Personajes psicopáticos en el escenario
Ser espectador participante del juego dramático significa para el adulto lo que el juego para el niño, quien satisface de ese modo la expectativa, que preside sus tanteos, de igualarse al adulto. El espectador vivencia demasiado poco; se siente como «un mísero desecho a quien no puede pasarle nada»; ha tiempo ahogó su orgullo, que situaba su yo en el centro de la fábrica del universo; mejor dicho, se vio obligado a desplazarlo: querría sentir, obrar y crearlo todo a su albedrío; en suma, ser un héroe. Y el autor- actor del drama se lo posibilitan, permitiéndole la identificación con un héroe. Y al hacerlo le ahorran también algo que el espectador sabe: esa promoción de su persona al heroísmo no sería posible sin dolores, sin penas, sin graves tribulaciones que casi le cancelarían el goce; bien sabe que sólo posee una vida, que podría perder en uno de esos combates contra la adversidad. Por eso la premisa de su goce es la ilusión; o sea: el penar es amortiguado por la certeza de que, en primer lugar, es otro el que ahí, en la escena, actúa y pena, y en segundo lugar, se trata sólo de un juego teatral que no puede hacer peligrar su seguridad personal. En tales circunstancias puede gozarse como «grande», entregarse sin temor a mociones sofocadas, como lo son sus ansias de libertad en lo religioso, lo político, lo social y lo sexual, y desahogarse en todas direcciones dentro de cada una de las grandiosas escenas de esa vida que ahí se figura.
Freud, S. (1991). Personajes psicopáticos en el escenario. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 7, pp. 277-278). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1942 [1905 o 1906]).
Personajes psicopáticos en el escenario
El drama religioso, el social y el de caracteres se distinguen esencialmente por la liza en que se despliega la acción generadora del sufrimiento, ahora el drama nos lleva a una nueva liza, que lo convierte en totalmente psicológico. Es en el alma misma del héroe donde se libra la lucha engendradora del sufrimiento; son mociones encontradas las que se combaten, en una lid que no culmina con la derrota del héroe, sino con la de una de tales mociones. Tiene que terminar con la renuncia a una de ellas. Son posibles, desde luego, todas las combinaciones entre esta condición y las que presiden al drama social y al de caracteres: en tales casos, es la institución misma la que provoca el conflicto interior. Aquí tienen cabida las tragedias de amor; en efecto, la sofocación del amor por la cultura social, por instituciones humanas, o el conflicto —notorio en la ópera— entre «amor y deber», constituyen el punto de arranque de situaciones conflictivas susceptibles de variación infinita. Tan infinita como la de los sueños diurnos eróticos de los seres humanos.
Ahora bien, la serie de las posibilidades se amplía, y el drama psicológico se vuelve psicopatológico, cuando la fuente del sufrimiento en que debemos participar y del que extraeríamos placer no es ya el conflicto entre dos mociones dotadas de un grado de conciencia aproximadamente igual, sino entre una moción conciente y una reprimida. Condición del goce es, aquí, que el espectador sea también un neurótico. Sólo a él, en efecto, puede depararle placer y no mera repugnancia la revelación, la admisión en cierto modo conciente de la moción reprimida; en el no neurótico, ella tropezará meramente con una repugnancia, y lo predispondrá a repetir el acto de la represión. En él, en efecto, este último se logró con éxito: de un golpe, mediante un gasto único de represión, la moción reprimida quedó plenamente neutralizada. En cambio, en el neurótico la represión siempre está en trance de fracasar; es lábil y requiere un gasto siempre renovado, gasto que justamente le es ahorrado por aquella admisión. Sólo en él persiste una lucha como la que puede ser asunto de esta clase de drama; pero ni siquiera en él provocará el autor solamente un goce por liberación, sino también una resistencia.
Freud, S. (1991). Personajes psicopáticos en el escenario. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 7, pp. 280). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1942 [1905 o 1906]).
La Transitoriedad
La conversación con el poeta tuvo lugar en el verano anterior a la guerra. Un año después estalló esta y robó al mundo sus bellezas. No sólo destruyó la hermosura de las comarcas que la tuvieron por teatro y las obras de arte que rozó en su camino; quebrantó también el orgullo que sentíamos por los logros de nuestra cultura, nuestro respeto hacía tantos pensadores y artistas, nuestra esperanza en que finalmente superaríamos las diferencias entre pueblos y razas. Ensució la majestuosa imparcialidad de nuestra ciencia, puso al descubierto nuestra vida pulsional en su desnudez, desencadenó en nuestro interior los malos espíritus que creíamos sojuzgados duraderamente por la educación que durante siglos nos impartieron los más nobles de nosotros. Empequeñeció de nuevo nuestra patria e hizo que el resto de la Tierra fuera otra vez ancho y ajeno. Nos arrebató harto de lo que habíamos amado y nos mostró la caducidad de muchas cosas que habíamos juzgado permanentes.
No es maravilla que nuestra libido, así empobrecida de objetos, haya investido con intensidad tanto mayor lo que nos ha quedado, ni que hayan crecido de súbito el amor a la patria, la ternura hacia nuestros allegados y el orgullo por lo que tenernos en común. Pero aquellos otros bienes, ahora perdidos, ¿se nos han desvalorizado realmente porque! demostraron ser tan perecederos y tan frágiles? Entre nosotros, a muchos les parece así, pero yo, en cambio, creo que están equivocados. Creo que quienes tal piensan y se muestran dispuestos a una renuncia perenne porque lo apreciado no acreditó su perdurabilidad se encuentran simplemente en estado de duelo por la pérdida. Sabemos que el duelo, por doloroso que pueda ser, expira de manera espontánea. Cuando acaba de renunciar a todo lo perdido, se ha devorado también a sí mismo, y entonces nuestra libido queda de nuevo libre para, si todavía somos jóvenes y capaces de vida, sustituirnos los objetos perdidos por otros nuevos que sean, en lo posible, tanto o más apreciables. Cabe esperar que con las pérdidas de esta guerra no suceda de otro modo. Con sólo que se supere el duelo, se probará que nuestro alto aprecio por los bienes de la cultura no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad. Lo construiremos todo de nuevo, todo lo que la guerra ha destruido, y quizá sobre un fundamento más sólido y más duraderamente que antes.
Freud, S. (1989). La transitoriedad. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 14, pp. 311). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1916 [1915])
Inhibición, síntoma y angustia
En la descripción de fenómenos patológicos, nuestra terminología nos permite diferenciar entre síntomas e inhibiciones, pero no atribuye gran valor a ese distingo. Si no se nos presentaran casos de enfermedad acerca de los cuales es preciso decir que muestran sólo inhibiciones y ningún síntoma, y si no quisiéramos averiguar la condición a que esto responde, difícilmente habría despertado en nosotros el interés por deslindar entre sí los conceptos de inhibición y de síntoma.
No han crecido los dos en el mismo suelo. «Inhibición» tiene un nexo particular con la función y no necesariamente designa algo patológico: se puede dar ese nombre a una limitación normal de una función. En cambio, «síntoma» equivale a indicio de un proceso patológico. Entonces, también una inhibición puede ser un síntoma. La terminología procede, pues, del siguiente modo: habla de inhibición donde está presente una simple rebaja de la función, y de síntoma, donde se trata de una desacostumbrada variación de ella o de una nueva operación. En muchos casos parece librado al albedrío que se prefiera destacar el aspecto positivo o el negativo del proceso patológico, designar su resultado como síntoma o como inhibición. Nada de esto es muy interesante, en verdad, y nuestro planteo inicial del problema demuestra ser poco fecundo.
Dado que la inhibición se liga conceptualmente de manera tan estrecha a la función, uno puede dar en la idea de indagar las diferentes funciones del yo a fin de averiguar las formas en que se exterioriza su perturbación a raíz de cada una de las afecciones neuróticas. Para ese estudio comparativo escogemos: la función sexual, la alimentación, la locomoción y el trabajo profesional.
Freud, S. (1989). Inhibición, síntoma y angustia. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 20, pp. 83). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1926 [1925]).
Inhibición, síntoma y angustia
El yo gobierna el acceso a la conciencia, así como el paso a la acción sobre el mundo exterior; en la represión, afirma su poder en ambas direcciones. La agencia representante de pulsión tiene que experimentar un aspecto de su exteriorización de fuerza, y la moción pulsional misma, el otro. Entonces es atinado preguntar cómo se compadece este reconocimiento de la potencialidad del yo con la descripción que esbozamos, en el estudio El yo y el ello, acerca de la posición de ese mismo yo. Describimos ahí los vasallajes del yo respecto del ello, así como respecto del superyó, su impotencia y su apronte angustiado hacia ambos, desenmascaramos su arrogancia trabajosamente mantenida.[1] Desde entonces, ese juicio ha hallado fuerte eco en la bibliografía psicoanalítica. Innumerables voces destacan con insistencia la endeblez del yo frente al ello, de lo acorde a la ratio frente a lo demoníaco en nosotros, prestas a hacer de esa tesis el pilar básico de una «cosmovisión» psicoanalítica. ¿La intelección de la manera en que la represión demuestra su eficacia no debería mover a los analistas, justamente a ellos, a abstenerse de una toma de partido tan extrema?
Yo no soy en modo alguno partidario de fabricar cosmovisiones.[2] Dejémoslas para los filósofos, quienes, según propia confesión, hallan irrealizable el viaje de la vida sin un Baedeker[3] así, que dé razón de todo. Aceptemos humildemente el desprecio que ellos, desde sus empinados afanes, arrojarán sobre nosotros. Pero como tampoco podemos desmentir nuestro orgullo narcisista, busquemos consuelo en la reflexión de que todas esas «guías de vida» envejecen con rapidez y es justamente nuestro pequeño trabajo, limitado en su miopía, el que hace necesarias sus reediciones; y que, además, aun los más modernos de esos Baedeker son intentos de sustituir el viejo catecismo, tan cómodo y tan perfecto. Bien sabemos cuán poca luz ha podido arrojar hasta ahora la ciencia sobre los enigmas de este mundo; pero todo el barullo de los filósofos no modificará un ápice ese estado de cosas; sólo la paciente prosecución del trabajo que todo lo subordina a una sola exigencia, la certeza, puede producir poco a poco un cambio. Cuando el caminante canta en la oscuridad, desmiente su estado de angustia, mas no por ello ve más claro.
Freud, S. (1989). Inhibición, síntoma y angustia. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 20, pp. 91-92). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1926 [1925]).
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