El título que nos convoca supone algún nexo especial entre angustia y poesía, un nexo que nosotros plantearemos como causal, no porque sea el único, pero sí porque nos animaríamos a decir privilegiado. Sostenemos que en la literatura lírica universal el lugar de la angustia es frecuente y repetido como componente de la voluntad poética.
En principio, deberíamos decir que hay una relación inversa entre la angustia y el lenguaje: frente a la angustia, las palabras cesan en la medida que esta aparece en un territorio donde la lengua alcanza sus propias fronteras en tanto discurso; es algo en que la gramática de cada lengua se muestra insuficiente o simplemente banal y entonces pierde eficacia en cuanto establecimiento de un lazo al Otro.
En cambio, en toda producción poética está implícita, como en el chiste, una apelación al Otro en tanto cómplice en el proceso de creación, por lo que todo texto es necesariamente incompleto y necesita de actualización en el lector. La angustia del poeta se actualiza en la evocación de la angustia en el lector, pero para ello deberá existir la formalización de un tropo que ubique al idioma en sus límites para lograr dicho pasaje. Y podríamos decir que ese pasaje al límite constituye el saber hacer del poeta con la angustia. En el límite coexisten el sentido y el sin-sentido, el borde del sin-sentido del que nace un sentido nuevo en una revalorización total del discurso.
El saber hacer del poeta con la angustia es equivalente a decir que la función significante crea el vacío, vacío que el tropo, el objeto poético, organiza, pero lo hace además en un encuentro privilegiado con significantes provenientes de su época. Significantes estos que, por medio de su propia repetición, constituyen un estilo. Estilo que lo nombra como autor de una época.
¿En qué sentido formulamos el acto de creación como voluntad poética? Seguimos aquí la denominación de Harold Bloom[1] de «voluntad poética», la voluntad de creación es homóloga a la pulsión, es una fuerza inconsciente y primordial y tiene como meta la refutación del tiempo, la negación del resentimiento del tiempo como pasado.
Obviamente Bloom hace referencia a Nietzsche tomando aquel famoso pasaje de Zaratustra (el discurso «De la redención» de la segunda parte de Zaratustra) que reza: «Eso y nada más que eso es la venganza misma: la aversión de la voluntad contra el tiempo y su “fue”»[2].
Zaratustra sostiene que se debe transformar el «fue» en «así lo quise yo», pues la voluntad no puede querer hacia atrás, ya que en ese sentido la voluntad yace prisionera. Por lo tanto, el querer hace libres, pero esto sólo es válido para el tiempo futuro. Si en cambio la voluntad, que es liberadora, se vuelve hacia el pasado, sólo puede ser causante de dolor. Así nace el «espíritu de venganza».
Nietzsche plantea que, frente al horror de la existencia, frente al espanto de la mirada dionisíaca ─lo que nosotros llamaríamos el enfrentamiento con lo real─ el arte salva la vida y sólo él puede convertirse en un estimulante para seguir viviendo al crear ficciones que son condiciones de la vida.
La voluntad de poder se revela así, como voluntad poética, creadora de velos, metamorfosis, ficciones. De este modo, lo que es rechazado desde otro punto de vista puede ser afirmado desde la perspectiva del arte que es un impulso frente a la apariencia, sólo por esta actividad propia está justificada la existencia.
El sentido, el valor de las cosas, sólo es posible gracias al acto creador y el mundo solo alcanza el sentido en la proyección de la apariencia, más allá sólo hay caos y absurdo. Por eso, el instinto fundamental del hombre es la fabulación, el instinto de crear metáforas, ficciones. En este sentido, el lenguaje, como todas las imágenes, es otra forma de proyección de apariencias que no describe ningún estado o situación.
En el acto de la creación, intervienen dos potencias que son denominadas Apolo y Dioniso, fuerzas artísticas que surgen de la naturaleza misma. Con esta referencia Nietzsche quiere expresar la antítesis de voluntad y fenómeno. Apolo es la tendencia a la forma, a la representación. Dioniso es el mundo de la embriaguez, lo caótico e ilimitado, lo informe e indiferenciado.
Estas dos fuerzas artísticas de la naturaleza, que a primera vista se pueden percibir como impulsos separados y con un carácter antitético, tienen también algo en común, pues ambos estados son formas de la embriaguez. Todo arte procede de la excitación y la embriaguez. Pero, mientras que el estado apolíneo es sólo una embriaguez parcial que afecta únicamente a la visión, en la excitación dionisíaca alcanza todos los niveles. El estado estético creador, en definitiva, es una excitación que se hace apariencia.
La embriaguez es la fuerza creadora que acompaña toda la meditación estética de Nietzsche. En cualquier acto de creación, el creador se despoja de algo que de alguna manera pasa a formar parte de la cosa creada; crear significa expulsar algo fuera de nosotros y, finalmente, transformar lo caótico y lo ilimitado en la apariencia y en lo que tiene medida.
Esta reflexión sobre la mitología estética de Nietzsche, a la que se refería Harold Bloom para tomar el término de «Voluntad poética», nos parece interesante para referirla metafóricamente a la relación entre angustia y poesía. En el poeta podemos representarnos estas dos fuerzas, la fuerza dionisíaca de la angustia y la apolínea del poema. Aunque Nietzsche haya sostenido que la poesía lírica, por su cercanía con la música, está más cerca del arte dionisíaco, nosotros sostenemos que, además, por su cercanía con la angustia, se la puede ubicar en ese nivel.
Ahora tratemos de delimitar más ajustadamente el concepto de angustia desde el punto de vista psicoanalítico. Así, llamamos angustia a aquel afecto cuya característica displacentera puede tener intensidades variables y que se manifiesta en un sujeto como la espera de algo que no puede nombrar. Se traduce en sensaciones físicas, generalmente opresivas, acompañadas de un intenso dolor psíquico y cuyo origen es una acumulación de tensión insoportable imposible de descargar. Por esto, Freud establece entre angustia y libido sexual una relación particularmente íntima.
Freud refiere, en el concepto de angustia, dos niveles: el primero corresponde a un afecto que es una respuesta al estado de desamparo, una situación de desvalimiento cuyo paradigma sería un lactante que pierde la protección del objeto que lo protege y queda, por ese motivo, a merced de una tensión que lo aplasta. Es la expresión de una angustia primitiva frente a la cual el sujeto está sin defensa. El segundo nivel se caracteriza por la aparición de la angustia como una señal, un signo que anuncia el peligro de castración. Esto puede leerse como una anticipación que preanuncia la hostilidad del superyó.
Para Lacan, la angustia es un afecto que se desencadena frente al deseo del Otro y no surge frente a la falta de un objeto (la madre o el falo), sino frente a su híperpresencia asfixiante. En este sentido dice que «la angustia no es sin objeto»; allí, donde debería haber una falta, aparece una presencia siniestra o asfixiante. Para que un sujeto pueda ser deseante, es necesario que el objeto causa de su deseo pueda faltarle. Si esto no es así, si ese objeto llega a no faltar, nos encontramos en la situación de experimentar una inquietante extrañeza.
Esta aparición de la angustia se desarrolla en un campo determinado que se puede representar como los límites de una escena o el marco de una ventana en donde aparece la imagen de lo horrible, lo inquietante, lo innombrable, fuente de terror. La angustia es lo que no engaña: no es la duda, sino la causa de la duda. Es una espantosa certidumbre que nos mira, que nos petrifica como si fuéramos nosotros objeto de no se sabe qué propósito y nos deja dependiendo del Otro, sin palabra alguna, fuera de la simbolización.
Es un estado que indica la aparición de lo real como aquello traumático, arrasador, informe, dionisíaco, diría Nietzsche, que permanece confuso, no formalizable. Aquello con lo cual no hay mediación posible y frente a lo cual todas las palabras cesan y todas las categorías fallan.
El deseo es un remedio para la angustia, algo más fácil de soportar que la angustia misma; por otra parte, la angustia no siempre viene desde el interior del sujeto, sino que a menudo proviene de otro, de un semejante en una situación social determinada.
Cuando la fatalidad del destino reemplaza a la crueldad del superyó, esta angustia es proyectada a sus poderes y es similar a la angustia del pequeño que se ve abandonado por su objeto protector, por lo tanto, es sentimiento de desamparo y de peligro que en sentido genérico consideramos de castración y que puede tener diversas expresiones, por ejemplo, la angustia frente a la muerte.
Ahora bien, veamos una relación entre poesía y angustia de muerte:
Enseguida anochece
Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol:
y en seguida anochece.
Este hermoso poema de Salvatore Quasimodo ilustra la voluntad poética frente al paso de un tiempo acelerado, angustia existencial, universal, humana, de saberse mortales.
La voluntad poética crea el tropo para enfrentar la angustia y ¿en qué consiste el poder de ese tropo? En principio, como manifestación de lo apolíneo, consiste en trasponer lo indecible en una forma familiar, en hacer de la muerte una figura al suplantarla metafóricamente. Asimila, en este movimiento, la duración de la vida al día y la condición de la vida a la luz. Esta trasposición propone un marco a la fugacidad, a la inasible marcha del tiempo y su angustia para poder nombrar ese estado extrayendo un placer de eso.
La angustia, en este sentido existencial, corresponde a la captación de la esencia temporal del sujeto en un tiempo en el cual la vida, al ir siendo, va consistiendo en una anticipación de sí misma en la medida que el tiempo del que nos ocupamos no es del tiempo en la vida, sino del tiempo de la vida, es decir, el que nos queda por vivir. Y este tiempo es un presente que es un futuro que se anticipa, es un tiempo a ser que no me es indiferente, como que es el que me queda de mi propia vida, y esta no indiferencia es precisamente la angustia. Por un lado, es un afán por seguir siendo, por el otro, esa «ansiedad de ser» que lleva en sí el temor de no ser, “el horror de la nada”. Así podríamos definir a la angustia existencial: la ansiedad de ser y el horror a la nada. En el fondo de la existencia de la vida, encontramos la raíz de la nada, allí coexisten el ser y la nada.
Mas el sujeto no lo vive, desde el punto de vista inconsciente, como un dato de la realidad, sino como los poderes del destino, es decir, una figura derivada de la crueldad del superyó, pero en última instancia como un sometimiento aplastante frente a la presencia aplastante de un Otro.
Así, la angustia se convierte en voluntad poética al darle una forma. Además, si consideramos que el goce estético, en este caso particular, deviene de crear condiciones de actividad y velamiento frente a la muerte, de transformar la condición de objetos pasivos dados a la muerte a promover la pérdida de este objeto en el acto poético y ser agentes de un acto que lo arroje frente a sí. El significante, como elemento intermedio entre la ausencia y la presencia evocada, implica la presencia de la muerte y, a la vez, la ausencia de ella en el instante presente de la lectura o escritura. Es un goce de la nada en la medida en que esta nada está circunscripta, y al mismo tiempo que esta aparece, es negada en el mismo movimiento por la formación del tropo poético.
Pero el inefable goce estético está relacionado con la aparición sorpresiva de la temporalidad inmediata, perentoria, el sobresalto provocado por el «enseguida» en medio de la modorra del día de sol. Se espera del día que se retire lentamente, que haya una conciencia que registre el paso del tiempo punto a punto y que, concomitantemente, haya una aceptación de la invasión creciente de la sombra. Pero el sujeto impone su voluntad de luz, niega que la sombra sea inevitable y, así, sobreviene el “enseguida” como una herida abierta en medio del día.
Entonces, el dolor físico de la herida se transmuta en placer cuando la herida se realiza en el texto, cuando es arrojada sobre el papel para ser leída, como la quería Quasimodo: «a la luz de una lámpara». Y cuando ese «horror» es depuesto frente a nuestros ojos y esa mirada terrible se oculta tras el texto.
Silencios[3]
La muerte siempre al lado.
Escucho su decir.
Sólo me oigo.
En este poema de Alejandra Pizarnik, la angustia aparece en la forma de la muerte que está en ella y es a través del poema que ella puede ponerla al lado, hacer, por así decir, una interlocutora de ella en tanto habla en ella desde el texto. Aquí la angustia no late en el tiempo como en Quasimodo, sino que está en el núcleo de su yo, aplastándolo con su sombra y es, a través de la voluntad poética, que ella se puede separar. Hablar consigo, escucharse y hablar con la muerte deviene así una misma y sola cosa.
Esta angustia se conforma a la manera de la melancolía, en ella la sombra del objeto aplasta el yo; por medio de la identificación, se expresa el amor al objeto, pero el odio a este se abate sobre sí y genera un deseo de muerte y destrucción que se expresa en el acto suicida.
Frente a este estado de cosas, el poema delimita un campo simbólico en el que el tropo expande un tiempo y un espacio donde no lo hay. Esta voluntad poética podría así definirse como una «erótica estética», un amor al cuerpo sutil del poema que calma la angustia como un reencuentro apaciguado con el objeto. Apaciguamiento en la medida que en tanto objeto sublimado a cambiado de fin y de naturaleza, es decir, una transmutación significante que es más falta que presencia. De este modo el objeto deja de ser siniestro para vestir el ropaje de un cuerpo sublimado, vaciado del horror.
Azul[4]
Mis manos crecían con música
Detrás de las flores
Pero ahora
Por qué te busco, noche
Por qué duermo con tus muertos
Obviamente el poema es una prenda de la repetición que deberá cumplir su ciclo asintótico en la incansable producción poética que se detendrá cuando la muerte finalmente la reduzca al núcleo de silencio sin apelación, cuando ese núcleo alcance el corazón de lo real. En ese momento naufragará su voluntad poética de separación.
Así lo dice en su último poema recogido por Olga Orozco y Ana Becciú antes del suicidio:
La noche soy y hemos perdido.
Así hablo yo, cobardes.
La noche ha caído y ya se ha pensado en todo,
No quiero ir
Nada más
Que hasta el fondo. [5]
Nos animamos a sostener que el pasaje al tropo poético implica un movimiento de vaciamiento de la angustia en estos poemas que citamos como ilustración. Este vaciamiento es, junto con el hallazgo del tropo, mejor dicho, producido por el hallazgo de este tropo, la característica esencial de la sublimación.
Pero lo que realmente aparece en este movimiento es la pulsión y, sobre todo, la pulsión de muerte a lo que hemos llamado voluntad poética. Pulsión de muerte entendida, no en el sentido de una pulsión de destrucción, sino de creación ex–nihilo, de creación desde la nada. La pulsión contorneando el objeto de la angustia para darle la posibilidad de construir múltiples sentidos en una dimensión en que la sintaxis domina la semántica. Esto quiere decir que el sentido nunca se fija, sino que juega por debajo del tropo poético. Dicho de otra manera, la poesía permite recuperar algo de la dimensión del deseo.
La importancia de la poesía es que ella remite a un contexto siempre abierto, por lo tanto, las operaciones de sentido se multiplican hasta tal punto que siempre se pueden hacer nuevas lecturas y articularla a contextos distintos. En esta dimensión el sentido es siempre algo perdido, es un objeto perdido del lenguaje imposible de recuperar, pues nunca se lo ha tenido.
En esto seguimos a Miller cuando plantea que la fuga del sentido es un real, lo real del lenguaje, es el objeto perdido del lenguaje y, por sobre todo, de la poesía: «Esta fuga del sentido es una propiedad de estructura del sentido… El sentido que no se deja prever en sus avatares es lo real del sentido, lo que del sentido pertenece como real al lenguaje». [6]
Esta dimensión de la fuga del sentido es lo que Lacan llama en el amor cortés la vacuola: «Vemos funcionar aquí en estado puro el mecanismo del lugar que ocupa la mira de la tendencia en la sublimación, a saber, lo que demanda el hombre, lo que sólo puede demandar, es ser privado de algo real. A ese lugar, uno de ustedes, hablando de lo que intento mostrarles en Das Ding, lo llamaba de un modo que me resulta bastante bonito, la vacuola … En efecto, ¿dónde es creada verdaderamente la vacuola para nosotros? En el centro del sistema de los significantes»[7].
El vacío no es sólo una función espacial, sino y especialmente simbólica, es del orden de lo real y el arte utiliza lo imaginario para organizar simbólicamente ese real.
La operación de la poesía sobre el sentido es doblemente compleja porque, además del sentido que se fuga como característica común a toda lengua, hay una operación del poema sobre la gramática de cada lengua que se denomina «los usos correctos de la lengua». Lo que toda gramática determina es el campo por el cual cada lengua funda un afuera, un territorio extraño a sí misma (no al lenguaje), pues todas alcanzan sus fronteras a nivel del discurso. Esto significa que la gramática es la que dictamina si un enunciado concreto puede ser comprendido por un hablante de esa lengua, lo que determina la presencia de un lazo social dado en ella.
La poesía, en cambio, habita en los límites de la gramática, en una especie de conflagración semántica en la que se realiza la actividad creativa para crear algo nuevo, pero dirigido a un lector y este lector es quien deberá actualizar ese nuevo artificio expresivo. Todo texto es incompleto y deberá ser actualizado cada vez, es decir, llama al lector, al interlocutor, tiende al lazo social.
Y es mediante este medio que el poeta logra despertar emociones, incluso emociones de las cuales el lector no tenía conciencia de ser capaz de experimentarlas. La creación se expresa sobre todo en la emergencia de sensaciones nuevas, efectos inéditos e inimaginados. ¿Bajo qué condiciones resulta posible enunciar aquello que la lengua prohíbe o evitar aquello que esta ordena decir sin que por ello sea obligado a quedar fuera de su territorio? Esto sucede bajo condiciones inconscientes, lo que da un inasible margen de libertad a la combinatoria significante con relación a la lógica de construcción gramatical establecida, pero es esta condición inconsciente la que permite el paso del sinsentido al sentido en una especie de iluminación que llega al otro y que lo captura.
La fuga del sentido se encuentra con momentos de detención que subyace a la emergencia de un sinsentido que genera bruscamente la iluminación de un sentido nuevo. Este es el momento de advenimiento de la creación que supone el pasaje al lector de una emoción nueva en tanto las notas originales que la acompañan. Este sentido es, en los textos estudiados, la angustia.
Todo lo dicho implica entonces un fuerte investimiento de la escritura. La escritura no es sólo el grafismo de las palabras, sino, además, lo que nos fuerza a dejar una huella que llega al cuerpo y lo afecta, lo inscribe; el cuerpo es el primero y el último lugar del escrito. La escritura traza rasgos, signos sucesivos, demarcaciones, siempre es posible una marca más y, por ello, cada falta llama a la palabra que sigue y, en consecuencia, es imposible borrar esa falta.
Frente al suicidio cesa la escritura. Cesare Pavese había dicho, pocos días antes de morir: «No palabras. Un gesto. No escribiré más». Cuando la muerte se encarna cesa la escritura, el cuerpo entonces deja de ser superficie a escribir para ser materia ofrecida al goce de la destrucción. Tal es el caso de muchos de los poetas que citamos: Alejandra Pizarnik, Silvia Plath, Paul Celan. La poesía así puede develarse como una última barrera, el último velo ante la muerte, velo que cae cuando el poema cesa.
Psicoanalistas dialogando con las letras
Campanas y campanillas, entre Quasimodo y Alicia
Comisión de Cultura
Martes 8 de junio de 2021
Tercera reunión: «Freud, Zweig, Schnitzler. Travesías vienesas»
Daniel Slucki
Carlos Weisse
Coordina: Abel Zanotto
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