«El hecho de la dualidad de los sexos se levanta ante nosotros a modo de un gran enigma, una ultimidad para nuestro conocimiento, que desafía ser reconducida a algo otro. El psicoanálisis no ha aportado nada para aclarar este problema, que, manifiestamente, pertenece por entero a la biología. En la vida anímica sólo hallamos reflejos de aquella gran oposición, interpretar la cual se vuelve difícil por el hecho, vislumbrado de antiguo, de que ningún individuo se limita a los modos de reacción de un solo sexo, sino que de continuo deja cierto sitio a los del contrapuesto, tal como su cuerpo conlleva, junto a los órganos desarrollados de uno de los sexos, también los mutilados rudimentos del otro, a menudo devenidos inútiles. Para distinguir lo masculino de lo femenino en la vida anímica nos sirve una ecuación convencional y empírica, a todas luces insuficiente. Llamamos «masculino» a todo cuanto es fuerte y activo, y «femenino» a lo débil y pasivo. Este hecho de la bisexualidad, también psicológica, entorpece todas nuestras averiguaciones y dificulta su descripción.
El primer objeto erótico del niño es el pecho materno nutricio; el amor se engendra apuntalado en la necesidad de nutrición satisfecha. Por cierto que al comienzo el pecho no es distinguido del cuerpo propio, y cuando tiene que ser divorciado del cuerpo, trasladado hacia “afuera” por la frecuencia con que el niño lo echa de menos, toma consigo, como “objeto”, una parte de la investidura libidinal originariamente narcisista. Este primer objeto se completa luego en la persona de la madre, quien no sólo nutre, sino también cuida, y provoca en el niño tantas otras sensaciones corporales, así placenteras como displacenteras. En el cuidado del cuerpo,, ella deviene la primera seductora del niño. En estas dos relaciones arraiga la significatividad única de la madre, que es incomparable y se fija inmutable para toda la vida, como el primero y más intenso objeto de amor, como arquetipo de todos los vínculos posteriores de amor… en ambos sexos. Y en este punto el fundamento filogenético prevalece tanto sobre el vivenciar personal accidental que no importa diferencia alguna que el niño mame efectivamente del pecho o se lo alimente con mamadera, y así nunca haya podido gozar de la ternura del cuidado materno. Su desarrollo sigue en ambos casos el mismo camino, y quizás en el segundo la posterior añoranza crezca tanto más. Y en la medida en que en efecto haya sido amamantado en el pecho materno, tras el destete siempre abrigará la convicción de que aquello fue demasiado breve y escaso.
Esta introducción no es superflua: puede aguzar nuestra inteligencia de la intensidad del complejo de Edipo. Cuando el varoncito (a partir de los dos o los tres años) ha entrado en la fase fálica de su desarrollo libidinal, ha recibido sensaciones placenteras de su miembro sexual y ha aprendido a procurárselas a voluntad mediante estimulación manual, deviene el amante de la madre. Desea poseerla corporalmente en las formas que ha colegido por sus observaciones y vislumbres de la vida sexual, y procura seducirla mostrándole su miembro viril, de cuya posesión está orgulloso. En suma, su masculinidad de temprano despertar busca sustituir junto a ella al padre, quien hasta entonces ha sido su envidiado arquetipo por la fuerza corporal que en él percibe y la autoridad con que lo encuentra revestido. Ahora el padre es su rival, le estorba el camino y le gustaría quitárselo de en medio. Si durante una ausencia del padre le es permitido compartir el lecho de la madre, de donde es de nuevo proscrito tras el regreso de aquel, la satisfacción al desaparecer el padre y el desengaño cuando reaparece le significan unas vivencias que calan en lo hondo. Este es el contenido del complejo de Edipo, que la saga griega ha traducido del mundo de la fantasía del niño a una presunta realidad objetiva. En nuestras constelaciones culturales, por regla general se le depara un final terrorífico.
La madre ha comprendido muy bien que la excitación sexual del varoncito se dirige a su propia persona. En algún momento medita entre sí que no es correcto consentirla. Cree hacer lo justo si le prohibe el quehacer manual con su miembro. La prohibición logra poco, a lo sumo produce una modificación en la manera de la autosatisfacción. Por fin, la madre echa mano del recurso más tajante: amenaza quitarle la cosa con la cual él la desafía. Por lo común, cede al padre la ejecución de la amenaza, para hacerla más terrorífica y creíble: se lo dirá al padre y él le cortará el miembro. Asombrosamente, esta amenaza sólo produce efectos si antes o después se cumple otra condición. En sí, al muchacho le parece demasiado inconcebible que pueda suceder algo semejante. Pero si a raíz de esa amenaza puede recordar la visión de unos genitales femeninos o poco después le ocurre verlos, unos genitales a los que les falta esa pieza apreciada por encima de todo, entonces cree en la seriedad de lo que ha oído y vivencia, al caer bajo el influjo del complejo de castración, el trauma más intenso de su joven vida.[1]
Los efectos de la amenaza de castración son múltiples e incalculables; atañen a todos los vínculos del muchacho con padre y madre, y luego con hombre y mujer en general. Las más de las veces, la masculinidad del niño no resiste esta primera conmoción. Para salvar su miembro sexual, renuncia de manera más o menos completa a la posesión de la madre, y a menudo su vida sexual permanece aquejada para siempre por esa prohibición. Si está presente en él un fuerte componente femenino, según lo hemos expresado, este cobra mayor intensidad por obra del amedrentamiento de la masculinidad. El muchacho cae en una actitud pasiva hacia el padre, como la que atribuye a la madre. Es cierto que a consecuencia de la amenaza resignó la masturbación, pero no la actividad fantaseadora que la acompaña. Al contrario, esta, siendo la única forma de satisfacción sexual que le ha quedado, es cultivada más que antes y en tales fantasías él sin duda se identificará todavía con el padre, pero también al mismo tiempo, y quizá de manera predominante, con la madre. Retoños y productos de trasmudación de estas fantasías onanistas tempranas suelen procurarse el ingreso en su yo posterior y consiguen tomar parte en la formación de su carácter. Independientes de tal promoción de su feminidad, la angustia ante el padre y el odio contra él experimentarán un gran acrecentamiento. La masculinidad del muchacho se retira, por así decir, a una postura de desafío al padre, que habrá de gobernar compulsivamente su posterior conducta en la comunidad humana. Como resto de la fijación erótica a la madre suele establecerse una hipertrófica dependencia de ella, que se prolongará más tarde como servidumbre hacia la mujer.[2] Ya no osa amar a la madre, pero no puede arriesgar no ser amado por ella, pues así correría el peligro de ser denunciado por ella al padre y quedar expuesto a la castración. La vivencia íntegra, con todas sus condiciones previas y sus consecuencias, de la cual nuestra exposición sólo pudo ofrecer una selección, cae bajo una represión de extremada energía y, como lo permiten las leyes del ello inconciente, todas las mociones de sentimiento y todas las reacciones en recíproco antagonismo, en aquel tiempo activadas, se conservan en lo inconciente y están prontas a perturbar el posterior desarrollo yoico tras la pubertad. Cuando el proceso somático de la maduración sexual reanima las viejas fijaciones libidinales en apariencia superadas, la vida sexual se revelará inhibida, desunida, y se fragmentará en aspiraciones antagónicas entre sí».
Freud, S. (1979). Una muestra de trabajo psicoanalítico. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 23, pp. 188-191). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1940 [1938]).
«Los efectos del complejo de castración son más uniformes en la niña pequeña, y no menos profundos. Desde luego, ella no tiene que temer la pérdida del pene, pero no puede menos que reaccionar por no haberlo recibido. Desde el comienzo envidia al varoncito por su posesión; se puede decir que todo su desarrollo se consuma bajo el signo de la envidia del pene. Al principio emprende vanas tentativas por equipararse al muchacho y, más tarde, con mejor éxito, unos empeños por resarcirse de su defecto, empeños que, en definitiva, pueden conducir a la actitud femenina normal. Si en la fase fálica intenta conseguir placer como el muchacho, por estimulación manual de los genitales, suele no conseguir una satisfacción suficiente y extiende el juicio de la inferioridad de su mutilado pene a su persona total. Por regla general, abandona pronto la masturbación, porque no quiere acordarse de la superioridad de su hermano varón o su compañerito de juegos, y se extraña por completo de la sexualidad.
Si la niña pequeña persevera en su primer deseo de convertirse en un “varón”, en el caso extremo terminará como una homosexual manifiesta; de lo contrarío, expresará en su posterior conducta de vida unos acusados rasgos masculinos, escogerá una profesión masculina, etc. El otro camino pasa por el desasimiento de la madre amada, a quien la hija, bajo el influjo de la envidia del pene, no puede perdonar que la haya echado al mundo tan defectuosamente dotada. En la inquina por ello, resigna a la madre y la sustituye por otra persona como objeto de amor: el padre. Cuando uno ha perdido un objeto de amor, la reacción inmediata es identificarse con él, sustituirlo mediante tina identificación desde adentro, por así decir. Este mecanismo acude aquí en socorro de la niña pequeña. La identificación-madre puede relevar ahora a la ligazón-madre. La hijita se pone en el lugar de la madre, tal como siempre lo ha hecho en sus juegos; quiere sustituirla al lado del padre, y ahora odia a la madre antes amada, con una motivación doble: por celos y por mortificación a causa del pene denegado. Su nueva relación con el padre puede tener al principio por contenido el deseo de disponer de su pene, pero culmina en otro deseo: recibir el regalo de un hijo de él. Así, el deseo del hijo ha remplazado al deseo del pene o, al menos, se ha escindido de este.
Es interesante que en la mujer la relación entre complejo de Edipo y complejo de castración se plasme de manera tan diversa, y aun contrapuesta, que en el varón. En este, según hemos averiguado, la amenaza de castración pone fin al complejo de Edipo; y en el caso de la mujer nos enteramos de que ella, al contrario, es esforzada hacia su complejo de Edipo por el efecto de la falta de pene. Para la mujer conlleva mínimos daños permanecer en su postura edípica femenina (se ha propuesto, para designarla, el nombre de “complejo de Electra”[3]). Escogerá a su marido por cualidades paternas y estará dispuesta a reconocer su autoridad. Su añoranza de poseer un pene, añoranza en verdad insaciable, puede llegar a satisfacerse si ella consigue totalizar {vervollständigen} el amor por el órgano como amor por el portador de este, como en su tiempo aconteció con el progreso del pecho materno a la persona de la madre.
Si se demanda al analista que diga, guiándose por su experiencia, qué formaciones psíquicas de sus pacientes se han demostrado menos asequibles al influjo, la respuesta será: En la mujer, el deseo del pene; en el varón, la actitud femenina hacia el sexo propio, que tiene por premisa la pérdida del pene[4]».
Freud, S. (1979). Una muestra de trabajo psicoanalítico. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 23, pp. 192-194). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1940 [1938]).
«Tanto en los análisis terapéuticos como en los de carácter es llamativo el hecho de que dos temas se destaquen en particular y den guerra al analista en medida desacostumbrada. No pasa mucho tiempo sin que se reconozca lo acorde a ley que ahí se exterioriza. Los dos temas están ligados a la diferencia entre los sexos; uno es tan característico del hombre como lo es el otro de la mujer. A pesar de la diversidad de su contenido, son correspondientes manifiestos. Algo que es común a ambos sexos ha sido comprimido, en virtud de la diferencia entre los sexos, en una forma de expresión otra.
Esos dos temas en recíproca correspondencia son, parala mujer, la envidia del pene -el positivo querer-alcanzar la posesión de un genital masculino-, y para el hombre, la revuelta contra su actitud pasiva o femenina hacia otro hombre. Eso común ha sido destacado muy temprano en la nomenclatura psicoanalítica como conducta frente al complejo de castración, y más tarde Alfred Adler ha impuesto el uso de la designación, enteramente acertada para el caso del hombre, de “protesta masculina”[5]; yo creo que “desautorización de la feminidad” habría sido desde el comienzo la descripción correcta de este fragmento tan asombroso de la vida anímica de los seres humanos.
En el intento de articularlo dentro de nuestro edificio doctrinal teórico, no se podría descuidar que este factor, por su naturaleza, no admite la misma colocación en ambos sexos. En el varón, la aspiración de masculinidad aparece desde el comienzo mismo y es por entero acorde con el yo; la actitud pasiva, puesto que presupone la castración, es enérgicamente reprimida, y muchas veces sólo unas sobre-compensaciones excesivas señalan su presencia. También en la mujer el querer-alcanzar la masculinidad es acorde con el yo en cierta época, a saber, en la fase fálica, antes del desarrollo hacia la feminidad. Pero luego sucumbe a aquel sustantivo proceso de represión, de cuyo desenlace, como a menudo se ha expuesto, dependen los destinos de la feminidad[6]. Mucho importa, para estos, que se haya sustraído de la represión en bastante medida el complejo de masculinidad, influyendo de manera permanente sobre el carácter; grandes sectores del complejo son trasmudados de manera normal para contribuir a la edificación de la feminidad; del insaciable deseo del pene devendrán el deseo del hijo y del varón, portador del pene. Pero con insólita frecuencia hallaremos que el deseo de masculinidad se ha conservado en lo inconciente y despliega desde la represión sus efectos perturbadores.
Como se advierte por lo dicho, lo que en ambos casos cae bajo la represión es lo propio del sexo contrario. Ya he mencionado en otro lugar[7] que este punto de vista me fue expuesto en su tiempo por Wilhelm Fliess, quien se inclinaba a declarar que la oposición entre los sexos era la ocasión genuina y el motivo primordial de la represión. No hago más que repetir mi discrepancia de entonces si desautorizo sexualizar la represión de esa manera, vale decir, fundarla en lo biológico en vez de hacerlo en términos puramente psicológicos.
La sobresaliente significatividad de ambos temas -el deseo del pene en la mujer y la revuelta contra la actitud pasiva en el varón- no ha escapado a la atención de Ferenczi. En su conferencia de 1927 plantea, para todo análisis exitoso, el requisito de haber dominado esos dos complejos[8]. Por experiencia propia yo agregaría que hallo a Ferenczi demasiado exigente en este punto. En ningún momento del trabajo analítico se padece más bajo el sentimiento opresivo de un empeño que se repite infructuosamente, bajo la sospecha de «predicar en el vacío», que cuando se quiere mover a las mujeres a resignar su deseo del pene por irrealizable, y cuando se pretende convencer a los hombres de que una actitud pasiva frente al varón no siempre tiene el significado de una castración y es indispensable en muchos vínculos de la vida. De la sobrecompensación desafiante del varón deriva una de las más fuertes resistencias trasferenciales. El hombre no quiere someterse a un sustituto del padre, no quiere estar obligado a agradecerle, y por eso no quiere aceptar del médico la curación. No puede establecerse una trasferencia análoga desde el deseo del pene de la mujer; en cambio, de esa fuente provienen estallidos de depresi ón grave, por la certeza interior de que la cura analítica no servirá para nada y de que no es posible obtener remedio. No se le hará injusticia si se advierte que la esperanza de recibir, empero, el órgano masculino que echa de menos dolidamente fue el motivo más intenso que la esforzó a la cura.
Pero de ahí uno aprende que no es importante la forma en que se presenta la resistencia, si como trasferencia o no. Lo decisivo es que la resistencia no permite que se produzca cambio alguno, que todo permanece como es. A menudo uno tiene la impresión de haber atravesado todos los estratos psicológicos y llegado, con el deseo del pene y la protesta masculina, a la «roca de base» y, de este modo, al término de su actividad. Y así tiene que ser, pues para lo psíquico lo biológico desempeña realmente el papel del basamento rocoso subyacente. En efecto, la desautorización de la feminidad no puede ser más que un hecho biológico, una pieza de aquel gran enigma de la sexualidad[9]. Difícil es decir si en una cura analítica hemos logrado dominar este factor, y cuándo lo hemos logrado. Nos consolamos con la seguridad de haber ofrecido al analizado toda la incitación posible para reexaminar y variar su actitud frente a él.
Freud, S. (2004). Análisis terminable e interminable. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 23, pp. 251-254). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1937).
«Si se toma el concepto de la impotencia psíquica en un sentido más lato, sin limitarlo al fracaso de la acción del coito no obstante el previo propósito de obtener placer y la posesión de un aparato genital intacto, se nos presentan en primer lugar todos esos hombres a quienes se designa como “psicanestésicos”: la acción misma no se les deniega, pero la consuman sin una particular ganancia de placer -hechos estos más frecuentes de lo que se creería. La indagación psicoanalítica de estos casos descubre los mismos factores etiológicos que hemos hallado en la impotencia psíquica en el sentido estricto, sin que podamos explicar al comienzo las diferencias sintomáticas. Y de los hombres anestésicos, una analogía fácil de justificar nos lleva al enorme número de mujeres frígidas cuya conducta amorosa de hecho no puede describirse o comprenderse mejor que equiparándola con la impotencia psíquica del varón, más estrepitosa.[10]
Pero si no consideramos una ampliación del concepto de la impotencia psíquica, sino las gradaciones de su sintomatología, no podemos desconocer la intelección de que la conducta amorosa del hombre en el mundo cultural de nuestros días presenta universalmente el tipo de la impotencia psíquica. La corriente tierna y la sensual se encuentran fusionadas entre sí en las menos de las personas cultas; casi siempre el hombre se siente limitado en su quehacer sexual por el respeto a la mujer, y sólo desarrolla su potencia plena cuando está frente a un objeto sexual degradado, lo que de nuevo tiene por fundamento, entre otros, la circunstancia de que en sus metas sexuales entran componentes perversos que no osa satisfacer en la mujer respetada. Sólo le es deparado un pleno goce sexual si puede entregarse a la satisfacción sin miramientos, cosa que no se atreve a hacer, por ejemplo, con su educada esposa. A ello se debe su necesidad de un objeto sexual degradado, de una mujer inferior éticamente a quien no se vea precisado a atribuirle reparos estéticos, que no lo conozca en sus otras relaciones de vida ni pueda enjuiciarlo. A una mujer así consagra de preferencia su fuerza sexual, aunque su ternura pertenezca por entero a una de superior condición. Es posible que la inclinación, tan a menudo observada, de los hombres de las clases sociales elevadas a elegir una mujer de inferior extracción como amante duradera, o aun como esposa, no sea más que la consecuencia de aquella necesidad de un objeto sexual degradado, con el cual psicológicamente se enlaza la posibilidad de la satisfacción plena.
No vacilo en responsabilizar también por esta conducta tan frecuente de los hombres de cultura en su vida amorosa a los dos factores eficaces en la impotencia psíquica genuina: la intensa fijación incestuosa de la infancia y la frustración real de la adolescencia. Suena poco alentador y, por añadidura, paradójico, pero es preciso decir que quien haya de ser realmente libre, y, de ese modo, también feliz en su vida amorosa, tiene que haber superado el respeto a la mujer y admitido la representación del incesto con su madre o hermana. Quien se someta a un serio autoexamen respecto de este requisito hallará dentro de sí, sin duda alguna, que en el fondo juzga el acto sexual como algo degradante, que mancha y ensucia no sólo en lo corporal. Y sólo podrá buscar la génesis de esta valoración -que por cierto no confesará de buena gana- en aquella época de su juventud en que su corriente sensual ya se había desarrollado con fuerza, pero tenía prohibido satisfacerse en el objeto ajeno casi tanto como en el incestuoso.
En nuestro mundo cultural, las mujeres se encuentran bajo un parecido efecto posterior de su educación y, además, bajo el efecto de contragolpe de la conducta de los hombres. Desde luego, para ellas es tan desfavorable que el varón no las aborde con toda su potencia como que a la inicial sobrestimación del enamoramiento suceda, tras la posesión, el menosprecio. En la mujer se nota apenas una necesidad de degradar el objeto sexual; esto tiene que ver sin duda con el hecho de que, por regla general, no se produce en ella nada semejante a la sobrestimación sexual característica del varón. Ahora bien, la prolongada coartación de lo sexual y la reclusión de la sensualidad a la fantasía tienen para ella otra consecuencia de peso. A menudo le sucede, en efecto, no poder desatar más el enlace del quehacer sensual con la prohibición, y así se muestra psíquicamente impotente, es decir, frígida, cuando al fin se le permite ese quehacer. A ello se debe, en muchas mujeres, su afán de mantener por un tiempo en secreto aun relaciones permitidas y, en otras, su capacidad para sentir normalmente tan pronto se restablece la condición de lo prohibido en un amorío secreto; infieles al marido, están en condiciones de guardar al amante una fidelidad de segundo orden.[11]
Opino que esa condición de lo prohibido es equiparable, en la vida amorosa femenina, a la necesidad de degradación del objeto sexual en el varón. Ambas son consecuencias del prolongado diferimiento entre madurez genésica y quehacer sexual, que la educación exige por razones culturales. Y ambas buscan cancelar la impotencia psíquica que resulta del desencuentro entre mociones tiernas y sensuales. Si el resultado de idénticas causas se muestra tan diverso en la mujer y en el varón, acaso se debe a otra diferencia entre la conducta de uno y otro sexo. La mujer de cultura no suele trasgredir la prohibición del quehacer sexual durante ese lapso de espera, y así adquiere el íntimo enlace entre prohibición y sexualidad. El varón la infringe en la mayoría de los casos bajo la condición de la degradación del objeto, y por eso retoma esta última en su posterior vida amorosa.
En vista de los afanes de reforma sexual, tan vivos en la cultura de hoy, no es superfluo recordar que la investigación psicoanalítica, como cualquier labor científica, es ajena a toda tendencia. Sólo pretende descubrir nexos reconduciendo lo manifiesto a lo oculto. Luego, no le parecerá mal que los reformadores se sirvan de sus averiguaciones para remplazar lo dañino por lo más ventajoso. Sin embargo, no puede predecir si instituciones diversas no traerán por consecuencia otros sacrificios, acaso más graves».
Freud, S. (1986). Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa (Contribuciones a la psicología del amor, II). En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 11, pp. 178-180). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1912).
«Es bien demostrativo de la dificultad que ofrece el trabajo de investigación en el psicoanálisis que rasgos universales y constelaciones características puedan pasarse por alto a despecho de una observación incesante, prolongada por decenios, hasta que un buen día se presentan por fin inequívocamente; con las puntualizaciones que siguen querría reparar un descuido de esa índole en el campo del desarrollo sexual infantil.
Es sin duda notorio, para los lectores de mis Tres ensayos de teoría sexual (1905d), que en ninguna de las posteriores ediciones de esa obra emprendí una refundición, sino que mantuve el ordenamiento originario y di razón de los progresos de nuestra intelección mediante intercalaciones y enmiendas del texto.[12] Debido a ello, acaso ocurra muchas veces que lo viejo y lo nuevo no se fusionen bien en una unidad exenta de contradicción. En efecto, al comienzo el acento recayó sobre la fundamental diversidad entre la vida sexual de los niños y la de los adultos; después pasaron al primer plano las organizaciones pregenitales de la libido, así como el hecho asombroso, y grávido de consecuencias, de la acometida en dos tiempos del desarrollo sexual. Por último, reclamó nuestro interés la investigación sexual infantil, y desde ahí se pudo discernir la notable aproximación del desenlace de la sexualidad infantil (cerca del quinto año de vida) a su conformación final en el adulto. Hasta ese punto he llegado en la última edición (1922) de los Tres ensayos.
En la página 63 de ese volumen[13] consigno que “a menudo, o regularmente, ya en la niñez se consuma una elección de objeto como la que hemos supuesto característica de la fase de desarrollo de la pubertad. El conjunto de las aspiraciones sexuales se dirigen a una persona única, y en ella quieren alcanzar su meta. He ahí, pues, el máximo acercamiento posible en la infancia a la conformación definitiva que la vida sexual presentará después de la pubertad. La diferencia respecto de esta última reside sólo en el hecho de que la unificación de las pulsiones parciales y su subordinación al primado de los genitales no son establecidas en la infancia, o lo son de manera muy incompleta. Por tanto, la instauración de ese primado al servicio de la reproducción es la última fase por la que atraviesa la organización sexual”.
Hoy ya no me declararía satisfecho con la tesis de que el primado de los genitales no se consuma en la primera infancia, o lo hace sólo de manera muy incompleta, La aproximación de la vida sexual infantil a la del adulto llega mucho más allá, y no se circunscribe a la emergencia de una elección de objeto. Si bien no se alcanza una verdadera unificación de las pulsiones parciales bajo el primado de los genitales, en el apogeo del proceso de desarrollo de la sexualidad infantil el interés por los genitales y el quehacer genital cobran una significatividad dominante, que poco le va en zaga a la de la edad madura. El carácter principal de esta «organización genital infantil» es, al mismo tiempo, su diferencia respecto de la organización genital definitiva del adulto. Reside en que, para ambos sexos, sólo desempeña un papel un genital, el masculino. Por tanto, no hay un primado genital, sino un primado del falo.
Por desdicha, sólo podemos describir estas constelaciones respecto del varoncito; carecemos de una intelección de los procesos correspondientes en la niña pequeña. Aquel percibe, sin duda, la diferencia entre varones y mujeres, pero al comienzo no tiene ocasión de relacionarla con una diversidad de sus genitales. Para él es natural presuponer en todos los otros seres vivos, humanos y animales, un genital parecido al que él mismo posee; más aún: sabemos que hasta en las cosas inanimadas busca una forma análoga a su miembro.[14] Esta parte del cuerpo que se excita con facilidad, parte cambiante y tan rica en sensaciones, ocupa en alto grado el interés del niño y de continuo plantea nuevas y nuevas tareas a su pulsión de investigación. Querría verlo también en otras personas para compararlo con el suyo; se comporta como si barruntara que ese miembro podría y debería ser más grande. La fuerza pulsionante que esta parte viril desplegará más tarde en la pubertad se exterioriza en aquella época de la vida, en lo esencial, como esfuerzo de investigación, como curiosidad sexual. Muchas de las exhibiciones y agresiones que el niño emprende y que a una edad posterior se juzgarían como inequívocas exteriorizaciones de lascivia, se revelan al análisis como experimentos puestos al servicio de la investigación sexual.
En el curso de estas indagaciones el niño llega a descubrir que el pene no es un patrimonio común de todos los seres semejantes a él. Da ocasión a ello la visión casual de los genitales de una hermanita o compañerita de juegos; pero niños agudos ya tuvieron antes, por sus percepciones del orinar de las niñas, en quienes veían otra posición y escuchaban otro ruido, la sospecha de que ahí había algo distinto, y luego intentaron repetir tales observaciones de manera más esclarecedora. Es notoria su reacción frente a las primeras impresiones de la falta del pene. Desconocen[15] esa falta; creen ver un miembro a pesar de todo; cohonestan la contradicción entre observación y prejuicio mediante el subterfugio de que aún sería pequeño y ya va a crecer[16], y después, poco a poco, llegan a la conclusión, afectivamente sustantiva, de que sin duda estuvo presente y luego fue removido. La falta de pene es entendida como resultado de una castración, y ahora se le plantea al niño la tarea de habérselas con la referencia de la castración a su propia persona. Los desarrollos que sobrevienen son demasiado notorios para que sea necesario repetirlos aquí. Me parece, eso sí, que sólo puede apreciarse rectamente la significatividad del complejo de castración si a la vez se toma en cuenta su génesis en la fase del primado del falo.[17]
Es notorio, asimismo, cuánto menosprecio por la mujer, horror a ella, disposición a la homosexualidad, derivan del convencimiento final acerca de la falta de pene en la mujer. Recientemente, Ferenczi (1923), con todo derecho, recondujo el símbolo mitológico del horror, la cabeza de Medusa, a la impresión de los genitales femeninos carentes de pene.[18]
Pero no se crea que el niño generaliza tan rápido ni tan de buen grado su observación de que muchas personas del sexo femenino no poseen pene; ya es un obstáculo para ello el supuesto de que la falta de pene es consecuencia de la castración a modo de castigo. El niño cree, al contrario, que sólo personas despreciables del sexo femenino, probablemente culpables de las mismas mociones prohibidas en que él mismo incurrió, habrían perdido el genital. Pero las personas respetables, como su madre, siguen conservando el pene. Para el niño, ser mujer no coincide todavía con falta del pene.[19] Sólo más tarde, cuando aborda los problemas de la génesis y el nacimiento de los niños, y colige que sólo mujeres pueden parir hijos, también la madre perderá el pene y, entretanto, se edificarán complejísimas teorías destinadas a explicar el trueque del pene a cambio de un hijo. Al parecer, con ello nunca se descubren los genitales femeninos. Como sabemos, el niño vive en el vientre (intestino) de la madre y es parido por el ano. Con estas últimas teorías sobrepasamos la frontera temporal del período sexual infantil.
No carece de importancia tener presentes las mudanzas que experimenta, durante el desarrollo sexual infantil, la polaridad sexual a que estamos habituados. Una primera oposición se introduce con la elección de objeto, que sin duda presupone sujeto y objeto. En el estadio de la organización pregenital sádico-anal no cabe hablar de masculino y femenino; la oposición entre activo y pasivo es la dominante.[20] En el siguiente estadio de la organización genital infantil hay por cierto algo masculino, pero no algo femenino; la oposición reza aquí: genital masculino, o castrado. Sólo con la culminación del desarrollo en la época de la pubertad, la polaridad sexual coincide con masculino y femenino. Lo masculino reúne el sujeto, la actividad y la posesión del pene; lo femenino, el objeto y la pasividad. La vagina es apreciada ahora como albergue del pene, recibe la herencia del vientre materno».
Freud, S. (2001). La organización genital infantil (Una interpolación en la teoría de la sexualidad). En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 11, pp. 141-149). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1923).
«Mis trabajos y los de mis discípulos sustentan con decisión cada vez mayor el reclamo de que los análisis de neuróticos penetren también en el primer período de la infancia, la época del florecimiento temprano de la vida sexual. Sólo si se exploran las primeras exteriorizaciones de la constitución pulsional congénita, así como los efectos de las impresiones vitales más tempranas, es posible discernir correctamente las fuerzas pulsionales de la posterior neurosis y precaverse de los errores a que inducirían las refundiciones y superposiciones producidas en la edad madura. Este reclamo no sólo reviste importancia teórica sino también práctica, pues diferencia nuestros empeños del trabajo de aquellos médicos que, siendo su orientación exclusivamente terapéutica, se sirven durante cierto trecho de métodos analíticos, Un análisis así de la primera infancia es lento, trabajoso, y plantea a médico y paciente exigencias con cuyo cumplimiento no siempre transige la práctica. Además, lleva a regiones oscuras, para atravesar las cuales nos siguen faltando las señales indicadoras. La situación es tal, yo creo, que uno puede tranquilizar a los analistas: por varias décadas su trabajo científico no corre peligro de mecanizarse y así perder interés.
En lo que sigue comunico un resultado de la investigación analítica que sería muy importante si pudiera demostrarse su validez universal. ¿Por qué no pospongo la publicación hasta que una experiencia más rica me brinde esta prueba, si se la puede producir? Porque en las condiciones de mi trabajo ha sobrevenido un cambio cuyas consecuencias no puedo desmentir. Yo no me he contado entre quienes son incapaces de reservarse durante algún tiempo una novedad conjeturada, a la espera de su corroboración o rectificación. Antes de publicar La interpretación de los sueños (1900a) y “Fragmento de análisis de un caso de histeria” (1905e) (el caso de “Dora”) esperé, si no los nueve años que recomienda Horacio, entre cuatro y cinco años; pero en esa época veía por delante un tiempo de extensión ilimitada oceans of time[21], como dijo un amable poeta-, y el material me afluía con tanta abundancia que casi me abrumaban las nuevas experiencias. Por añadidura, era el único trabajador en un nuevo campo, y mi reserva no significaba peligro alguno para mí ni perjuicios para otros.
Ahora todo eso ha cambiado. El tiempo que tengo ante mí es limitado, ya no lo aprovecho completamente en el trabajo, y por eso no son tan abundantes las oportunidades de hacer nuevas experiencias. Cada vez que creo ver algo nuevo, dudo si me es posible esperar su corroboración. Por otra parte, ya se agotó lo que se agita en la superficie; el resto debe recogerse de lo profundo con laborioso empeño. Y por último, ya no estoy solo: un grupo de diligentes colaboradores está dispuesto a sacar partido aun de lo inacabado, de lo discernido sin seguridad, y puedo confiarles la parte del trabajo de que yo mismo me habría encargado en otras circunstancias. Por eso me siento con derecho, esta vez, a comunicar algo que urgentemente requiere prueba antes de que pueda discernirse su valor o disvalor.
Cuando hemos indagado las primeras plasmaciones psíquicas de la vida sexual en el niño, en general tomamos por objeto al varoncito. Suponíamos que en el caso de la niña todo sería semejante, aunque diverso de alguna manera. No quería aclarársenos el lugar del proceso de desarrollo en que se hallaría esa diversidad.
La situación del complejo de Edipo es la primera estación que discernimos con seguridad en el varoncito. Nos resulta fácilmente inteligible porque en ella el niño retiene el mismo objeto al que ya en el período precedente, el de lactancia y crianza, había investido con su libido todavía no genital. También el hecho de que vea al padre como un rival perturbador a quien querría eliminar y sustituir se deduce limpiamente de las constelaciones objetivas {real}. Y ya en otro lugar[22] he expuesto que la actitud (postura) edípica del varoncito pertenece a la fase fálica, y que se va al fundamento {zugrunde gehen) por la angustia de castración, O sea, por el interés narcisista hacia los genitales. Ahora bien, hay una complicación que dificulta nuestro esclarecimiento: aun en el varoncito, el complejo de Edipo es de sentido doble, activo y pasivo, en armonía con la disposición bisexual. También él quiere sustituir a la madre como objeto de amor del padre; a esto lo designamos como actitud femenina.
En lo tocante a la prehistoria del complejo de Edipo en el varoncito, falta mucho para que todo nos resulte claro. Hemos aprendido que hay en ella una identificación de naturaleza tierna con el padre, de la que todavía está ausente el sentido de la rivalidad hacía la madre. Otro elemento de esta prehistoria es el quehacer masturbatorio con los genitales, siempre presente, en mi opinión; es el onanismo de la primera infancia, cuya sofocación más o menos violenta, por parte de las personas encargadas de la crianza, activa al complejo de castración. Suponemos que este onanismo es dependiente del complejo de Edipo y significa la descarga de su excitación sexual. Pero no sabemos con seguridad si esa es desde el comienzo su referencia, o si más bien emerge espontáneamente- como quehacer de órgano y sólo mas tarde queda anudado al complejo de Edipo; esta última posibilidad es, con mucho, la más verosímil. También sigue siendo dudoso el papel de la enuresis y su deshabituación por obra de la educación. Preferimos esta síntesis simple: el hecho de que el niño siga mojándose en la cama sería el resultado del onanismo, y el varoncito apreciaría su sofocación como una inhibición de la actividad genital y, por tanto, en el sentido de una amenaza de castración. Pero está por verse si esa fórmula es cierta en todos los casos. Finalmente, el análisis nos permite vislumbrar que acaso la acción de espiar con las orejas el coito de los progenitores a edad muy temprana dé lugar a la primera excitación sexual y, por los efectos que trae con posterioridad {nachträglich}, pase a ser el punto de partida para todo el desarrollo sexual. El onanismo, así como las dos actitudes del complejo de Edipo, se anudarían después a esa impresión, subsiguientemente interpretada. Empero, no podemos suponer que esas observaciones del coito constituyan un suceso regular, y en este punto nos topamos con el problema de las “fantasías primordiales”[23]. Es mucho, pues, lo que permanece inexplicado respecto de la prehistoria del complejo de Edipo incluso en el varoncito, y todavía está sujeto a examen si ha de suponerse siempre el mismo proceso, o si son estadios previos muy diferentes entre sí los que confluyen en idéntica situación final.
A más de los problemas del complejo de Edipo en el varón, el de la niña pequeña esconde otro. Inicialmente la madre fue para ambos el primer objeto, y no nos asombra que el varón lo retenga para el complejo de Edipo. Pero, ¿cómo llega la niña a resignarlo y a tomar a cambio al padre por objeto? Persiguiendo este problema he podido hacer algunas comprobaciones que acaso echen luz, justamente, sobre la prehistoria de la relación edípica en la niñita.
Todo analista ha tomado conocimiento de mujeres que perseveran con particular intensidad y tenacidad en su ligazón-padre y en el deseo de tener un hijo de él, en que esta culmina. Hay buenas razones para suponer que esta fantasía de deseo fue también la fuerza pulsional de su onanismo infantil, y uno fácilmente recibe la impresión de hallarse frente a un hecho elemental, no susceptible de ulterior resolución, de la vida sexual infantil. Pero precisamente un análisis de estos casos, llevado más a fondo, muestra algo diverso: que el complejo de Edipo tiene en ellos una larga prehistoria y es, por así decir, una formación secundaria.
Según puntualiza el viejo pediatra Lindner [1879], el niño descubre la zona genital dispensadora de placer -pene o clítoris- durante el mamar con fruición (chupeteo)[24]. No quiero entrar a considerar si el niño efectivamente toma esta fuente de placer recién ganada como sustituto del pezón materno que perdió hace poco; posteriores fantasías (fellatio) quizás apunten en esa dirección. En suma: la zona genital es descubierta en algún momento, y no parece justificado atribuir un contenido psíquico a los primeros quehaceres del niño con ella. Ahora bien, el paso siguiente en la fase fálica que así ha comenzado no es el enlace de este onanismo con las investiduras de objeto del complejo de Edipo, sino un descubrimiento grávido en consecuencias, circunscrito a la niña pequeña. Ella nota el pene de un hermano o un compañerito de juegos, pene bien visible y de notable tamaño, y al punto lo discierne corno el correspondiente, superior, de su propio órgano, pequeño y escondido; a partir de ahí cae víctima de la envidia del pene.
He aquí una interesante oposición en la conducta de ambos sexos: en el caso análogo, cuando el varoncito ve por primera vez la región genital de la niña, se muestra irresoluto, poco interesado al principio; no ve nada, o desmiente[25] su percepción, la deslíe, busca subterfugios para hacerla acordar con su expectativa. Sólo más tarde, después que cobró influencia sobre él una amenaza de castración, aquella observación se le volverá significativa; su recuerdo o renovación mueve en él una temible tormenta afectiva, y lo somete a la creencia en la efectividad de la amenaza que hasta entonces había echado a risa. Dos reacciones resultarán de ese encuentro, dos reacciones que pueden fijarse y luego, por separado o reunidas, o bien conjugadas con otros factores, determinarán duraderamente su relación con la mujer: horror frente a la criatura mutilada, o menosprecio triunfalista hacia ella. Pero estos desarrollos pertenecen al futuro, sí bien a uno no muy remoto.
Nada de eso ocurre a la niña pequeña. En el acto se forma su juicio y su decisión. Ha visto eso, sabe que no lo tiene, y quiere tenerlo.[26]
En este lugar se bifurca el llamado complejo de masculinidad de la mujer[27], que eventualmente, si no logra superarlo pronto, puede deparar grandes dificultades al prefigurado desarrollo hacia la feminidad. La esperanza de recibir alguna vez, a pesar de todo, un pene, igualándose así al varón, puede conservarse hasta épocas inverosímilmente tardías y convertirse en motivo de extrañas acciones, de otro modo incomprensibles. 0 bien sobreviene el proceso que me gustaría designar desmentida[28], que en la vida anímica infantil no es ni raro ni muy peligroso, pero que en el adulto llevaría a una psicosis. La niñita se rehusa a aceptar el hecho de su castración, se afirma y acaricia la convicción de que empero posee un pene, y se ve compelida a comportarse en lo sucesivo como si fuera un varón.
Las consecuencias psíquicas de la envidia del pene, en la medida en que ella no se agota en la formación reactiva del complejo de masculinidad, son múltiples y de vasto alcance. Con la admisión de su herida narcisista, se establece en la mujer -como cicatriz, por así decir- un sentimiento de inferioridad.[29] Superado el primer intento de explicar su falta de pene como castigo personal, y tras aprehender la universalidad de este carácter sexual, empieza a compartir el menosprecio del varón por ese sexo mutilado en un punto decisivo y, al menos en este juicio, se mantiene en paridad con el varón.[30]
Aunque la envidia del pene haya renunciado a su objeto genuino, no cesa de existir: pervive en el rasgo de carácter de los celos, con leve desplazamiento. Es verdad que los celos no son exclusivos de uno solo de los sexos, y se asientan en una base más amplia; pero yo creo, no obstante, que desempeñan un papel mucho mayor en la vida anímica de la mujer porque reciben un enorme refuerzo desde la fuente de la envidia del pene, desviada. Aun antes de reparar en esta derivación de los celos, yo había construido una primera fase para la fantasía onanista «Pegan a un niño», tan frecuente en la niña; en esa primera fase significa que otro niño, de quien se tienen celos como rival, debe ser golpeado.[31] Esta fantasía parece un relicto del período fálico de la niña; la curiosa rigidez que me llamó la atención en la fórmula monótona “Pegan a un niño” probablemente admita todavía una interpretación particular. El niño golpeado-acariciado en ella no puede ser otro, en el fondo, que el clítoris mismo, de suerte que el enunciado contiene, en su estrato más profundo, la confesión de la masturbación que desde el comienzo de la fase fálica hasta épocas más tardías se anuda al contenido de la fórmula.
Una tercera consecuencia de la envidia del pene parece ser el aflojamiento de los vínculos tiernos con el objeto-madre. La concatenación no se comprende muy bien, pero uno se convence de que al final la madre, que echó al mundo a la niña con una dotación tan insuficiente, es responsabilizada por esa falta de pene. El curso histórico suele ser este: tras el descubrimiento de la desventaja en los genitales, pronto afloran celos hacia otro niño a quien la madre supuestamente ama más, con lo cual se adquiere una motivación para desasirse de la ligazón-madre. Armoniza muy bien con ello que ese niño preferido por la madre pase a ser el primer objeto de la fantasía “Pegan a un niño”, que desemboca en masturbación.
Hay otro sorprendente efecto de la envidia del pene -o del descubrimiento de la inferioridad del clítoris- que es, sin duda, el más importante de todos. A menudo yo había tenido, antes, la impresión de que en general la mujer so. porta peor la masturbación que el varón, suele revolverse contra ella y no es capaz de utilizarla en las mismas circunstancias en que el varón habría recurrido sin vacilar a ese expediente. Por cierto, la experiencia mostraría incontables excepciones a esta tesis, si se la quisiera estatuir como regla. Es que las reacciones de los individuos de ambos sexos son mezcla de rasgos masculinos y femeninos. No obstante, sigue pareciendo que la naturaleza de la mujer está más alejada de la masturbación, y para resolver el problema supuesto se podría aducir esta ponderación de las cosas: al menos la masturbación en el clítoris sería una práctica masculina, y el despliegue de la feminidad tendría por condición la remoción de la sexualidad clitorídea.[32] Los análisis de la prehistoria fálica me han enseñado que en la niña sobreviene pronto, tras los indicios de la envidia del pene, una intensa contracorriente opuesta al onanismo, que no puede reconducirse exclusivamente al influjo pedagógico de las personas encargadas de la crianza. Esta moción es manifiestamente un preanuncio de aquella oleada represiva que en la época de la pubertad eliminará una gran parte de la sexualidad masculina para dejar espacio al desarrollo de la feminidad. Muy bien puede ocurrir que esta primera oposición al quehacer autoerótico no logre su meta. Es lo que en efecto había sucedido en los casos analizados por mí. El conflicto prosiguió entonces, y la niña hizo en ese momento, así como más tarde, todo lo posible para liberarse de la compulsión al onanismo. Muchas exteriorizaciones posteriores de la vida sexual en la mujer permanecerían incomprensibles si no se discerniera este intenso motivo.
No puedo explicarme esta sublevación de la niña pequeña contra el onanismo fálico si no es mediante el supuesto de que algún factor concurrente le vuelve acerbo el placer que le dispensaría esa práctica. Acaso no haga falta buscar muy lejos ese factor; podría ser la afrenta narcisista enlazada con la envidia del pene, el aviso de que a pesar de todo no puede habérselas en este punto con el varón y sería mejor abandonar la competencia con él. De esa manera, el conocimiento de la diferencia anatómica entre los sexos esfuerza a la niña pequeña a apartarse de la masculinidad y del onanismo masculino, y a encaminarse por nuevas vías que llevan al despliegue de la feminidad.
Hasta ese momento no estuvo en juego el complejo de Edipo, ni había desempeñado papel alguno. Pero ahora la libido de la niña se desliza -sólo cabe decir: a lo largo de la ecuación simbólica prefigurada pene = hijo- a una nueva posición. Resigna el deseo del pene para remplazarlo por el deseo de un hijo, y con este propósito toma al padre como objeto de amor.[33] (ver nota) La madre pasa a ser objeto de los celos, y la niña deviene una pequeña mujer. Si me es lícito creer en comprobaciones analíticas aisladas, en esta nueva situación puede llegar a tener sensaciones corporales que han de apreciarse como un prematuro despertar del aparato genital femenino. Y si después esta ligazón-padre tiene que resignarse por malograda, puede atrincherarse en tina identificación-padre con la cual la niña regresa al complejo de masculinidad y se fija eventualmente a él.
Ya he dicho lo esencial que tenía para decir, y aquí me detengo para echar una ojeada panorámica sobre los resultados. Hemos obtenido una intelección sobre la prehistoria del complejo de Edipo en la niña. Lo que pueda corresponderle en el varón es bastante desconocido. En la niña, el complejo de Edipo es una formación secundaria. Las repercusiones del complejo de castración le preceden y lo preparan. En cuanto al nexo entre complejo de Edipo y complejo de castración, se establece una oposición fundamental entre los dos sexos. Mientras que el complejo de Edipo del varón se va al fundamento debido al complejo de castración, el de la niña es posibilitado e introducido por este último. Esta contradicción se esclarece si se reflexiona en que el complejo de castración produce en cada caso efectos en el sentido de su contenido: inhibidores y limitadores de la masculinidad, y promotores de la feminidad. La diferencia entre varón y mujer en cuanto a esta pieza del desarrollo sexual es una comprensible consecuencia de la diversidad anatómica de los genitales y de la situación psíquica enlazada con ella; corresponde al distingo entre castración consumada y mera amenaza de castración. Entonces, nuestro resultado es en el fondo algo trivial que habría podido preverse.
En cambio, el complejo de Edipo es algo tan sustantivo que no puede dejar de producir consecuencias, cualquiera que sea el modo en que se caiga en él o se salga de él. En el varón -según lo expuse en la publicación que acabo de citar [1924d] y que sigo en general en estas páginas-, el complejo no es simplemente reprimido; zozobra formalmente bajo el choque de la amenaza de castración. Sus investiduras libidinosas son resignadas, desexualizadas y en parte sublimadas; sus objetos son incorporados al yo, donde forman el núcleo del superyó y prestan a esta neoformación sus propiedades características. En el caso normal -mejor dicho: en el caso ideal, ya no subsiste tampoco en lo inconciente ningún complejo de Edipo, el superyó ha devenido su heredero. Puesto que el pene -en el sentido de Ferenczi [1924]- debe su investidura narcisista extraordinariamente alta a su significación orgánica para la supervivencia de la especie, se puede concebir la catástrofe. {Katastrophe} del complejo de Edipo -el extrañamíento del incesto, la institución de la conciencia moral y de la moral misma- como un triunfo de la generación sobre el individuo. Punto de vista interesante este, si se reflexiona en que la neurosis estriba en una renuencia del yo frente a la exigencia de la función sexual. Pero el abandono del punte de mira de la psicología individual no nos lleva a esclarecer de entrada esos enredados vínculos.
En la niña falta el motivo para la demolición del complejo de Edipo. La castración ya ha producido antes su efecto, y consistió en esforzar a la niña a la situación del complejo de Edipo. Por eso este último escapa al destino que le está deparado en el varón; puede ser abandonado poco a poco, tramitado por represión, o sus efectos penetrar mucho en la vida anímica que es normal para la mujer. Uno titubea en decirlo, pero no es posible defenderse de la idea de que el nivel de lo éticamente normal es otro en el caso de la mujer. El superyó nunca deviene tan implacable, tan impersonal, tan independiente de sus orígenes afectivos como lo exigimos en el caso del varón. Rasgos de carácter que la crítica ha enrostrado desde siempre a la mujer -que muestra un sentimiento de justicia menos acendrado que el varón, y menor inclinación a someterse a las grandes necesidades de la vida; que con mayor frecuencia se deja piar en sus decisiones por sentimientos tiernos u hostiles- estarían ampliamente fundamentados en la modificación de la formación-superyó que inferimos en las líneas anteriores En tales juicios no nos dejaremos extraviar por las objeciones de las feministas, que quieren imponernos una total igualación e idéntica apreciación de ambos sexos; pero si concederemos de buen grado que también la mayoría de los varones se quedan muy a la zaga del ideal masculino, y que todos los individuos humanos, a consecuencia de su disposición {constitucional} bisexual, y de la herencia cruzada, reúnen en sí caracteres masculinos y femeninos, de suerte que la masculinidad y feminidad puras siguen siendo construcciones teóricas de contenido incierto.
Me inclino a conceder valor a las elucidaciones aquí presentadas acerca de las consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos, pero sé que esta apreciación sólo puede sustentarse si los descubrimientos hechos en apenas un puñado de casos se corroboran universalmente y demuestran ser típicos. De lo contrario no serían más que una contribución al conocimiento de los múltiples caminos que sigue el desarrollo de la vida sexual.
En los valiosos y ricos trabajos de Abraham (1921), Horney (1923) y Helene Deutsch (1925) sobre el complejo de masculinidad y el de castración en la mujer, hay mucho que toca de cerca a mi exposición, pero nada que coincida con ella enteramente. Valga esto, también, para justificar la publicación del presente trabajo».
Freud, S. (2001). Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos. En J. L. Etcheverry (Traduc.), Obras Completas: Sigmund Freud (Vol. 11, pp. 259-276). Buenos Aires: Amorrortu (Trabajo original publicado 1925).
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