A menudo los pacientes dicen “no quiero repetir historias” con relación a no cometer los mismos errores que los padres. Muchas veces eso toma la forma de un rechazo manifiesto a rasgos de carácter o síntomas observados en las imagos parentales. No quiero ser autoritario como mi papá, o sumisa como mi mamá. Pongo especial cuidado en no dilapidar mi dinero como hicieron mis padres. Ellos saben de la posibilidad de “copiar modelos” sin darse cuenta y dedican una atención especial a combatir en sí mismos los rasgos indeseados de sus progenitores.
Las imágenes rechazadas son con frecuencia las imágenes infantiles. Es decir, las que han tenido una influencia importante en la formación del yo (moi). Los padres a veces cambian más adelante —lo que no deja de tener consecuencias—. Sin embargo, las imágenes con peso son aquellas que dejaron impronta en el sujeto infantil. Luego, en la adolescencia, esas figuras admiradas y poderosas recibirán todo tipo de críticas y acusaciones y serán objeto de una enérgica condena: “No quiero ser como mi papá que…”. “No quiero ser como mi mamá que…”. Forma de expresar que “quiero ser mejor que mi papá o que mi mamá”.
Las nuevas figuras sobreestimadas (imágenes deseables) aparecen en el campo exogámico y, a veces, esa buena valoración está determinada porque aparentan encarnar el negativo de los padres. Ahora “se elige” parecerse a este nuevo modelo. Este es el campo especular en el que el yo (moi)|se constituye a partir de sucesivas alienaciones (según la frase de Lacan “yo es otro”). Con frecuencia se sitúa aquí la brecha generacional con matices valorativos de modo de afirmar el propio “yo” en contra del “yo” de los padres. Se podría formular con el siguiente enunciado general: “Así se hacía en tu época… ahora…, o sea, en mi época (de la que estas excluido)… se hace mejor”. Es decir, la diferencia que se pretende marcar lleva inherente una disminución de la valoración, un triunfo en la rivalidad especular. Esto ocurre tanto con el progenitor del mismo sexo como con el otro, e independientemente de la elección de objeto. Resulta conveniente a partir de la pubertad —segunda vuelta edípica— rebajar y des-investir tanto la figura del amado/a, como la del que es soporte principal de la identificación imaginaria. Es un modo de retirar las investiduras intensas propias de la época infantil. Me refiero a las imágenes de yo-ideal que participaron de manera preponderante en los primeros años de la formación del yo (moi), sede de la alienación imaginaria.
El complejo tema de la identificación no podría reducirse a un parecido con los padres u otras figuras formadoras.
En un artículo publicado en la Revista de la AEAPG, describí, hace algunos años, tres tipos de identificación que podemos encontrar en la enseñanza de Lacan. [1]
La primera es la identificación imaginaria con el objeto del deseo de la madre (falo imaginario). La segunda es la identificación simbólica a un rasgo que Lacan denomina rasgo unario, núcleo del Ideal del yo. La tercera es la identificación a lo real del deseo de la madre, o sea, a lo que a la madre le falta, lo que la causa.
En cuanto a la primera, notemos la diferencia entre identificarse a la imago paterna o materna y la identificación al falo imaginario de la madre, o sea, a lo que el pequeño supone, lo que el niño/a lee como siendo el objeto del deseo de la madre.
El sentido de un hijo en el fantasma de la madre podría resumirse en la frase: “¿Para qué lo traje al mundo?”. Por supuesto este sentido no siempre es consciente, pero puede localizarse en el discurso, se puede escuchar. A veces es enunciado de forma directa: “Quería una compañía para mi vejez”, por ejemplo.
Una paciente consulta por estar totalmente conmocionada frente al abandono que sufre por parte de su última pareja. La relación era intensa y pasional. Ella tiene un atraso y piensa que puede estar embarazada. Quiere tener ese bebé que imagina idéntico a su papá en chiquito, para que no la deje nunca. “Así lo tendría por siempre y nunca más estaría sola”, enuncia. Esto es lo que es un falo en bruto, digamos: “Quiero tener este hijo para esto”. A lo que me falta le doy un sentido pleno. Muchas mujeres se embarazan a partir de un duelo por alguien o por algo. El hijo tiene el sentido de sustituir el objeto perdido.
En el artículo que mencioné, hago referencia a cuando en la familia ya hay tres hijas mujeres y se busca un cuarto embarazo para que venga “el varoncito”. ¿Qué espacio queda para una eventual cuarta nena? Si está demasiado significado de antemano el sentido de traer al mundo a este hijo, no hay mucho margen para lo que todo niño o niña traen de nuevo, de inesperado. Lo esperado es el falo y el niño real viene a golpear las fantasías previas a su nacimiento.
Identificarse al falo esperado por la madre es un modo de entrar en la estructura, pero si esta identificación es excesiva, queda poco espacio para albergar deseos propios, para devenir sujeto.
El niño en la estructura edípica viene a ocupar un lugar en el deseo de la madre que bien puede ser de objeto (falo imaginario) o de falta. Ocupa ambos, pero dependiendo de qué es lo preponderante resultará más o menos alienado en un sentido previo que no se puede sustituir más que al precio de perder su lugar en el deseo materno. Es necesario que en el lugar del Otro haya un límite a la objetalización del niño.
La tercera identificación que mencioné, la identificación a lo real del deseo de la madre, es la identificación a la falta de la madre. Surge a partir de lo que Lacan llama el deseo de Otra cosa de la madre (Seminario 5). El deseo de la madre como enigma. “¿Qué es lo que quiere esa? Me encantaría ser yo lo que quiere, pero está claro que no sólo me quiere a mí. Le da vueltas a alguna otra cosa. A lo que le da vueltas es a la x, el significado” (Lacan, 1958).[2]
Es el falo en tanto objeto metonímico, y puede ir a parar a cualquier lugar en el significado, es algo que circula y por eso se escribe x, su sentido habrá que determinarlo vez por vez en cada contexto discursivo. Es decir, no hay una respuesta definitiva a la pregunta por el deseo de la madre. Para que el deseo de la madre quede planteado como interrogante, es necesaria la escritura de esta x en el lugar donde es esperado el falo imaginario. Con ello se instala la significación fálica (el sentido se establece por la relación entre un significante y otro) que reemplaza el sentido fálico imaginario en el fantasma materno, sentido con el que se identifica el niño en un primer momento del Edipo.
Eso es parte de la función paterna, cuestionar la posición de objeto del niño en el fantasma materno. El padre desaloja al niño de ese sitio.
Si el primer tiempo del Edipo fue identificarse al falo imaginario de la madre, el segundo tiempo sería salida de esa identificación hacia la posibilidad de “ir siendo” mediante su propio decir. De “ser” el falo de la madre hacia “ir siendo”.
Este pasaje del falo imaginario al falo que circula, que puede ser distintas cosas gracias a los efectos del significante, es posible gracias a la falta estructural que organiza el deseo de la madre. Se establece entonces una relación con el sin-sentido del deseo de la madre.
En el Seminario 11, dice Lacan: “El deseo del sujeto se constituye en la medida en que el deseo de la madre esté allende o aquende de lo que dice, intima, de lo que hace surgir como sentido, en la medida en que el deseo de la madre es desconocido, allí en ese punto de carencia se constituye” (Lacan, 1964).
Es, en la medida que el deseo del Otro es un enigma, que surge la necesidad de interpretarlo, de leerlo, de hacer conjeturas. Todo ese proceso culminará con la construcción de un fantasma fundamental. La respuesta a la pregunta por el deseo del Otro es una construcción del sujeto. ¿Quién soy? Es una pregunta que se formula con relación a ¿Qué soy para el Otro? ¿Qué quiere el Otro de mí en tanto yo (moi)?
La respuesta no es inmediata, no puede serlo. Durante todos los tiempos instituyentes, el niño y luego el adolescente están pendientes de esa pregunta por el deseo del Otro. Recién en el advenimiento del joven adulto el fantasma se sella, se fija.
Es importante que el que ocupa el lugar del Otro para ese sujeto en constitución deje subsistir el enigma, por eso un sentido demasiado fijo y evidente en el fantasma parental, tapona los interrogantes sobre ese deseo, interrogantes que permiten a ese sujeto hacer una construcción propia acerca de quién es.
Al “¿Quién soy?” se responde desde una alienación (en el deseo del Otro). Con la salvedad de que es una alienación a una construcción hecha por el sujeto. Cada hermano tendrá su propia versión acerca del lugar que él mismo y sus hermanos ocupaban en el fantasma del padre y de la madre.
Los analistas de niños y adolescentes saben bien que si escuchamos a la madre o al padre no vamos a tener la misma versión que si trabajamos con el niño.
Estas construcciones son ficciones, ficciones estructurantes.
Así se arma la distancia entre lo que el niño es en el fantasma materno, y lo que será como yo (moi) en su propio fantasma. Para dimensionar su importancia, recordemos que el fantasma fundamental del neurótico, además de ser un organizador del deseo, es el axioma de todos los enunciados del inconsciente (Lacan, 1967).
Ese fantasma es una suerte de argumento en el cual el yo (moi) y otros personajes encuentran sus libretos, su forma de posicionarse en la vida.
Ahora desarrollemos lo que señalé en el cuadrito como la segunda forma de identificación, la identificación simbólica al rasgo donado por el padre, núcleo del Ideal del yo.
En el segundo tiempo del Edipo, el padre interdicta el goce incestuoso con la madre. “No reintegrarás tu producto” es la frase con la que Lacan indica que la castración recae tanto sobre la madre como sobre el niño. Prohibición para el hijo/a de ser el falo de la madre.
Esta interdicción que da acceso al sin-sentido del deseo de la madre (su falta), no sería suficiente sin una donación. En el tercer tiempo el padre dona algo a lo que identificarse. Es el rasgo unario que inaugura la cadena significante y permite el trazado de la propia falta. A partir de su marca fundante, toda significación posible para el sujeto surgirá por la relación entre dos significantes.
El atravesamiento de los tres tiempos del Edipo culmina con la formación de un Ideal del yo. Ese momento crucial tiene que vincularse al recorrido que el niño viene haciendo en cuanto a las identificaciones especulares, en cuanto a yo-ideal.
Decíamos al principio que, para Lacan, “yo es otro”, es decir, la imagen yoica a la que se identifica está afuera, en el campo que habilita el Otro simbólico.
Esa imagen no puede asumirse como propia: “¡ese soy yo!” si no hay ese Otro simbólico que le permite relacionarse al yo (moi) con su propia imagen, es decir, es el intermediario para que la imagen (que está afuera) se relacione con el cuerpo del niño.
Cuando la mirada del Otro —que no es sólo el ojo, son también sus palabras— le confirma el derecho a asumir esa imagen sobre su propio cuerpo, “lo viste con la imagen” por así decir. El niño empieza a “mirarse a sí mismo” desde ese punto de referencia ubicado afuera de él.
Se puede mirar como digno de amor y de deseo cuando quienes lo sostienen (frente al espejo, pero también en estos tiempos de desvalimiento motriz) tratan su imagen como algo valioso, y libidinizan el cuerpo del niño, respetándolo, si se puede distinguir al hijo del falo esperado como instrumento de goce. Con esto quedan limitados los excesos, tanto del maltrato (golpes, insultos) como del “niño-juguete” (te pongo, te saco y te revoleo a mi antojo, aunque de claras señales de angustia o displacer).
De allí el gesto sobre el que insiste Lacan, del nene en brazos frente a un espejo, que se vuelve hacia el adulto que lo sostiene como pidiendo un asentimiento para asumir esa imagen como propia.
Esa mirada de aprobación se interioriza mediante un signo: el trazo o rasgo unario.
El Otro simbólico convalida la asunción de esa imagen valiosa como propia, autoriza la investidura narcisista que se vive como júbilo o euforia (yo-ideal).
Ahora bien, si esa investidura no es autorizada desde el Otro, el signo no se incorpora, el niño no dispone de esa mirada siempre que la necesite (para iniciar un nuevo progreso motor, por ejemplo). Se hace entonces muy dependiente de determinados adultos. La mirada tiene que estar concretamente en otro ser hablante (que ocupe el lugar de Otro simbólico) ya que no está interiorizada.
Esta mirada de asentimiento del Otro, constituye, una vez incorporada, el núcleo del Ideal del yo, punto de referencia desde el que para siempre “nos miraremos” de modo más o menos amable, según nuestro yo coincida o no con este punto de referencia.
Sin embargo, un signo, no es aún un significante. Para que ese trazo unario devenga significante tiene que relacionarse con una cadena significante. Es a esta operación que lo habilita, entre otras cosas, la donación del padre al final del Edipo.
Estamos por eso en el núcleo del Ideal del yo (punto desde donde nos miraremos con relación a la satisfacción narcisista), pero no es todavía el Ideal del yo completamente desarrollado.
Recién a la salida del Edipo, cuando está armado el sistema significante como tal con su capacidad de sustitución y combinación, podrá ese primer rasgo o trazo, ponerse en serie con los otros trazos constituyendo la cadena significante. Es, a partir de allí, que el trazo unario adquiere el valor de un S1, cuando se pone en relación con el resto de los significantes.
Comprendo que quedan muchos interrogantes, pero dado lo acotado del tiempo no es posible ampliar más en esta exposición.
Comentarios