a despojarlo de una omnipotencia que, desde su mirada infantil, nunca tuvo. Su búsqueda constante en otras figuras a quienes idealizar —por ejemplo, Breuer y Fliess— y su conocido encono con las personas de autoridad constituyen derivas de tal conflictiva.

Erguirse como responsable del propio mundo interno, de modo prematuro y esforzado, empobrece la cualidad espontánea y creativa del ser. Freud se vio obligado a cuidar a su padre de su propia hostilidad, incluso, lo retrataba reactivamente, en su fantasía, más enaltecido de lo que lo había vivido.

En una carta que le escribe a su novia, Martha Bernays, Freud le pregunta: ¿Crees que realmente produzco una impresión simpática a primera vista? Yo mismo lo pongo en duda. Creo que la gente advierte en mí cierta cosa extraña, y que ello proviene, en última instancia, de que no he sido joven en mi juventud, y que ahora, cuando comienza la madurez, no puedo ponerme más viejo. (Jones, 1970)

Esa particular incapacidad para dejarse ilusionar quizás sea lo que Freud trabaja como paciente en su última sesión. ¿Podrá un hombre, devoto sólo de los hechos y las evidencias, transformarse en un hombre de fe al final de sus días? ¿Podrá encontrar alguna clase de consuelo ante la cruda realidad de la muerte? Aunque el final esté cerca, Freud aún batalla por mantenerse vivo. Casi por efecto del trabajo analítico, el paciente se despide de la sesión con una humorada que aliviana esa angustiante «falta de seguro» con la que le toca y nos toca vivir, pero no por ello sin que, mientras tanto, podamos hacer algo… tal vez, simplemente, jugar para no morir de realidad.

El comentario de Graciela Jaimsky

La obra trascurre en el estudio de Freud, en Londres. Apenas comienza, el anfitrión recibe a Lewis —reconocido autor de Las crónicas de Narnia—, quien, habiendo sido un ferviente ateo en su juventud, se convierte al cristianismo.  Freud lo cita para comprender las razones que tenía una persona tan inteligente para creer «semejante mentira».

El intercambio entre los intelectuales produce un duelo de ideas sobre el amor, la muerte, la existencia de Dios de manera tan intensa y con argumentos tan contundentes que conmueven y hacen reflexionar al espectador sobre sus propias creencias.

Un detalle interesante es que la decoración del estudio estuvo a cargo de su hija Ana, quien reprodujo aquel otro que tuvo que abandonar en Viena. Tal vez lo haya hecho como un modo de aminorar el dolor y las pérdidas que el exilio causó por la ocupación nazi.

La escenografía retrata el típico consultorio freudiano con el diván como objeto de temor y atracción. Durante la obra se sugiere con el acto de acercarse y alejarse del tan mentado lugar de análisis, que los dos hombres tienden a compartir no sólo sus pensamientos sobre temas existenciales que se propusieron, sino también a sincerar sus sufrimientos personales. Como el mismo Freud expresa, el Psicoanálisis trabaja con aquello que se filtra en el decir.

La denominada «última sesión de Freud» ocurre en un encuentro que no fue propiamente parte de un proceso analítico, fue con un Freud de ochenta y tres años que, a pesar de estar atravesando un cáncer de piso de boca —doloroso y terminal—, se mantiene vital. Un sujeto apasionado, riguroso a la hora de argumentar, que cuestiona la dura realidad de su tiempo histórico. Casualmente, el día que se encuentra con Lewis, Inglaterra ingresa en la Segunda Guerra Mundial. Esta situación inquietante es hábilmente mostrada en la obra con pequeñas disgresiones que interrumpen la charla.

Freud inspiró muchos desarrollos psicoanalíticos, entre ellos, el de Winnicott, quien señalará, con buen tino, que no se puede vivir ajeno a la época ni vivir sumergido en el mundo de los fantasmas internos. Por ello, es tan valioso el espacio de la cultura y sus distintas manifestaciones, ya que permiten transformar «el peor de los desiertos en terreno de juego».(Winnicott, 1945)

Bibliografía

Jones, E.; Trilling, L.; Marcus, S (1985). Edición abreviada de Vida y obra de Sigmund Freud. Tomo I, p. 161. Barcelona: Salvat Ediciones.

Winnicott, D. (1963). “La ética y la educación”. En Los procesos de maduración y el ambiente facilitador. Buenos Aires: Paidós.  En el texto dice 1962, hay que modificarlo, el año correcto es 1963.

Winnicott, D. (1979). Realidad y juego. Barcelona, Gedisa.

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