En el momento de escribir este trabajo, surgió en la Argentina, en los medios de comunicación y en parte de la sociedad, la problemática de los pueblos originarios. Llamativamente se instaló la temática de manera muy controversial dejando nuevamente en evidencia el lugar de exclusión que siguen teniendo. Hoy existe una conflictividad por los territorios que ocupan, son estigmatizados y se les niegan sus derechos. Los pueblos originarios son invisibilizados y es mi objetivo con este trabajo darles visibilidad y poder pensar y pensarlos a través de la experiencia observacional.
La observación de lactantes nos encuentra en la situación de intimidad de un bebé, su madre, la familia. Es una experiencia que moviliza emociones intensas en el observador que, gracias a la importancia de su formación y al momento grupal, puede compartirlas y recrearlas. La experiencia observacional dentro de una comunidad aborigen wichi, nos ubica en una situación novedosa del encuentro con una cultura diferente, con formas de vida muy ajenas que produce por momentos un alto impacto emocional en el observador.
Nos encontramos ante situaciones de gran desamparo en presencia de la vulnerabilidad de un niño, de una madre y un pueblo. Vulnerabilidad por las extremas carencias materiales, de ausencia de poder cubrir las necesidades básicas para la vida misma. El observador se encuentra frente a un bebé que en muchos casos está en riesgo su supervivencia. En lo personal, en las experiencias observacionales que había realizado con anterioridad, no me había encontrado nunca con la dramática disyuntiva de preguntarme si ese bebé que estaba ahí observando, iba a poder vivir o no en el futuro más próximo. La posible muerte se hace presente. La experiencia en sí misma produce el encuentro con la propia vulnerabilidad del observador.
Este trabajo tiene el objetivo de reflexionar sobre el observador cuando este se encuentra ante una situación observacional dentro de una comunidad aborigen o de una cultura muy ajena a la que pertenece.
Para comenzar, quisiera remontarme a una experiencia realizada dentro de una comunidad wichi y, a partir de ahí, detenernos a analizar diferentes aspectos en relación con el observador.
La observación consistió en asistir durante dos semanas a la comunidad Lapacho II que se situaba a pocos kilómetros de Tartagal, ciudad de la Provincia de Salta, del norte argentino. Los wichis son pueblos originarios que se encuentran ubicados en las provincias de Salta, Chaco y Formosa de Argentina y en el sur de Bolivia.
Si bien la comunidad se encuentra a pocos kilómetros de la ciudad, la vida de ambas es muy desigual. La comunidad wichi se ubica a la vera de un camino de tierra, las viviendas son de madera y los techos de chapa, las paredes están construidas con maderas desparejas colocadas de manera vertical por las que quedan espacios abiertos que posibilitan el ingreso de la lluvia, insectos o animales salvajes como vinchucas y víboras. La pobreza y marginalidad son extremas.
Los wichis son un pueblo originario que ha sobrevivido durante años. Es uno de los grupos aborígenes que más cantidad de habitantes tiene en relación con otros grupos. Ancestralmente han sido nómades, cazadores y recolectores. Su ser nómades se ha modificado por el avance de la civilización que los ha obligado a asentarse. Sus costumbres se han modificado también por el cambio del hábitat. El monte, ya no es el mismo monte por la deforestación; el río, ya no es el mismo río por las petroleras que lo contaminan, y los peces ya casi no se encuentran. Sus alimentos antiguamente eran vegetales que recolectaban, animales que cazaban y los peces del río. Como el ambiente natural se ha modificado, su alimentación también sufrió modificaciones con consecuencias nutricionales y también en la protección natural que dicha alimentación producía contra los insectos, quedando así más expuestos a enfermedades. La desnutrición, la mortalidad infantil, la tuberculosis, el mal de Chagas y el dengue son problemáticas muy graves con las que conviven.
La experiencia observacional se realizó a un bebé de una familia wichi. El cacique nos autorizó y recomendó a una familia. Fuimos a visitarlos y acordamos los futuros encuentros; ahí nos enteramos que la bebé de dos meses tenía signos de desnutrición al igual que el hermano de dos años.
El objetivo con el que concurrimos era aproximarnos a un bebé y su madre en una cultura aborigen, conocer la crianza y acerca de ellos. Todo el proceso observacional consistió en visitas diarias durante dos semanas y, con el correr de los días, nos encontramos que se fue modificado positivamente el vínculo madre e hija, se los podía observar diferentes, más vitales, conectadas, con otra actitud corporal y vincular entre ambas.
En un inicio nos encontramos con una madre muy ensimismada que parecía poco conectada con su hija. Los cuidados los realizaba como acciones una seguida a la otra, más mecánicamente. La mirada parecía perdida. Destaco la mirada no solo por la mirada hacia su hija, sino porque en general los wichis me impactaron por su mirada muy profunda y vital. El cuerpo de su hija se notaba rígido, con extrema tensión en las extremidades hasta en los dedos de sus pies.
Si bien la consigna inicial había sido el interés de observar a la madre y a la hija, desde el inicio el padre se sentaba delante nuestro con su hijo de dos años, conversaba mucho y la madre se sentaba a su lado con su niña en brazos. Ella le daba de mamar, la acunaba y, cuando le daba de tomar una mamadera, se alejaba, su rostro reflejaba tristeza. Con el correr de los días, la madre comenzó a estar presente sin su esposo, sentándose delante con su hija en brazos o colocándola en la hamaca paraguaya para hacerla dormir. Ella fue modificando su actitud, se la veía contenta, hablaba con nosotros y la manera de sostener a su hija se fue modificando. La miraba a los ojos, acariciaba su cabecita, se sonreía con orgullo, la besaba y le hablaba suavemente.
En los últimos días, el padre nos comentó muy feliz que, desde que estábamos nosotros, sus hijos habían empezado a comer más.
En las últimas observaciones se fueron sumando familiares y vecinos. Parecía que todos querían ser parte de la observación. Otras madres se acercaban con sus hijos y se sentaban delante nuestro. No decían nada, solo se juntaban entre ellos sabiéndose observados.
Concluyo la breve síntesis de la experiencia observacional la que nos permite reflexionar sobre el modelo de Observación de Lactantes y sobre los beneficios de la observación cuando se evidencia una transformación en el vínculo, en la madre y su hija. Podemos plantear así, la relevancia de la observación, su potencialidad y el valioso lugar cuando se produce una transformación. Nos preguntamos cuáles son las características particulares de la observación que posibilitan que se realice una transformación.
Winnicott se pregunta qué ve el bebé cuando mira el rostro de la madre. A lo que lo que responde que se ve a sí mismo, el niño se refleja dentro de los ojos de su madre.
Winnicott equipara la visión del bebé y del niño con el proceso analítico donde el analista puede ver al paciente cómo es y agrega: “si lo hago bastante bien el paciente encontrará su persona y podrá existir y sentirse real” (Winnicott, 1971). El observador cumple también esta función, observa a ese bebé y su mamá y los ve como son, cómo es esa madre inserta en esa cultura, sin mirarlos como deberían ser para sí mismo, desde su propia mirada. El observador es también un espejo donde la madre puede mirarse dentro de los ojos de él y reconocerse madre. Esta mirada le permite empoderarse de su ser mamá. Le devuelve así la posibilidad de mirar a su bebé como madre de su hijo.
En este encuentro madre y bebé, Bion afirma que el niño por momentos se siente morir y su mundo se transforma en caótico. La madre se convierte en un continente que puede soportar ese terror y devolverlo transformado en algo posible de ser tolerado. Agrega así el lugar de la madre y su aparato de pensar. La función de reverie es factor de la función alfa de la madre.
Bion considera a la ensoñación de la madre como un soporte del amor de ella en la relación con su hijo. Gracias al proceso de reverie, la madre puede metabolizar y darle sentido a las sensaciones caóticas que siente su hijo por medio de su propio aparato de pensar, y transformarlas en elementos alfa.
Implica necesariamente primero que pueda verlo, observarlo, tocarlo, reconocerlo. El cuerpo de ese bebé se convierte en un cuerpo libidinizado. La madre lo envuelve con su mirada, con sus brazos, con su voz, puede cumplir una función continente. Ante el miedo del bebé, el miedo a dejar de existir, a dejar de vivir, la madre puede metabolizar este miedo y transformarlo en algo tolerable.
En ciertas observaciones, descubrimos situaciones que pueden ser de riesgo. En la experiencia observacional descripta anteriormente, nos encontramos con una bebé con desnutrición con un tono muscular rígido y una mamá que parecía desconectada, que se vinculaba por las acciones, podríamos pensar con ausencia de curiosidad por su hija, como sin preguntas… ¿qué más necesita?, ¿cómo es?, ¿cómo será?
Esta situación se fue modificando durante el proceso observacional. La observación y el observador pueden funcionar como la función alfa descripta por Bion. Podemos pensar en una capacidad de reverie del observador que contiene dentro suyo lo caótico, lo terrorífico y puede devolverlo metabolizado en algo posible, lo que permite a la madre transformar la propia impresión de los sentidos en una nueva experiencia emocional. El reverie del observador cumple una función de amparo mental, de proteger las vivencias catastróficas de desamparo, transformándolos en algo tolerable que posibilita representaciones posibles de ser pensadas. La función continente del observador posibilita la constitución de un espacio psíquico tridimensional en términos de Meltzer.
Siguiendo con el pensamiento de Winnicott, podemos preguntarnos qué ve esa madre cuando mira el rostro del observador. Podríamos responder, se ve a sí misma con su hijo en esa, su cultura, tal cual son; ambos se reflejan dentro de los ojos del observador. El observador, al actuar como función alfa, puede devolver algo posible de ser tolerado, le devuelve confianza a esa madre comprendiendo lo difícil que puede resultar la situación, donde el miedo a la muerte no es metafórico, le devuelve la apuesta a la fortaleza de ese vínculo y de ese encuentro.
Las observaciones que se realizan en una comunidad aborigen o en comunidades muy diferentes a la vida del observador tienen un riesgo por los efectos que pueden producir el alto impacto y emoción, y puede así quedar muy teñida la mirada del observador. Se presenta entonces el desafío de respetar la premisa de la observación de “ver lo que está allí para ser visto, lo que se presenta” y no de mirar lo que el observador piensa y cree que debe haber allí o debe ser visto[1]. Nos podemos preguntar: ¿Cómo metaboliza el propio observador el impacto que le produce el encuentro con esta cultura que por momentos es tan ajena?
Para observar lo que está ocurriendo allí y no contaminar con la propia mirada, se hace imprescindible el trabajo con la propia implicación y la necesidad del análisis de la misma. Resulta importante la inclusión de la noción de implicación de René Lourau, término que surge del análisis institucional. La implicación viene con nosotros en tanto sujeto social, histórico y político y se activa en el encuentro. Es nuestra manera de percibir, de pensar y sentir, en razón de una pertenencia a una determinada familia, a una clase social, a una comunidad religiosa, a una corriente política y también a nuestro marco de referencia teórico. Estas implicaciones condicionan nuestro juicios y nuestras decisiones. La implicación no es mala ni buena, no se trata de eliminarla sino de analizarla y este es un desafío profesional y ético. La posibilidad de analizar las implicaciones nos dará la posibilidad de mirar con nuevos ojos el encuentro y la observación en sí misma. Resulta así indispensable el análisis de las propias implicaciones como punto de partida.
Comprender una cultura implica una comprensión imaginativa, aunque esta nunca puede ser completa. El riesgo es caer, por un lado, en la crítica de esa cultura o, por el otro extremo, en identificarse con la misma y perder la perspectiva.
Blanca Montevechio, psicoanalista argentina, habla de la “identidad negativa” como metáfora de la Conquista de América. El conquistador es incapaz de reconocer la cultura indígena y le otorga un valor negativo, dándole un referente negativo del ideal, lo opuesto al ideal, lo indeseable, lo devaluado y excluido. Si el ideal cultural originario queda reprimido, se introyectan los valores de la cultura foránea. Aparece así una concepción de humanidad donde la población se diferencia en inferiores/superiores, irracionales/ racionales, primitivos y civilizados.
El indígena comienza a dudar de sí mismo al verse él en los ojos del otro conquistador con patrones que le son ajenos, internaliza la superioridad del otro. La identidad pasa a ser definida por la mirada del otro, impregnada del propio deseo del observador. El observado se piensa a sí mismo a partir de la imagen que le reflejan los ojos del otro. Esa mimetización cultural produce un falso self, una identidad inauténtica. La mirada está centrada en una única lógica. Afirma Montevechio (1991): “La identidad negativa es producto de la mirada del otro desde el lugar de poder que priva al otro de reconocimiento, se pone como absoluto y niega toda alteridad”.
En algunas observaciones, las familias preguntan: “Pero ¿qué ves?”, se asombran, les da curiosidad y comienzan a observar más detenidamente a su bebé. La observación da lugar al conocimiento, ante el no saber, se produce el desear saber, se despierta la curiosidad.
Bion desarrolla una versión ampliada del conflicto edípico que desarrolla Freud e incorpora el conflicto con el conocimiento (K), en el mito de Edipo representadas por las figuras de la Esfinge y de Tiresias. La Esfinge estimula la curiosidad con el acertijo, pero amenaza de muerte a quien se empeñe en resolverlo. Tiresias se opone a la investigación de Edipo, lo llama arrogante y estúpido. Ambos se presentan como representantes de la prohibición de saber, del no querer pensar. Se presenta la paradoja donde se promueve la curiosidad, pero se la ataca, se prohíbe el pensar.
El observador necesita mantener el factor de continente-contenido en un vínculo K de disposición al conocimiento. Un riesgo que puede darse en la observación es que el observador se transforme en ese Monstruo que es la Esfinge o Tiresias, que si bien parecería que estimulan la curiosidad de la madre por su hijo, le devuelve el horror o terminan matando la posibilidad de dicha curiosidad, del deseo de conocerlo y conocerse como mamá de su hijo.
Se nos plantea así un problema epistémico y ético ¿cómo la observación puede llegar a ser un espacio de transformación o correr el riesgo de convertirse en un espacio alienant?. La implementación de la Observación de lactantes en el campo de la cultura requiere la aptitud para el descubrimiento y significación de la propia experiencia emocional del observador, de su capacidad de reverie para recibir, alojar y transformar en significado, dando la posibilidad que esa comunicación sea metabolizada y transformada en sueño. Requiere que el observador se conecte con lo que ocurre dentro suyo, enfrentarse con los obstáculos propios y poder mirar, sin memoria y sin deseo, a esa mamá, a ese bebé en esa cultura que, aunque ajena, se presenta para descubrirla y conocerla.
Para finalizar, quisiera compartirles dos momentos de la observación que, a mi entender, dan cuenta del proceso observacional con relación a la madre, a su hijo y a la comunidad.
En uno de las últimos encuentros, la mamá mecia a la niña que estaba recostada en la hamaca que le había armado para dormir. Al verla dormida, se dirigió a la casa y me trajo varias fotos familiares. Me las mostró con orgullo, me contó quiénes eran, las pasaba una a otra. Sonrió y siguió pasando las fotos en silencio. Era como si nos estuviera diciendo: “Estos somos nosotros, ayer y hoy; esta es nuestra historia de la cual siento orgullo”.
El ultimo día, nos habían pedido que les tomáramos una foto familiar. Colocaron las sillas y se iban ubicando mientras esperaban a los que faltaban; se reían y posaban. La cámara estaba con el trípode en un lugar. Uno de los hijos se animó a acercarse y pidió permiso para mirar por el visor. Miraba a su familia y se sonreía, el resto posaba y lo observaban. Luego se acercó otro y repitió lo mismo. Así fueron haciendo, unos posaban y otros miraban. Podríamos pensar que era como ponerse en el lugar del observador, representado ahí por una cámara fotográfica posible de manipular. Mirar qué observa el otro ¿qué le resulta interesante?, ¿qué observa cuando nos mira?. Retomando a Winnicott, podemos pensar que si el observador puede ver a esa madre y su hijo, en esa comunidad, si los ve como son, tal cual son, podemos pensar que si lo hacemos suficientemente bien como “observador suficientemente bueno”, ellos encontrarán su persona y podrán existir y sentirse reales; reconociéndose valorados y siendo parte de la humanidad pese a la exclusión en la que viven, identificándose en su propio deseo de saber de sí mismos.
El observador operó como soporte de la función del Nombre-del-Padre. La posibilidad de «reverie» no es sin la inscripción de ese significante dado que sólo este es el que permite que “la madre puede metabolizar y darle sentido a las sensaciones caóticas que siente su hijo por medio de su propio aparato de pensar, y transformarlas en elementos alfa.”