Fragmentos de cartas del libro:
Freud, S. (1992). Cartas de juventud. Con correspondencia en español inédita. Barcelona: Gedisa. (ver nota al pie) *
Carta 12
[A] Friburgo, el 4 de septiembre de 1872
(CI Queridisimo Berganza!
(A] Sólo de mala gana te perdono que me escribas tan poco de ti mismo, pero cierta resignación conmovedora que se manifiesta en cada línea de tu carta me impide exigirte más de lo que puedes lograr. Tal vez te pase algo parecido a mí que de pronto te sientes arrancado de un círculo acostumbrado y querido, y seguramente no encuentras actividades suficientes en Braila que puedan calmar el malestar por la pérdida.
No eres justo conmigo si me atribuyes ánimos abatidos y tristes; ponlo en la cuenta de mi estilo absurdo que nunca me permite decir lo que quiero, si es que mi última carta tuvo esta apariencia. Estoy más alegre que nunca, y sólo en momentos no vigilados me sobrecogen estos desánimos.
[…]
Pero me he desviado de mi asunto querido; me parece que he transferido el respeto por la madre en forma de amistad con la hija. Soy o me tengo por un atento observador, mi vida en el seno de una familia numerosa me ha agudizado la vista, y estoy lleno de admiración por esta mujer a la que ninguno de sus hijos alcanza del todo.
Puedes imaginarte que una mujer procedente de un hogar burgués, que al principio había vivido en circunstancias bastante adversas, ha adquirido una cultura de la que ni una damita de salón de 19 años tendría que avergonzarse. Ha leido mucho, también a los clásicos, lo que no ha leído lo conoce por haberlo escuchado y sabe conversar sobre ello. No hay casi ninguna rama del conocimiento, que no se aleje demasiado de la burguesía media, que le sea desconocida; aunque en cada una de ellas no sea posible un conocimiento sólido, ella sabe apreciarlo todo en su punto justo. Con todo confiesa francamente que en Friburgo se olvida de todo y que no se puede aprender nada nuevo. Incluso en política tiene conocimientos, participa en todos los asuntos de la pequeña ciudad y creo que es ella en primer lugar la que mete su casa en la corriente moderna. Pero, por eso, no la tomes por una sabihonda fracasada. Yo mismo he visto que ella toma tanta parte en la dirección de la empresa como el señor Fluss, que todos los obreros de la fábrica obedecen igualmente a su mujer, que sabe mandar tan bien y hasta con más rigor que él. Ahora verás también cómo ha educado y educa a sus siete hijos. Cómo éstos le obedecen, los mayores más que los pequeños; cómo ni un solo asunto de un hijo suyo deja de ser asunto de ella. Ninguno de sus hijos tiene una amplitud de miras que su mirada no pueda abarcar. Una tal superioridad no la he visto nunca antes. Otras madres —¿y por qué ocultar que las nuestras estén entre ellas, aunque no por eso las amaremos menos?— sólo cuidan del bienestar físico de sus hijos, mientras que el desarrollo espiritual se escapa de sus manos. La señora Fluss no conoce dominio que se sustraiga a su influencia. Pero también deberías ver el amor que une los hijos a la pareja de sus padres, y la buena voluntad con la que los empleados se subordinan a ella. Puedo comprender muy bien que Gisela sea su preferida; ella es la primera hija que goza de una educación superior y en cierto modo estaba presente como lo estaría un huésped. Nunca observé en ella estados de mal humor o, mejor dicho, nunca se alivió de su mal humor a costa de inocentes. A los niños los castiga con la mirada, y con la privación de pequeñas ventajas ejerce su influencia sobre su sentimiento de dignidad y no sobre su trasero; sólo los más pequeños experimentan a veces el beneficio de la mano materna, y entonces ella misma reconoce que no es una manera de dominar a un niño y, especialmente, que nunca lo alcanza en la parte corporal oportuna. Su casa es sobremanera acogedora; ella es una anfitriona tan amable que nos ha introducido en el círculo familiar más íntimo. Nosotros siempre nos quedamos en el piso de arriba, reunidos alrededor de la mesa, hasta que todos se van a dormir. Hace algunos días, tuve un intenso ataque de dolor de muelas, todo el día estuve como fuera de mí, y después de haber probado en vano todos los remedios, bebí alcohol puro para anestesiarme. Fue en la planta baja, en la tintorería donde trabaja Emil; ella apenas sabía algo de mi malestar. Además, me quedé dormido al poco rato o, mejor dicho, me caí desmayado. Emil me hizo subir arriba, la fuerte sacudida del estómago en ayuno hizo lo suyo; tuve que vomitar violentamente, pero así se me pasó el dolor de muelas, tal como me lo había propuesto. Ahora bien, ni la resaca ni los vómitos formaron parte de mi intención; pero como no obstante se produjeron, ella me cuidó como si fuera su hijo. Llamaron al médico, y dormí aquella noche en el piso de arriba; a la mañana siguiente me levanté sano y sin dolor de muelas. Ella me preguntó cómo había pasado la noche. Mal —dije yo—, no pude pegar un ojo. Esa era mi impresión. Me dijo riendo: Esta noche estuve dos veces junto a su cama y usted no se dio cuenta. Me sentí avergonzado. La amabilidad y bondad con que me trata no las merezco de ninguna manera. Ella comprende muy bien que yo necesito que me animen cada vez para que hable o me sirva en la mesa, y en eso nunca falta una palabra huya destinada a mí. En este punto muestra su superioridad para conmigo, en la medida en que ella me dirige, yo hablo, yo me muestro. Llevaré conmigo el reconocimiento y el recuerdo de una persona buena y noble, y mostraré mi gratitud a mi manera, haciéndote partícipe de mi respeto. Ella nunca fue bella y, sin embargo, siempre debía tener, como ahora, los ojos radiantes de ese fuego del ingenio y del atrevimiento. También la belleza de Gisela es salvaje, quiero decir, tracia; la nariz aguileña, el pelo largo y castaño, la boca delgada son rasgos que heredó de su madre, la tez morena y la expresión a veces indiferente del rostro, le vienen de su padre. […]
Carta 14
[C] Viena 11 de julio 73
IC] Querido Berganza,
He recibido tu cartilla hoy por la mañana y como hombre de honrado me apresuro á responder el mismo día. No he gozado con tus nuevas escepto que mi madre y hermanas y el picaronzuelo Alejandro[1] son en buena salud. Lo que es tu y tus deseos que me prueban de nuevo tu tierna amistad, ya habrás sabido por medio de mi carta primera que en vano deseamos hallaros á Roznau porqué parece intencion fijada de mi padre [no] dejarme ir á Roznau; y yo ni puedo ni quiero oponerme. Cuanto á mi viaje ingles, reitero mis ruegos, de no manifestar nada á nadie. Mi madre sería la postrera á quien yo quisiera comunicarlo antes de ser un hecho.[2] Tu fastidio no es justificado, tambien yo siento y sentiría en tu posición tu ausencia, pero cuando yo no tengo agradables compañeros gozo de la soledad que es compañía muy estimable. Roznau tiene los paseos mas deleitosos, las selvas mas solitarias, una mo[n]taña grandísima y altísima y las fresas mas sabrosas ¿y tu puedes aburrirte á Roznau? Lo que haríamos si fuesemos unidos hazlo solitario: pasear, jugar con tus pensamientos, beber agua de las fuentes y coger fresas de los prados. […]
Carta 25
[A] Viena, 22 de agosto de 1874
[A] ¡Querido amigo!
Cuando en tu amable carta llamaste mi atención sobre el 18 de agosto como cumpleaños de su majestad apostólica, el emperador Francisco José I, probablemente no sabías que dos días después los pueblos de Austria celebrarían el momento solemne del comienzo de la mayoría de edad de nuestro príncipe heredero.[3] A pesar de sus 16 años, el noble pollito aún tiene un plumaje muy escaso y se le protege cuidadosamente de intentos de vuelo propio; en cualquier caso, estos días son memorables porque señalan el fenómeno poco atendido de que también los príncipes herederos tienen un año más cada 365 días. Algunos diarios que leí con motivo de este acontecimiento se ponen como locos de sorpresa —no sé si gratis o pagados— y publican unas tonterías inenarrables. Uno, por ejemplo, lo compadece porque a partir de ahora perderá la ilusión de la juventud dorada, teniendo que concentrar su pensamiento y aspiraciones en el futuro gobierno de un gran imperio.
Como si las cosas más inútiles del mundo no estuvieran ordenadas de la siguiente manera: cuellos de camisa, filósofos y monarcas. Desde luego hay que conceder que cierta sorpresa ante la mencionada noticia es perdonable; todos los hijos de la Casa de Habsburgo tienen la particularidad de crecer a escondidas para aparecer de repente entrados en años. Piensa sólo en la princesa Gisela[4], generalmente considerada como una niña hasta que los diarios descubrieron que tenía dieciséis años y estaba prometida. […]
Fragmentos de cartas del libro:
Freud, S. (1984). Cartas a la novia. Barcelona: Tusquets.
Viena, 23-08-1883
Por la noche
[…] Mi novia bonita y adorada, te ruego que no tomes a mal todos estos comentarios, ni me consideres ingrato, ni me reproches el pensar poco en ti o aparentar frialdad. Cuanto más íntimas se hacen tus cartas, mayor es mi silencio. Cuando las leo, dentro de mí se pone a funcionar algo que es como un asentimiento tácito y continuo; si, así quiero que sea mi Marty, como es ahora. Que continúe así y con salud a rebosar.
Bueno; ¿qué te han regalado el día de tu cumpleaños? ¿Y qué quiere decir Minna al afirmar que tuviste tres este año? [5] Me temo que esta vez no te he tratado bien. Espera a que las cosas me vayan un poco mejor y celebraré tu cumpleaños como es debido. En realidad, tenemos muchísimas fechas que celebrar, pues muchas son las ocasiones en que he estado contigo sin mostrar a veces la debida gratitud, y tu recuerdo basta para convertir en aniversario cualquier fecha.
Buenas noches, princesa mía. Que sigas bien y continúes acordándote de tu Sigmund
Viena, 9-10-1983
[…] Cuando recibo carta tuya, todo el ensueño se disipa y la vida real se introduce en mis células. Los problemas extraños quedan borrados de mi cerebro; se desvanecen las misteriosas concreciones pictóricas de las diversas enfermedades y desaparecen las teorías vacías «en relación con la fase científica actual», como se añade habitualmente.
Y con tus cartas, el mundo se torna de nuevo cálido, alegre y fácil de interpretar. Mi dulce amada no es una alucinación ni tiene que ser objeto de experimentación química. Y, a pesar de no ser muy alta, la mirada logra captarla sin necesidad de auxiliarse con lentes o microscopio. Por fortuna, no tiene nada que ver con las enfermedades —espero que se encuentre maravillosamente bien—, y su única torpeza fue hacerse novia de un médico. ¡Oh Marty! Ser un ente humano resulta mucho más agradable que convertirse en almacén de monótonos experimentos. Mas uno no puede permitirse el lujo de ser un ente humano durante una hora si antes no se ha ocupado de transformarse durante once en una máquina o un almacén. Es un circulo vicioso.
Espero tener noticias tuyas mañana, mi preciosa niña. Adiós, y trata de no aburrirte demasiado. Tu devoto, Sigmund.
Viena, miércoles 21-01-1885
[…] Ahora hablemos de tu carta. Hay en ella muchas cosas que merecen respuesta. En primer lugar, a la pregunta de si te dejo patinar te contesto rotunda mente que no. Soy demasiado celoso para permitir una cosa así. Yo no sé patinar y, aunque supiera, no tendría tiempo para acompañarte, y alguien habría de hacerlo, de modo que quítatelo de la cabeza. También insisto en que te comprendes una alfombra decente, aunque tengas que gastar la totalidad de los veintiocho marcos que te enviaré con las ganancias de mi próxima conferencia. Por el momento, estoy sin blanca. Si a ti te queda algo de dinero, inviértelo en lo que te digo y ya te mandaré algo en cuanto pueda.
En tercer lugar, no veo por qué has de tener frío. ¿Es que no hay ni estufa ni leña en Wandsbek? Exijo una explicación urgente. Espero que no lleguemos de nuevo a tus disculpas de que no me puedes escribir en una habitación porque hace demasiado frío, ni en la otra porque no te dejan hacerlo tranquila. Esta fue la carta más terrible que jamás he recibido de ti, y no la olvidaré aunque llegue a los ochenta y cinco años y tú estés hasta entonces dándome un beso diario, lo que quizá sea pedir demasiado. Querida, ¿es posible que solo seas afectuosa en verano y que en invierno te congeles? Siéntate y contéstame a esto inmediatamente, pues aún estoy a tiempo de salir y buscarme una novia de invierno. […]
Viena, 28-04-1885
[…] He destruido todas las notas correspondientes a los últimos catorce años, así como la correspondencia, resúmenes científicos y los manuscritos de mis artículos. De las cartas, sólo he conservado las de mi familia; las tuyas, mi vida, nunca corrieron peligro. Al obrar así, todas las antiguas amistades y mis parientes comparecieron ante mí efímeramente para recibir silenciosos el tiro de gracia (mi imaginación se aferra aún a la historia rusa); todos mis pensamientos y sentimientos sobre el mundo en general y sobre mí mismo en particular no merecen la pena pervivir. Tendré que pensarlo todo de nuevo y, desde luego, había muchísimos papeles que romper. Era preciso que los destruyera.
Se iban acumulando a mi alrededor como las dunas en derredor de la Esfinge, y, dentro de poco, sólo mis narices hubieran emergido por encima de los papeles. No podría haber entrado en la madurez ni podría haber muerto sin preocuparme pensando en qué manos caerían. Además, todo lo que no está relacionado directamente con el punto culminante de la existencia que he vivido hasta ahora, con nuestro amor y mi elección de carrera, murió hace mucho y no debía verse privado de un funeral decente. En cuanto a los biógrafos, allá ellos. No tenemos por qué darles todo hecho. Todos acertaránal expresar su opinión sobre «la vida del gran hombre» y ya me hace reír el pensar en sus errores. […]
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