Los tangos están hechos de pedazos de vida que han sobrevivido por casualidad. Pedazos, jirones reunidos en un zigzag de piernas, siguiendo siempre a la sangre que fluye, derramada o sin derramar.
(Berger, 2009)
La vida hace marcas en el cuerpo, desde el crecimiento, hasta el envejecimiento, desde el gesto legado al tatuaje, del placer al dolor. Son las historias las que construyen un cuerpo que habla. El recorrido desde el nivel sensorio-emocional, a la producción onírica, y al relato verbal requieren del diálogo con otro dispuesto a prestar su mente para que la supervivencia se transforme en vida mental.
La posibilidad de la experiencia como tiempo vivido traza un camino desde el desvalimiento ante el incremento de estímulos, a la construcción de sueños y significados.
El tiempo es una de las variables que posibilita anteponer a la descarga un pensamiento, organizar estímulos, darles significado y construir una historia iniciada por aquellos que asisten y convierten el desvalimiento en vínculo.
Antes, o en zonas de fracaso del encuentro cara a cara, mente a mente con otro humano, está la vida pre-natal, el aparato proto-mental, los supuestos básicos. Formas de habitar el mundo que dibujan un espacio cerrado a la experiencia que protege del caos, pero no produce crecimiento, preconcepciones sin historia de realizaciones, repetición sin tiempo.
Donde no se construye una historia, queda una no-experiencia: uno de sus destinos es el cuerpo. Será entonces un cuerpo escenario de descargas, un cuerpo privado de voz.
Describo a continuación distintas escenas del consultorio en las que el desvalimiento, junto con el tiempo perturbado buscan una experiencia posible.[1]
Un pasado hecho sombra
“Pensar que puede ser un chico feliz”, se lamenta la mamá de Albertito, un niño de 9 años que padece alopecia desde los 3. “Yo no soy feliz, mamá, con mi pelada”, “yo así no quería vivir, ¿cuándo se me pasa esto?”. Y la mamá dice: “Yo lloro con él, hasta me siento culpable”.
Albertito es el menor de tres hermanos, tiene dos hermanas mayores, una de 14 y otra de 10. “Yo quedé embarazada de Albertito sin quererlo, la nena tenía 9 meses, no podía creer que estaba embarazada, nunca pensé no tenerlo”. “El primer varón después de dos nenas”…
Ambos padres lo describen como un chico muy demandante, que pide ayuda a la madre para lavarse el pelo, para hacer la tarea, que se hace el dormido en el cuarto matrimonial para que lo pasen a su cuarto en brazos. Anda siempre con gorra y llora cuando se la tiene que sacar para ir al colegio.
El padre dice: “Yo tenía pasión por las chicas, con él no. Le he tirado del pelo, yo doy sin límites cuando quiero a alguien. No es nada sufrido, la adversidad es un imposible para él”.
Ambos acuerdan en que la madre grita mucho, y que la casa es un caos. “Albertito se acostumbró a vivir en el caos”, dicen.
Al promediar esta primera entrevista, que por momentos se asemeja a un libro de quejas, la madre relata: “Yo tuve un hermano que murió al año. De chica no me quedaba sola, tenía que dormir en la cama de mis papás. Nunca hablo de ese hermano”.
Al conocer a Albertito me sorprende que se trate de un chico lindo y simpático. Me había hecho otra imagen a partir del relato de sus papás.
Su primera propuesta es jugar al ahorcado. Ni bien pone los guiones de la palabra que pensó supone, con total certeza, que inmediatamente yo sé cuál es. Esto se repetiría en distintas circunstancias. Llamaba la atención cómo Alberto creía que yo sabía todo lo que él pensaba. Esto no parecía ocasionarle ansiedad ni suspicacias, por el contrario, parecía tranquilizarlo. Le sorprendía que yo no viera adentro de su cabeza. Con el tiempo empezamos a hablar de los agujeros en su cabeza. Y a construir una cabeza con algunos lugares sin pelo.
Durante mucho tiempo propuso un juego: él estaba sentado en una silla con los ojos cerrados. Yo, de pie en el otro extremo del consultorio, tenía que tirarle uno o varias pelotas en rápida sucesión; él tenía que tratar de atajar sin abrir los ojos, o al menos no golpearse. Movía su cabeza y sus brazos de un lado a otro. Resultaba conmovedor verlo gesticular, sus dos manos cerca de la cara, su cuello inquieto de un lado a otro, los párpados apretados, como un bebé de pocos meses que aún no parece coordinar movimientos, abrumado por estímulos que no logra aprehender. A veces me pedía que le tirara con fuerza.
Un futuro prohibido
Silvina tiene 8 años, es hija única de padres que están en proceso de separación. La describen como una niña muy inteligente, de mucho carácter, que parece dominar la escena familiar. Esto produce fastidio en la madre y, a la vez, una suerte de admiración por la determinación y desenfado de la hija.
Alrededor de los 3 años comienza a observarse falta de cabello y huecos en las cejas, así como falta de pestañas: se supone alopecia. Luego de varios meses, la madre descubre que la nena se arrancaba el pelo a escondidas, hechos que la niña niega sistemáticamente.
Antes de andar por la vida sin pestañas, Silvina admiraba mucho las pestañas de su mamá, le gustaba verla cuando se maquillaba. Luego comenzó una situación de desprecio hacia ella y cierta tiranía.
La misma actitud presentó frente a su padre, quien parece adjudicarle una capacidad de comprensión de las cuestiones familiares y matrimoniales superlativa.
Por esa misma época, la situación de alimentación estaba plagada de exigencias, Silvina pedía varias comidas diferentes y luego de preparadas se negaba a comer.
Cuando se descubre que no se trataba de una alopecia, se desencadena en Silvina una enfermedad renal que requiere frecuentes controles médicos.
Mientras Alberto padece y pide ayuda, Silvina parece afianzada en su posición, no se muestra afectada por su escasez de pelo ni preocupada por su otra enfermedad.
Los peligros de la rivalidad con la madre, tornados indiferencia y desprecio hacia ambos progenitores, prohíben el presente edípico y cierran el futuro, del mismo modo que la enfermedad renal produce incertidumbre con relación a mayores cuidados en su adolescencia.
En sesión predomina el desafío y la necesidad de ubicarme a mí en una situación de desvalimiento: atrapada en un laberinto lleno de fantasmas y precipicios, como una alumna tonta que no distingue cuando aprende y cuando se equivoca, como una huérfana expulsada de hogares y escuelas, sin amigas, etc. El exilio insiste, privándome/privándose del escenario familiar donde se trama la escena edípica.
De a poco, la malvada maestra comienza a enseñarme, a darme tiempo para aprender y producir. Silvina habla de sí misma y me pide que le cuente historias.
Presente desestimado con futuro incierto
Mariano, de 6 años, fue diagnosticado a los 2 con una enfermedad genética crónica que afecta distintos órganos. Sus padres consultan porque lo ven siempre inquieto y provocando disputas en la casa. Su mamá dice con dolor: “Cuando él no está lo pasamos bien. Le gusta molestar a sus hermanos, hace maldades”. Tiene varias rutinas de tratamiento que le insumen dos turnos diarios de casi una hora. Toma siempre medicación, suele tener malestares respiratorios y digestivos, debe hacerse frecuentes estudios médicos. Se trata de una enfermedad con una expectativa de vida incierta. A sus padres les cuesta considerar la repercusión emocional de esta rutina en el niño, como si en el presente necesitaran desestimar la situación de Mariano, como modo de tolerar el futuro incierto.
Mariano no se queja de su enfermedad, parece más bien empeñado en un ritmo hipomaníaco. En nuestro primer encuentro comienza haciendo “un humano” con plastilina. Le sale con ojos y sonrisa enormes; al terminarlo, dice que es un zombie, y luego dibuja un monstruo que “toda la vida está enojado”. Otro será un monstruo con “un millón de ojos”. Un marciano zombie que “come sangre y mata gente, rompen cabezas y las hacen pedazos”. Se trata de historias truncas, dibujos que rompe con rapidez sin mediar mayores comentarios. Luego de un tiempo, surgirán otras vivencias: dibuja hombres perdidos en el desierto a los que nadie vendrá a ayudar. El ánimo es sombrío sólo por un instante. Luego ríe de la poca fortuna de esos hombres. Esto alterna con intentos de juego donde ambos quedamos sujetos a un cierto bombardeo: un partido de futbol con 8 pelotas al mismo tiempo, juegos de tatetí con 21 casilleros en lugar de los 9 tradicionales, multiplicidad de propuestas de juego superpuestas en una sola sesión.
De a poco, comienza a escribir historias de monstruos y confecciona un libro. A medida que su enfermedad tiene voz en el juego, sus actitudes en casa tienden a apaciguarse.
Mariano comenzará a construir marcos en plastilina para sus producciones, del mismo modo, buscará jugar partidos posibles.
La historia no contada que vuelve como fracaso de la continencia para su hijo Alberto, la historia no construida que provoca la inaccesibilidad de la experiencia edípica en Silvina; el dolor excluido del presente en unos padres, perturbando la posibilidad de padecerlo en el niño (y evocando a Bion, al no poder sufrir el dolor, tampoco logra “sufrir” el placer) pugnan por acceder a una experiencia que los contenga. El análisis puede funcionar como una invitación a habitar el tiempo y el espacio de la experiencia, de modo que el cuerpo entonces hable.
Agregado Final: ADN e Historia. Mientras escribía este trabajo leí un artículo aparecido en el diario La Nación de Buenos Aires el 16 de abril:
Una agencia inglesa organiza viajes a partir del análisis genético. Luego de un análisis de ADN se realizan conexiones con 80 perfiles repartidos por el mundo, abriendo el camino para rastrear a los ancestros “hasta los comienzos de la humanidad”. Con esta información la agencia diseña viajes de descubrimiento personal para ayudar a los viajeros a conectarse con su herencia.
Los invito, entonces, a hacer dialogar a nuestro tango inicial con esta agencia.
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