Si hablamos de violencia social, podemos ubicar como paradigmático al terrorismo de Estado. El Estado, quien debiera proteger a los ciudadanos, los ataca y termina infundiendo terror con sus prácticas.
El Estado puede ser violento desde la implementación de medidas económicas y sociales que van dejando fuera del sistema a más personas, quitándole derechos, ampliando la brecha entre ricos y pobres para dar lugar a mayor desigualdad; hasta cuando el Estado utiliza el sistema policial represivo que busca silenciar cualquier manifestación en su contra. Tal violencia intenta terminar con el más débil y con las protestas, intenta instalar el miedo y la paralización como modo de funcionamiento social.
En nuestro país hemos padecido el más brutal terrorismo de Estado durante el Proceso cívico-militar de 1976-1983. Procesos similares se vivieron en Latinoamérica. Lamentablemente, en los últimos años, se repitieron acciones que pensábamos que habían terminado, dando indicios que quienes avalaron la Dictadura, luchan por volver a instalar sus formas violentas.
Para este trabajo he tomado la última dictadura de nuestro país, el terrorismo de Estado de 1976-1983, como paradigma más terrible de las últimas décadas —tema que estoy trabajando en mi tesis— y tomo también lo ocurrido en los últimos meses en nuestro país vecino, Chile, sucesos que conmovieron por el retorno de prácticas que creíamos ya superadas.
El 14 de octubre de 2019, comenzó un estallido social en Chile con consignas tales como “Chile despertó” o la “Revolución de los 30 pesos”. Luego de un aumento mínimo en el costo del pasaje del metro, comenzaron protestas, no tanto por los 30 pesos[1], sino como queja ante un sistema económico y social desigual, por el descontento con el modelo neoliberal que dejaba sin posibilidades de educación y de salud a gran parte de la población. Las manifestaciones pasaron a ser diarias y personas, de todas las edades, marcharon pidiendo “Dignidad”. El lugar de encuentro fue la Plaza Baquedano, en el centro de Santiago, que luego pasó a llamarse, popularmente, Plaza de la Dignidad.
Chile, con un gobierno elegido democráticamente, era considerado, hasta hace muy poco, uno de los países más estables y de mejor funcionamiento económico. En los últimos años, Santiago se transformó en una ciudad moderna con un crecimiento de edificios y centros comerciales. Crecimiento que, como suele suceder en las grandes ciudades, va tomando una estética acorde a la globalización donde se pierden las características propias que dan cuenta de la propia identidad cultural para pasar a ser una “ciudad moderna”, similar a otras ciudades del mundo, perdiendo una estética arquitectónica identitaria.
Como sucedía en el medioevo, la altura de las torres hoy también representa poderío. En Santiago se construyó, en el centro financiero de la ciudad, el rascacielos Costanera Center, la Gran Torre de Santiago, de 300 metros, la más alta de Chile. Impacta por su altura en un país con gran actividad sismica. Este rascacielos representa el símbolo del desarrollo económico, pero es también lugar de la tragedia. En los últimos años se han suicidado al menos doce personas. Es representante, así, de la violencia del Estado que se asume como poderoso económicamente, pero que su población carece de un sistema que lo incluya y reclama por sus derechos, entre ellos, el acceso a tratamientos de salud mental.
Las manifestaciones producidas en el llamado “Chile despertó” terminaron salvajemente reprimidas. Desapariciones forzadas de personas, en plena democracia, violaciones, torturas, muertes y mutilaciones fueron parte del accionar gubernamental; métodos que nos remiten al terrorismo de Estado de décadas anteriores.
Las mutilaciones oculares comenzaron a ser prácticas repetidas: más de 360 jóvenes perdieron un ojo por disparos de perdigones, práctica que está fuera de cualquier protocolo, algo pocas veces visto en el accionar policial y militar en otros países.
En la época de la Conquista, los españoles y los terratenientes mutilaban orejas y narices a los indios. El mensaje de terror quedaba escrito en el cuerpo como marca de por vida. Los mismos métodos de la Conquista de América después de 500 años: “Cinco siglos igual” como dice la canción de León Gieco.
Una práctica que nos hace pensar en una búsqueda de control social a través del miedo, del temor de quedar mutilado por participar en una protesta como práctica de un derecho.
Se ataca directamente a la percepción, los ojos se mutilan y deja una marca visible en el rostro humano. Es una forma de dejar marcado de por vida con el objetivo de inhibir cualquier acción de protesta para la persona en sí misma y para los otros que observan la mutilación sufrida.
El movimiento social de Chile generó múltiples cabildos abiertos. Tuve la oportunidad de asistir a un Cabildo de Salud Mental en el Museo de la Memoria en Santiago. Se podía escuchar, entre quienes participaban, el reclamo por la ausencia del Estado en la problemática de la Salud Mental. Ausencia que se representaba muy bien en la frase pintada en la calle: “No invirtieron en Salud Mental y ahora nos tienen a todos desquiciados en las calles”.
En el encuentro marcaban la actitud de los jóvenes, muy distinta a la actitud de muchos que vivieron la época de la dictadura de Pinochet donde el miedo estaba muy instalado. Estos jóvenes, comentaban los participantes, “parecen no tener miedo”; en las manifestaciones se los podía ver acercarse a los carabineros y reclamarles que le estaban disparando al pueblo mientras los miraban firmemente a los ojos.
Me preguntaba qué resonancia tendría en los carabineros esa mirada que transmitía desprecio y que los cuestionaba. El ataque a los ojos de los manifestantes ¿podría ser una forma de terminar con esa mirada sin miedo? Mirar a los ojos al que participa de una protesta ¿resultaría como un espejo que refleja la monstruosidad de quién dispara, de manera cobarde y asesina, a jóvenes que se expresan pacíficamente? Reconocerse como ese ser monstruoso ¿implicaría un cuestionamiento profundo a la propia identidad? ¿Resulta más sencillo eliminarla de raíz eliminando ese espejo, esos ojos que reflejan un aspecto nefasto de sí que no soportan y necesitan suprimir? ¿Mutilar los ojos es romper ese espejo que lo muestra tal cual es?
Pensábamos que el terror de las últimas dictaduras latinoamericanas había quedado atrás, sin embargo, nos encontramos con una repetición siniestra de situaciones tales como asesinatos, violaciones, desaparición forzada de personas, mutilaciones y torturas, prácticas repetidas en estos últimos meses (desde octubre 2019) en Chile por un Gobierno que se llama a sí mismo como democrático.
Volviendo a nuestro país, Feierstein (2007)[2] establece una correspondencia entre el nazismo y la última dictadura cívico militar argentina con relación al concepto de autonomía. Ambos utilizaron una misma forma de procedimientos, matanzas, atemorizar a la población cercenando todo tipo de vínculos sociales. Según el autor, los genocidios provocan una tremenda destrucción con el objetivo de reorganizar las relaciones sociales.
El terror modifica lo cotidiano: dan miedo los encuentros, las personas se van aislando, las prácticas grupales se suspenden, ya que pueden ser consideradas peligrosas y pasan a ser perseguidas.
Durante la última dictadura se instaló el terror, muchos grupos terminaron por disolverse, modificando los encuentros y lo que en ellos se generaba: proyectos, reflexiones, compartir experiencias y estudio.
Esta pérdida del encuentro grupal lleva a la destrucción de ciertas prácticas en las relaciones de autonomía, tanto individuales como colectivas, De esa forma se rompen así relaciones sociales con consecuencias futuras en el entramado del cuerpo social.
La figura del desaparecido caracteriza de manera siniestra la dictadura de 1976-1983. El general Videla, cínicamente, afirmaba “si no están, no existen y como no existen no están. Los desaparecidos son eso, desaparecidos; no están ni vivos ni muertos están desaparecidos”.[3]
La última dictadura reproduce el modelo utilizado por el nazismo cuando Hitler firmó un decreto que permitía realizar un operativo llamado “Noche y niebla” (Nacht/Nebel: NN) por el que se intentaba generar el terror en la población para desalentar así a los opositores de sus ideas. Mediante este decreto se sacaba a las personas de su casa, preferentemente de noche, y se los hacía desaparecer en la «noche y en la niebla», de ahí su nombre. A posteriori se generaba un vacío de información, ya que nadie sabría qué había pasado y cuál había sido el destino de estas desapariciones.
Los ideólogos del nazismo resaltaban esta práctica por el gran efecto psicológico, ya que no quedaban rastros ni pruebas y generaba una desesperante y continua búsqueda sin fin.
Otra práctica del terrorismo de Estado fue la tortura. El sufrimiento extremo en una experiencia de un registro del horror que llevaban al límite con el despliegue de una inmensa crueldad. La humillación de la víctima y acciones que buscaban quitar cualquier rastro de humanidad posible. La tortura y la desaparición son ambos exponentes del otro convertido en objeto de odio extremo y destrucción. Esto se hace posible cuando hay un dispositivo dentro de la política que permite que se ejecute, dejando a la víctima sin una salida posible, sin un tercero que apele a una posible salida de tal horror para finalizar en una “encerrona trágica” en términos de Ulloa. Las víctimas quedan sumergidas en el enorme desamparo. La tortura es ejecutada por individuos que cuentan con un dispositivo sociopolítico que lo permite y lo incita.
La tortura es una experiencia límite que deja marcas traumáticas. La extrema violencia se convierte en terror que se introduce como marca en el psiquismo sin poder articularse como un relato significante. El torturador provoca la tortura y el sinsentido, lógica incomprensible e insensata. La víctima es eliminada como sujeto, es un objeto de deshecho, desaparece como persona, se lo trata como un objeto o como la nada misma.
Acciones desubjetivantes que le otorgan al otro una pertenencia a una “nadificación subjetiva que le resta al semejante cualquier traza de singularidad y de humanidad”[4].
Tales acciones son modalidades de exterminio, pero también intentan funcionar como disciplinadores, métodos que utilizan los Estados terroristas y totalitarios. Se busca terminar con las manifestaciones masivas e impedir “el contagio”, evitar que otras personas se sumen a la revuelta y de esta forma impedir nuevas manifestaciones de protesta.
El temor al contagio, el temor al pensamiento, a ideologías “peligrosas” son expresiones de miedo a lo diferente que desembocan en una búsqueda de exterminio. Para evitar el contagio promueven el asesinato y el terror.
Las manifestaciones sociales en Chile tuvieron un cambio con la llegada del coronavirus. Continuaron por las redes sociales, pero con el aislamiento social terminaron las manifestaciones en las plazas.
Es interesante la utilización del lenguaje en época de pandemia en Chile. Para referirse a la idea del contagio de covid-19, el Presidente, define al virus como “un enemigo poderoso e implacable”, frase que también ha utilizado para referirse a los manifestantes. El Ministro de Sanidad, Jaime Mañalich, justificaba la negativa del gobierno de imponer la cuarentena total en el país preguntando: “¿Qué pasa si el virus muta y se pone buena persona?[5] Asombra la idea, casi de sinónimo, que tienen la muerte y la recuperación: en el registro de infectados y fallecidos, afirma el ministro: “… los muertos por coronavirus se consideran recuperados ‘porque no pueden contagiar’”[6]. En este caso podría deberse no solo a un interés estadístico como valoración de la muerte que evita contagio, sino también ideológico. Podríamos inferir que la muerte es el remedio para evitar el contagio.
El terrorismo de Estado desencadena una violencia desestructurante para el psiquismo y trae consecuencias en el entramado social. Como psicoanalistas nos preguntamos cuál es el lugar que debe ocupar el psicoanálisis frente a estas situaciones de extrema violencia del Estado. ¿Qué lugar ocupa lo histórico social?
El psicoanálisis fue subversivo en sus orígenes. La palabra subversivo refiere a pretender alterar el orden, romper con el statu quo imperante. La noción de inconsciente y de sexualidad infantil fueron profundamente contestatarias a la sociedad victoriana.
Si bien el psicoanálisis fue subversivo en sus orígenes, es también conservador. Freud habla sobre la visión del mundo y rechaza toda Weltanschauung con la idea que el psicoanálisis debía mostrarse neutral frente a los cambios sociales y, por lo tanto, resultar “apolítico”.
Con el surgimiento del nazismo — afirma Roudinesco (2015)— Freud mostraba una ceguera a la naturaleza del antisemitismo nazi y adoptó así un peligroso neutralismo propiciado por una vigilante aplicación de la mano de Ernest Jones.
Eso justificó la neutralidad de la Asociación Psicoanalítica Internacional ante las aberraciones del nazismo: “(…) la desastrosa actitud de neutralidad, de no compromiso, de apoliticismo, no se hubiera repetido a posteriori bajo otras dictaduras, como en Brasil, Argentina y muchos otros lugares del mundo”. (p. 415)
Esa mirada conservadora lleva a que el psicoanálisis deje de lado los movimientos, las transformaciones sociales y culturales considerando que no le conciernen.
Cuando hablamos de la formación del analista remitimos al trípode freudiano: la formación, el analisis propio y la supervisión. La metáfora remite al trípode, elemento que alude al progreso técnico del Siglo XX: la máquina fotográfica y la fotografía.
Para el mejor uso de las grandes máquinas fotográficas de la época, era necesario colocarla sobre un trípode y apoyarla en un lugar fijo. Este procedimiento requería paciencia para poder tomar una buena imagen.
Sabemos que cuando se quiere sacar una foto y se cuenta con un excelente trípode debemos evaluar previamente el terreno donde ubicarlo para tomar la mejor foto. Tendremos que considerar las condiciones y características: si es arena, si es una roca peligrosa, si hay viento y hay riesgo de que pueda voltear el trípode.
La metafóra del tripode nos lleva a observar y considerar “el terreno” que representa lo que es la cultura, lo social, lo epocal, las circunstancias que se despliegan en ese proceso. Al tenerlos presentes, Nos aseguramos de que el trípode esté firme, que funcione correctamente y permita así tomar la mejor imagen.
Si hablamos del terrorismo de Estado y sus consecuencias desubjetivantes, de ruptura en las tramas sociales, es indispensable como psicoanalistas seguir pensando y trabajando en la influencia de lo histórico social en el psiquismo.
Podemos considerar al terrorismo de Estado como una verdadera catástrofe social con consecuencias dramáticas.
Käes (1988) afirma que, en situaciones de catástrofes sociales, se atacan las formaciones intermediarias que aseguran las condiciones de la vida social y cultural. Se rompen las alianzas inconscientes y traen consecuencias en la vida psíquica y social. La primera alianza es la descrita por Freud en El malestar en la cultura (1930) con el renunciamiento del despliegue pulsional que permite a la comunidad de derecho y la protege contra la violencia del individuo.
La segunda formación es la noción que desarrolla Piera Aulagnier (1975) el contrato narcisista. Los padres son quienes constituyen el portador de los sueños del niño, de deseos no realizados. El narcisismo del niño se apuntala sobre el de sus padres; cada sujeto viene al mundo con una misión de asegurar la continuidad de las generaciones, del conjunto social. Este contrato asegura un lugar que es asumido por el grupo e incluye valores e ideales.
Las catástrofes sociales que ocurren con el terrorismo de Estado amenazan al sujeto en el vínculo social. Entra en riesgo el lugar que tiene el sujeto dentro de la sociedad, se pierde la continuidad de la vida cotidiana del sujeto y se amenaza el vínculo con los otros. Desaparición y apropiación de niños: ruptura del contrato narcisista que puede llevar a una posición de excluido, de explotado, de víctima al niño y su familia. La ruptura del contrato narcisista puede traer consecuencias directas sobre el destino psíquico.
La tercera formación que ataca en las catástrofes sociales —continúa Käes— es el pacto denegativo, contracara del contrato narcisista. El conjunto tiene un acuerdo inconsciente destinado a que el vínculo se organice y quede asegurada la continuidad, con lo cual ciertos aspectos quedan desmentidos y denegados.
En un punto, esta actividad tiene una función organizadora y otra defensiva. Por un lado, organiza el vínculo positivamente y al conjunto social con identificaciones comunes con una comunidad de ideales y creencias. La otra cara que tiene el pacto denegativo es la que organiza negativamente sobre una base de rechazos y represiones que crean un conjunto de lo no significable, que son zonas de silencio que resultan tóxicos.
La violencia terrorífica ejercida por el Estado quiebra estas alianzas entre los sujetos sociales, rompen los contratos, los pactos y traen consecuencias sobre la vida social y psíquica de los sujetos.
Las desapariciones forzadas de personas y las apropiaciones producen una dificultad en la construcción de la historicidad individual y social. Se producen obstáculos en la memoria, no pueden ser llenados por la falta de información.
El desaparecido no está, no se lo puede dar por muerto, no se sabe qué pasó. No se puede enterrar su cuerpo, hay una ausencia sin rastros. No se pueden realizar los ritos que acompañan a un sepelio, fundamentales como soporte social, que facilitan la prueba de realidad y el desarrollo del duelo.
Es fundamental la función que cumple el cuerpo social como continente emocional y testigo de lo que ocurrió, constituyendo una memoria colectiva que está ligada a una experiencia vivida integrada en la historia de un grupo. Posibilitan así el recuerdo y colaboran en el proceso de historización. El trabajo de historización es posible. Temporalidad en la que se conjuga un tiempo pasado y presente, en el que se puede así proyectar un futuro.
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