NÚMERO 22 | Octubre 2020

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Entrevista a Mabel Fuentes | Valeria Pegoraro

La calidez de Mabel diluyó la distancia de los actuales tiempos virtuales y en su relato nos transmitió su pasión por el estudio, por el trabajo clínico y, también, por el intercambio con otros, ya sea en un seminario teórico, bailando tango y folclore o jugando al ajedrez. Sus espontáneas risas al recordar el juego con niños, atendiendo una paciente adolescente que se dormía en la sesión en señal de protesta o el tiempo que pasa con sus nietos nos contagiaron su entusiasmo.

Valeria Pegoraro: Lo primero que queríamos preguntarte es cómo llegaste a ser analista.

Mabel Fuentes: A los diecinueve años estaba estudiando medicina y consulté con un clínico porque no me sentía bien, tenía palpitaciones, y él me dijo: “Estás angustiada, te puedo dar el teléfono de alguien”. Hice una consulta a un analista y la verdad que me produjo tanto alivio ya desde las primeras entrevistas el solo hecho de ser escuchada de esa forma, que tuve ganas de hacer eso por otras personas. En mi casa se opusieron, mi papá no quería saber nada con que le cuente mis cosas a un desconocido, así que busqué un trabajo de cuatro horas para pagar el análisis; y, con la plata que me sobraba, poco y nada, la ahorraba para casarme, con mi novio íbamos comprando muebles. En el último año de medicina, como ya estaba definida, hacía un grupo de estudio de Freud e hice la Residencia en “Psicología Médica” en el Hospital de Clínicas José de San Martin, y seguí como concurrente ocho años más.

VP: ¿Y qué sentís que te dio esa experiencia en un hospital público?

MF: Yo era muy jovencita, me recibí a los veintitrés años. Por un lado, la gran cantidad de pacientes que uno ve es una experiencia invalorable; también, el tipo de cosas que uno escucha, no siempre pudiéndolas manejar, por ahí eran personas con muy pocos recursos. Y también la plasticidad de adaptarse a cualquier tipo de lugar: atender en un consultorio que tiene una pileta, tener que mudarse de espacio en medio de una sesión; es un poco como ahora en la cuarentena que uno atiende por una plataforma virtual y de repente se corta internet, cambiás al celular, en fin, uno va haciendo todo para lograr lo importante que es mantener la escucha analítica. En ese sentido supongo que me dio herramientas.

Pero también, aunque nunca fui ortodoxa, fui siendo cada vez más flexible a partir de la experiencia del trabajo con niños en el consultorio. Fueron quince años de mi labor atendiendo a niños y a sus padres, y esa posibilidad de tener que interpretar mientras estás jugando en el piso y se derrama la plasticola; tener que intervenir desde el juego y no con interpretaciones hechas, largas, muy pensadas, sino trabajar más improvisado y confiar en que uno tiene la herramienta y lo que sale es pertinente y revisar después. Eso siento que me dio mucha plasticidad. Después, lo que ocurrió es que cambiar de un niño a un adulto implicaba limpiar el consultorio en ese momento —la brillantina, la plasticola—e hizo que fuera tomando menos niños y más adolescentes.

En cuanto al trabajo con adolescentes, a veces uno va en paralelo a sus etapas vitales. Mis hijos habían atravesado la adolescencia y entonces me di cuenta lo difícil que era no solo para los adolescentes, sino también para los padres esa etapa; así que me pareció que estaba en mejores condiciones de comprenderlos. Los hijos adolescentes implican una familia de parto, donde los roles ya no pueden ser los mismos y es una encrucijada vital para todos ellos. Me apasiona pensar en ese tránsito en el que alguien adviene una persona diferente de su familia de origen.

Ahora el trabajo con adolescentes es más bien por supervisiones. Siempre atendí adultos y, en los últimos diez años, he venido trabajando también con parejas. Ahí lo que me resulta muy interesante es ver cómo cada uno de la pareja tiene una perspectiva totalmente distinta de lo que ocurre respecto de la misma escena. Y eso resulta muy útil para pensar la vida en general y para pensar los casos clínicos individuales, en donde uno realmente cree en lo que el paciente le dice, pero también hay que situar que la perspectiva del paciente puede ser sesgada y justamente desde su fantasma, desde cómo él organiza su mundo y cómo piensa que están pasando las cosas; y a veces contrastar esos dos fantasmas permite que se den cuenta que creen que están viendo la misma película, pero están viendo dos películas distintas.

VP: Y ¿cómo fue que llegaste a la Escuela?

MF: La formación que nos daban en la Residencia no me resultaba suficiente, y el grupo de estudio que hacía de Freud era muy lacaniano. A la vez supervisaba los pacientes de la Residencia con Darío Sacchi, que era profesor en la Escuela y, cuando le pedí que me orientara para hacer una formación sistemática, me guio hacia allá: fue un punto de inflexión en mi formación. Es el lugar donde decidí echar raíces; el sitio donde me formé como analista, donde pude aprender y enseñar un montón de cosas relativas a la teoría y a la práctica del psicoanálisis. Actualmente, un lugar con interlocutores para seguir pensando el psicoanálisis y otras cuestiones más abarcativas, como la crisis de 2002, antes, o la pandemia en esta oportunidad.

He pasado por diferentes espacios: primero fui alumna;  luego ayudante: tres años en una materia de Melanie Klein que de repente con un colega quedamos a cargo del curso por un tema de salud del profesor titular, así que, tuvimos que leer mucho; y cinco años en Teoría de la Técnica. Empecé a estudiar Lacan en la AEAPG en 1981 con Raúl Sciarreta y luego, con Indart. Entré a la EFBA en 1985 como docente de Freud en la Red de Seminarios y allí seguí mi formación en Lacan. Y, en 1987, me convocaron para que fuera la primera profesora de Lacan en lo que era la formación en Psicoanálisis con niños que se dictaba en la Escuela.

Simultáneamente con otros colegas creamos el Área de Lecturas lacanianas —que actualmente coordino— así, en plural, que expresa la libertad de lectura como modo de proponer que cada uno pueda seguir su propio recorrido por la enseñanza de Lacan, compartirlo y dialogar. Hoy en día, en función de la heterogeneidad en la formación de los que quieren sumarse, con Andrea Vizio dictamos un Curso Introductorio del Área. Y tenemos una parte de investigación con trabajo sobre material clínico; este año nos habíamos propuesto el tema Género y Psicoanálisis, pero, dadas las condiciones de la pandemia, no nos pareció pertinente hacerlo por plataformas virtuales, quedará para el año próximo.

Además, en la Escuela he sido integrante de la Comisión Científica, de la Comisión Directiva y, actualmente, del Comité de evaluación de proyectos de Tesis y Jurado de Tesis.

VP: Has estudiado en profundidad a muchos autores, nos gustaría preguntarte por qué has elegido, como referente en tu trayectoria, a la teoría lacaniana.

MF: Para mí las nociones de fantasma, goce y deseo son las coordenadas desde las que pienso la clínica. Pensar en el fantasma, como posición en la que el sujeto se sostiene a pesar del malestar que le produce, como un elemento para la cura analítica, me dio otra perspectiva de los pacientes. También influyó mi análisis personal, ya que  después de varios análisis freudianos, me analicé con un par de analistas lacanianos y la verdad que fue un cambio en mi vida. Me resulta también muy útil para entender a los pacientes y tengo la impresión que a los pacientes también les funciona.

VP: Habiendo tantas instituciones que son claramente lacanianas, ¿por qué elegís la Escuela?

MF: Estuve en varias, incluso en El Cartel de Dirección, pero elegí la Escuela porque tiene un clima de trabajo único. Es muy cordial, uno puede disfrutar las reuniones y pensar con libertad porque lo que prima es la tolerancia y el respeto a la diferencia. Esa oportunidad de expresarse libremente en las reuniones científicas, en los congresos, de publicar trabajos de cualquier corte, hace que uno se sienta cómodo para pensar con otro.

VP: Ahora estás dando un Seminario a distancia sobre Autoestima en la clínica, y has dictado diferentes Seminarios a lo largo de los años…

MF: Cada dos años propongo un Seminario nuevo que tiene que ver con algún tema que esté investigando. Lo plasmo en la escritura y tengo interlocutores que para mí es como la quinta parte de la formación —algunos al trípode le agregan la escritura como formalización—. Me resultan muy enriquecedoras las preguntas que hacen los participantes, te hacen pensar y seguir avanzando. Después que defendí mi Tesis en 2007, escribí el primer Seminario a distancia sobre Adolescencia y clínica de borde —pensándolo no como pacientes borderlines, sino desde una lectura propia con algunas diferencias con otros postlacanianos—, sobre lo que llaman la clínica de borde, y a ese siguieron otros que fui proponiendo en estos años.

VP: Hoy pareciera predominar la Escuela Francesa en la cultura psicoanalítica en Argentina, ¿qué pensás al respecto?

MF: Por un lado, acá en Argentina tenemos las modas. Pero además hay mucho —y buen psicoanálisis —, aunque a veces es como muy dogmático, un dogma que no deja de tener matices políticos y enfrentamientos entre instituciones, muchas veces con relación al narcisismo de las pequeñas diferencias.  Y en la formación universitaria a veces sucede que los estudiantes tienen que repetir frases sin entender lo que dice, y eso no es psicoanalítico. Además de entender al autor, tenés que poder pensar las consecuencias para la clínica, si no sería filosofía.

VP: Cambiando un poco el tema, ¿qué ves en un primer encuentro con un paciente?

MF: Veo una persona que sufre y me pregunto cómo llegó a esa situación, por qué la mantiene y qué puedo hacer para ayudarla. También qué es lo que le hace consultar en ese momento preciso, porque hay veces que hay años de sufrimiento; me pregunto qué fue lo que hizo posible ahora buscar ayuda.

VP: ¿Tenés algún recuerdo o anécdota en tu clínica que te haya marcado?

MF: No podría elegir un recuerdo puntual, serían muchos y para que se entendiesen tendría que contextuarlos. Lo que sí fue decisivo fue mi práctica con niños porque me hizo pensar en que,  así como con los niños uno interviene desde el juego, con el análisis de adultos tengo que pensar qué juego me está proponiendo el paciente sin saber que me lo propone; algo así como “de qué quiere que haga”; un niño te dice: “Dale que vos eras una maestra terrible que me tira el tacho encima…”. Y con el adulto tenés que descubrir quién quiere que seas. Ahí descubrí que el encuadre no es tan importante, que lo importante es acompañar para que se diga lo que se tenga que decir, y pase lo que tiene que pasar, el cambio de posición subjetiva.

VP: ¿Tenés alguna actividad o algún hobbie por fuera de la profesión?

MF: Si, bailo tango y folclore. Siempre hice danza; a mis treinta años empecé a estudiar danza contemporánea que era una asignatura pendiente desde chica. Después, a los cuarenta, a bailar tango y encontré ahí una manera más fácil, no tan técnica, de poder disfrutar del movimiento, además que la danza en pareja es una cosa muy linda.

VP: En un texto publicado hacés referencia a letras de tango, por ejemplo, “Naranjo en flor”.

MF: Si, es que las letras de los tangos son muy contundentes. Y a los cincuenta y pico empecé con el folclore y ahí conocí un grupo maravilloso de personas que nos hicimos amigos y nos reunimos siempre, más allá de la danza. Nos juntamos a tocar la guitarra y cantar sin que importe si alguno desafina. Formamos parte de un ballet, aunque ahora me retiré porque suponía muchos tiempo de ensayos y demás. Pero es muy alegre bailar en grupo, es muy fresco el folclore argentino.

Y juego ajedrez hace cinco años porque mi nietito más grande, que en ese momento tenía nueve años, tenía en su casa un juego de ajedrez y ninguno de los dos sabía las reglas. Así que, para el siguiente viernes, las aprendí para poder jugar, y me quedé enganchadísima. Desde ese momento juego online casi todos los días (cuando vuelvo de vacaciones, dejo el bolso y lo primero que hago es conectarme a jugar alguna partida); y él ya no… me juega un poquito para darme el gusto. Es un juego muy divertido, no hay dos partidas iguales. A partir de la jugada número seis o siete, es todo improvisación porque no sabés lo que va a hacer el otro y, además, lo interesante es que te va rompiendo el pensamiento estructurado porque vos decís: “Tengo grandes planes para esta partida… ahora voy a mover el caballo y pongo el alfil así…”,  pero el otro hace algo que vos no pensabas y, con esa movida del otro, o bien vos repensás toda la situación, o bien, te ponés en una situación muy desventajosa, porque el automatismo que yo había pensado de mover esta pieza…, bueno, no…, ahora todo cambió. En cada movida cambia todo el tablero y tenés que pensar otra cosa; eso me parece fascinante.

VP: Me hace acordar a lo que comenta Freud cuando hace la analogía con el tratamiento psicoanalítico y dice que se conocen inicios y finales, pero no lo que sucede en el medio…

MF: Hay una gama de unas doscientas aperturas, cada una con sus propias variantes, y hay algunas cosas para el final; en determinado momento, dada esa posición del tablero, uno ya sabe lo que tiene que mover para hacer jaque mate o mejor se rinde porque, aunque sea en diez movidas, no es posible evitar la derrota. Pero todo el medio juego es lo apasionante. Y además, cuando empecé a jugar noté que hay reglas que no tienen que ver con el juego en sí mismo, sino con el aprendizaje de actitudes: si uno se impacienta, se adelanta, si no ve lo que está más lejos, esa frase “no estás mirando todo el tablero”… eso te sirve para la vida.

VP: ¡Muchas gracias, Mabel! Ha sido muy enriquecedora la entrevista.

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