Según una conocida concepción, el parricidio es el crimen principal y primordial tanto de la humanidad como del índividuo.[1] En todo caso, es la principal fuente del sentimiento de culpa; no sabemos si la única, pues las indagaciones no han podido todavía establecer con certeza el origen anímico de la culpa y de la necesidad de expiación. Pero no hace falta que sea la única. La situación psicológica es complicada y requiere elucidación. La relación del muchacho con el padre es, como nosotros decimos, ambivalente. junto al odio, que querría eliminar al padre como rival, ha estado presente por lo común cierto grado de ternura. Ambas actitudes se conjugan en la identificación-padre; uno querría estar en el lugar del padre porque lo admira (le gustaría ser como él) y porque quiere eliminarlo. Ahora bien, todo este desarrollo tropieza con un poderoso obstáculo. En cierto momento el niño comprende que el intento de eliminar al padre como rival sería castigado por él mediante la castración. Por angustia de castración, vale decir, en interés de la conservación de su virilidad, resigna entonces el deseo de poseer a la madre y de eliminar al padre. Y es este deseo, en la medida en que se conserva en lo inconciente, el que forma la base del sentimiento de culpa. Creemos haber descrito con ello procesos normales, el destino normal del llamado complejo de Edipo; todavía habremos de agregar un importante complemento.
Otra complicación sobreviene cuando en el niño se ha plasmado con intensidad mayor aquel factor constitucional que llamamos bisexualidad. Amenazada la virilidad por la castración, se vigorizará en tal caso la inclinación a buscar escapatoria por el lado de la feminidad, a ponerse más bien en el lugar de la madre y adoptar su papel de objeto de amor ante el padre. Sólo que la angustia de castración imposibilita también esta solución. Uno comprende que sería preciso admitir la castración si quisiera ser amado por el padre como una mujer. Así caen bajo la represión ambas mociones, odio al padre y enamoramiento de él. Hay una cierta diferencia psicológica, consistente en que el odio al padre es resignado a consecuencia de la angustia frente a un peligro exterior (la castración); en cambio, el enamoramiento del padre es tratado como un peligro pulsional interior, que, empero, se remonta en el fondo también a idéntico peligro exterior.
La angustia frente al padre es lo que vuelve inadmisible el odio a él; la castración es terrorífica, tanto en su condición de castigo como en la de precio del amor. De los dos factores que reprimen {desalojan} el odio al padre, el primero, la angustia directa frente al castigo y la castración, ha de llamarse normal; el refuerzo patógeno parece venir sólo del otro factor: la angustia ante la actitud femenina. Por tanto, una fuerte disposición bisexual se convierte en una de las condiciones o refuerzos de la neurosis.
Freud S. (1992). Dostoievski y el parricidio. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 21, pp. 180-181). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1928 [1927]).
Puesto que el ser humano no dispone de cantidades ilimitadas de energía psíquica, tiene que dar trámite a sus tareas mediante una adecuada distribución de la libido. Lo que usa para fines culturales lo sustrae en buena parte de las mujeres y de la vida sexual: la permanente convivencia con varones, su dependencia de los vínculos con ellos, llegan a enajenarlo de sus tareas de esposo y padre. De tal suerte, la mujer se ve empujada a un segundo plano por las exigencias de la cultura y entra en una relación de hostilidad con ella.
De parte de la cultura, la tendencia a limitar la vida sexual no es menos nítida que su otra tendencia, la de ampliar su círculo. Ya su primera fase, el totemismo, conlleva la prohibición de la elección incestuosa de objeto, que tal vez constituya la mutilación más tajante que ha experimentado la vida amorosa de los seres humanos en el curso de las épocas. Por medio del tabú, de la ley y de las costumbres, se establecen nuevas limitaciones que afectan tanto a los varones como a las mujeres. No todas las culturas llegan igualmente lejos en esto; la estructura económica de la sociedad influye también sobre la medida de la libertad sexual restante. Ya sabemos que la cultura obedece en este punto a la compulsión de la necesidad económica; en efecto, se ve precisada a sustraer de la sexualidad un gran monto de la energía psíquica que ella misma gasta. Así, la cultura se comporta respecto de la sexualidad como un pueblo o un estrato de la población que ha sometido a otro para explotarlo. La angustia ante una eventual rebelión de los oprimidos impulsa a adoptar severas medidas preventivas. Nuestra cultura de Europa occidental exhibe un alto nivel dentro de ese desarrollo. Desde el punto de vista psicológico, se justifica por entero que empiece por proscribir las exteriorizaciones de la vida sexual infantil, pues el endicamiento de los apetitos sexuales del adulto no tiene perspectiva alguna de éxito sí no se lo preparó desde la niñez. Pero lo que en modo alguno se justifica es que la sociedad culta haya llegado incluso a desconocer (letignen} estos fenómenos fácilmente comprobables, y aun llamativos. La elección de objeto del individuo genitalmente maduro es circunscrita al sexo contrario; la mayoría de las satisfacciones extragenitales se prohiben como perversiones. El reclamo de una vida sexual uniforme para todos, que se traduce en esas prohibiciones, prescinde de las desigualdades en la constitución sexual innata y adquirida de los seres humanos, segrega a buen número de ellos del goce sexual y de tal modo se convierte en fuente de grave injusticia. Ahora bien, el resultado de tales medidas limitativas podría ser que los individuos normales -no impedidos para ello por su constitución- volcaran sin merma todos sus intereses sexuales por los canales que se dejaron abiertos. Empero, lo único no proscrito, el amor genital heterosexual, es estorbado también por las limitaciones que imponen la legitimidad y la monogamia. La cultura de nuestros días deja entender bien a las claras que sólo permitirá las relaciones sexuales sobre la base de una ligazón definitiva e indisoluble entre un hombre y una mujer, que no quiere la sexualidad como fuente autónoma de placer y está dispuesta a tolerarla solamente como la fuente, hasta ahora insustituida, para la multiplicación de los seres humanos.
Desde luego, es este un cuadro extremo. Es notorio que ha demostrado ser irrealizable, aun por breves períodos. Sólo los débiles han acatado un menoscabo tan grande de su libertad sexual; las naturalezas más fuertes, únicamente bajo una condición compensadora de que después hablaremos.[2] La sociedad culta se ha visto precisada a aceptar calladamente muchas trasgresiones que según sus estatutos habría debido perseguir. Empero, no es lícito extraviar el juicio yéndose al otro lado y suponiendo que esa postura cultural sería inofensiva porque no consigue todos sus propósitos. La vida sexual del hombre culto ha recibido grave daño, impresiona a veces como una función que se encontrara en proceso involutivo, de igual modo que lo parecen nuestros dientes y nuestros cabellos en su condición de órganos. Probablemente se tiene derecho a suponer que ha experimentado un sensible retroceso en cuanto a su valor como fuente de sensaciones de felicidad, o sea, para el cumplimiento de nuestro fin vital.[3] Muchas veces uno cree discernir que no es sólo la presión de la cultura, sino algo que está en la esencia de la función misma, lo que nos deniega la satisfacción plena y nos esfuerza por otros caminos. Acaso sea un error; es difícil decidirlo.[4]
Freud S. (1992). Dostoievski y el parricidio. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 21, pp. 101-104). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1928 [1927]).
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