NÚMERO 12 | Marzo, 2015

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El chiste / El humor | Graciela Cohan

«El Chiste y su relación con el inconsciente», uno de los títulos más populares dentro de la obra de Freud que corresponde a uno de sus textos menos leídos. Seguramente, el mismo Freud hubiera hecho un buen chiste sobre esto. En esta obra realizó un minucioso y, al mismo tiempo, divertido trabajo de deconstrucción y reconstrucción del chiste, de sus mecanismos y sus características, encontrando su significado profundo y su ligazón a la economía psíquica. Seleccionamos algunos párrafos interesantes que mantienen su vigencia. También ofrecemos el texto completo de «El Humor» donde se puede apreciar una sólida síntesis de sus ideas sobre el tema.

«Pero consideremos ahora el caso en que se da expresión chistosa a un pensamiento en sí no carente de valor y que aflora dentro de la urdimbre de los procesos cogitativos. Para convertirlo en un chiste se requiere, evidentemente, una selección entre las formas expresivas posibles a fin de hallar justo la que conlleve la ganancia de placer en la palabra. Por la observación de nosotros mismos sabemos que no es la atención conciente la que realiza esa selección; pero sin duda la favorecerá que la investidura del pensamiento preconciente sea degradada en inconciente, pues en lo inconciente, como nos lo ha enseñado el trabajo del sueño, los caminos de conexión que parten de la palabra son tratados como si fueran conexiones entre cosas concretas. Para seleccionar la expresión, la investidura inconciente ofrece con mucho las condiciones más favorables. Por otra parte, cabe suponer, sin más, que la posibilidad expresiva que contiene a la ganancia de placer en la palabra ejerce un efecto de arrastre hacia abajo, parecido al que antes ejercía la tendencia inconciente, sobre la versión todavía vacilante de lo pensado preconciente. Respecto del caso, más simple, de la chanza, nos es lícito imaginar que un propósito, en permanente acecho, de alcanzar una ganancia de placer en la palabra se apodera de la ocasión que acaba de darse en lo preconciente a fin de arrastrar también a lo inconciente el proceso de investidura según el consabido esquema.

Desde luego me gustaría, por un lado, poder exponer con mayor claridad este punto decisivo de mi concepción sobre el chiste y, por el otro, reforzarlo con argumentos probatorios. Pero en verdad el defecto no es doble, sino uno y el mismo. No puedo ofrecer una exposición más clara porque no poseo otras pruebas para mi concepción. Obtuve esta partiendo del estudio de la técnica y la comparación con el trabajo del sueño, y sólo desde ahí; luego me fue posible hallar que se adecua maravillosamente a las peculiaridades del chiste. Pero se trata de una concepción deducida, lucubrada; si con una deducción así no se llega a un ámbito familiar, sino más bien a uno ajeno y novedoso para el pensar, se la llama “hipótesis”, y acertadamente no se considera una “prueba” el nexo de esa hipótesis con el material desde el cual se la dedujo. Sólo se la considerará “probada” si se llega a ella también por otro camino, si se la puede pesquisar como el punto nodal también de otros nexos. Ahora bien, semejante prueba está fuera de nuestro alcance pues apenas hemos comenzado a anoticiarnos de los procesos inconcientes. En el entendimiento de que nos encontramos en un terreno todavía inhollado, contentémonos con extender desde nuestro puesto de observación un único, endeble y estrecho pasadizo hacia lo inexplorado.

No edificaremos mucho sobre esa base. Si referimos los diversos estadios del chiste a las predisposiciones anímicas que los favorecen, acaso podremos decir: La chanza surge del talante alegre, al que parece corresponderle una inclinación a aminorar las investiduras anímicas. Ya se vale de todas las técnicas características del chiste y llena su condición básica mediante la selección de un material de palabras o de un enlace de pensamientos tales que satisfagan tanto los requerimientos de la ganancia de placer como los de la crítica racional. Inferiremos que ya en la chanza se produce la caída de la investidura de pensamiento en el estadio inconciente, facilitada por el talante alegre. En el caso del chiste inocente, pero enlazado con la expresión de un pensamiento valioso, falta esta promoción por el talante; aquí necesitamos del supuesto de una particular aptitud personal, que se expresa en la ligereza con que la investidura preconciente es abandonada y permutada durante un momento por la inconciente. Una tendencia en continuo acecho a renovar la originaria ganancia de placer del chiste opera aquí arrastrando hacia abajo la expresión preconciente, vacilante aún, de lo pensado, Con talante alegre, sin duda la mayoría de las personas son capaces de producir chanzas; la aptitud para el chiste con independencia del talante existe sólo en unas pocas. Por último, la existencia de tendencias intensas, que llegan hasta lo inconciente, obra como la incitación más potente al trabajo del chiste; ellas constituyen una particular aptitud para la producción chistosa y son capaces de explicamos que las condiciones subjetivas del chiste se realicen tan a menudo en personas neuróticas. Bajo el influjo de intensas tendencias, aun quien de ordinario no esté dotado para ello puede convertirse en chistoso.

Con este último aporte, vale decir el esclarecimiento —aunque todavía hipotético— del trabajo del chiste en la primera persona, nuestro interés por el chiste en sentido estricto queda liquidado. Quizá sólo nos reste una breve comparación del chiste con el sueño, mejor conocido, y que abordaremos con la expectativa previa de que dos operaciones anímicas tan diversas permitirán discernir, además de su ya apreciada concordancia, algunas diferencias, La más importante reside en su conducta social. El sueño es un producto anímico enteramente asocial; no tiene nada que comunicar a otro; nacido dentro de una persona como compromiso entre las fuerzas anímicas que combaten en ella, permanece incomprensible aun para esa persona y por tal razón carece de todo interés para otra. No sólo no le hace falta atribuir valor al hecho de ser entendido: debe precaverse de serlo, pues de lo contrario se destruiría; sólo puede consistir en el disfraz. Por eso le es lícito servirse sin inhibiciones del mecanismo que gobierna los procesos del pensar inconciente hasta obtener una desfiguración ya no reconstruible. El chiste, en cambio, es la más social de todas las operaciones anímicas que tienen por meta una ganancia de placer. Con frecuencia necesita de terceros, y demanda la participación de otro para llevar a su término los procesos anímicos por él incitados. Tiene, por consiguiente, que estar atado a la condición de ser entendible y no puede utilizar la desfiguración, posible en lo inconciente por condensación y desplazamiento, sino hasta el punto en que el entendimiento de la tercera persona la pueda reconstruir. Por lo demás, ambos, chiste y sueño, crecen en ámbitos enteramente diversos de la vida anímica y son colocados en unos lugares del sistema psicológico muy distantes entre sí. El sueño es siempre un deseo, aunque vuelto irreconocible; el chiste es un juego desarrollado. El sueño, a pesar de su nulidad práctica, mantiene su conexión con los grandes intereses vitales; busca satisfacer las necesidades por el rodeo regresivo de la alucinación y debe su admisión a la única necesidad que se mueve durante la noche, la de dormir. En cambio, el chiste procura extraer una pequeña ganancia de placer de la mera actividad de nuestro aparato anímico, exenta de necesidades; luego procura atraparla, como una ganancia colateral, en el curso de la actividad de aquel, y así alcanza, secundariamente, unas funciones vueltas hacia el mundo exterior, que no carecen de importancia. El sueño sirve predominantemente al ahorro de displacer; el chiste, a la ganancia de placer; ahora bien, en estas dos metas coinciden todas nuestras actividades anímicas».

Freud, S. (1905). «El vínculo del chiste con el sueño y lo inconciente»,A. E., VIII, páginas 169-172.

 

«Semejante, sólo que mucho más simple, es otro chiste que escuché in statu nascendi en el seno de una familia. De dos hermanos, alumnos de la escuela media, uno era destacado y el otro harto mediocre. Ocurrió que también el muchacho modelo tuvo una vez un tropiezo en la escuela, y la madre se refirió al hecho expresando su preocupación de que pudiera significar el comienzo de una decadencia permanente. El muchacho oscurecido hasta entonces por su hermano aprovechó de buena gana esta ocasión. “Sí —dijo—; Karl retrocede al galope”. La modificación consiste aquí en un pequeño agregado a la declaración de que también a su juicio el otro retrocede. Ahora bien, esta modificación subroga y sustituye a un apasionado alegato en favor de su propia causa: “De ningún modo debiera mi madre creer que él es tanto más inteligente que yo porque tiene más éxito en la escuela. No es más que una mala bestia, o sea mucho más tonto que yo”».

Freud, S. (1905): «La técnica del chiste», A. E., VIII, página 27.

 

«Las palabras son un plástico material con el que puede emprenderse toda clase de cosas. Hay palabras que en ciertas acepciones han perdido su pleno significado originario, del que todavía gozan en otro contexto. En un chiste de Lichtenberg se rebuscan justamente aquellas circunstancias en que las palabras descoloridas vuelven a recibir su significado pleno. “¿Cómo anda?”, preguntó el ciego al paralítico. “Como usted ve”, fue la respuesta de este al ciego».

Freud, S. (1905): «La técnica del chiste», A. E., VIII, página 34.

 

«El novio quedó muy ingratamente sorprendido cuando le presentaron a la novia, y lleva aparte al casamentero para cuchichearle sus críticas. “¿Para qué me ha traído aquí?”, le pregunta en tono de reproche. “Ella es fea y vieja, bizquea y tiene malos dientes y chorrea de los ojos…”. —“Puede usted hablar en voz alta— replica el casamentero, también es sorda”».

Freud, S. (1905): «La técnica del chiste», A. E., VIII, página 62.

 

«Enero es el mes en que uno ofrece deseos a sus buenos amigos, y los otros meses, aquellos en que no se cumplen».

«La vida humana se descompone en dos mitades; en la primera uno desea que llegue la segunda, y en la segunda uno desea volver a la primera».

«La experiencia consiste en que uno experimenta lo que no desea experimentar».

Freud, S. (1905): «La técnica del chiste», A. E., VIII, página 63.


Nota introductoria (1)

«En mi escrito sobre El chiste y su relación con lo inconciente (1905c) traté del humor, en verdad, sólo desde el punto de vista económico. Me pareció haber hallado la fuente del placer procurado por el humor, y haber demostrado, según creo, que la ganancia de placer humorístico proviene del ahorro de un gasto de sentimiento (2).

El proceso humorístico puede consumarse de dos maneras: en una única persona, que adopta ella misma la actitud humorística, mientras a la segunda persona le corresponde el papel del espectador y usufructuario, o bien entre dos personas, una de las cuales no tiene participación alguna en el proceso humorístico, pero la segunda la hace objeto de su consideración humorística. Para detenernos en el más grosero ejemplo (3), cuando el delincuente que es llevado al cadalso un lunes manifiesta: “¡Vaya, empieza bien la semana!”, desarrolla él mismo el humor, el proceso humorístico se consuma en su persona y es evidente que le aporta cierta complacencia. A mí, el oyente no involucrado, me alcanza en cierto modo un efecto a distancia de la operación humorística del criminal; registro, quizá de manera semejante a él, la ganancia de placer humorístico.

El segundo caso se presenta cuando, por ejemplo, un literato o un pintor describen con humorismo los modales de personas reales o inventadas. No hace falta que estas últimas muestren humor ninguno, la actitud humorística es asunto exclusivo de quien las toma por objeto y, como en el caso anterior, el lector o espectador pasa a participar del goce del humor. Resumiendo, entonces, uno puede dirigir la actitud humorística -no importa en qué consista ella- hacia su propia persona o hacia una persona ajena; cabe suponer que brinda una ganancia de placer a quien lo hace, y que al espectador no involucrado le corresponde una pareja ganancia de placer.

El mejor modo que tenemos de asir la génesis de la ganancia humorística es volvernos al proceso que sobreviene en el espectador ante el cual otro desarrolla humor. Ve a ese otro en una situación que, previsiblemente, habrá de producir los indicios de un afecto: se enojará o quejará, exteriorizará dolor, se aterrorizará, espantará, acaso hasta se desesperará, y el espectador-oyente está pronto a seguirlo en eso, a dejar que nazcan en él idénticas mociones de sentimiento. Pero ese apronte de sentimiento recibe un desengaño, el otro no exterioriza afecto alguno, sino que hace una broma; pues bien: del gasto de sentimiento ahorrado proviene el placer humorístico del oyente.

Uno llega con facilidad hasta ese punto; pero en seguida se dice que el proceso que tiene lugar en el otro, en el “humorista”, es el que merece la mayor atención. No hay ninguna duda de que la esencia del humor consiste en ahorrarse los afectos a que habría dado ocasión la situación y en saltarse mediante una broma la posibilidad de tales exteriorizaciones de sentimiento. En esa medida el proceso del humorista tiene que coincidir con el del oyente; mejor dicho: el proceso que adviene en este tiene que haber copiado al del humorista. Ahora bien, ¿cómo produce el humorista aquella actitud psíquica que le vuelve superfluo el desprendimiento de afecto, qué ocurre dinámicamente en él a raíz de “la actitud humorística”? Es evidente que la solución del problema debe buscarse en el humorista; en el oyente sólo cabe suponer un eco, una copia de ese proceso desconocido.

Es tiempo de que nos familiaricemos con algunos caracteres del humor. El humor no tiene sólo algo de liberador, como el chiste y lo cómico, sino también algo de grandioso y patético, rasgos estos que no se encuentran en las otras dos clases de ganancia de placer derivada de una actividad intelectual. Es evidente que lo grandioso reside en el triunfo del narcisismo, en la inatacabilidad del yo triunfalmente aseverada. El yo rehúsa sentir las afrentas que le ocasiona la realidad; rehúsa dejarse constreñir al sufrimiento, se empecina en que los traumas del mundo exterior no pueden tocarlo, y aun muestra que sólo son para él ocasiones de ganancia de placer. Este último rasgo es esencialísimo para el humor. Supongamos que el criminal a quien llevaron un lunes al patíbulo hubiera dicho: “No me importa nada. ¿Qué interesa que ahorquen a un tipo como yo? El mundo no se hundirá por eso”; deberíamos juzgar que ese dicho contiene, sí, esa grandiosa superioridad sobre la situación real, es sabio y justificado, pero en verdad no trasunta la huella del humor, y aun descansa en una apreciación de la realidad que es directamente contraria a la del humor. El humor no es resignado, es opositor; no sólo significa el triunfo del yo, sino también el del principio de placer, capaz de afirmarse aquí a pesar de lo desfavorable de las circunstancias reales.

Mediante estos dos últimos rasgos, el rechazo de la exigencia de la realidad y la imposición del principio de placer, el humor se aproxima a los procesos regresivos o reaccionarios que tan ampliamente hallamos en la psicopatología. Con su defensa frente a la posibilidad de sufrir, ocupa un lugar dentro de la gran serie de aquellos métodos que la vida anímica de los seres humanos ha desplegado a fin de sustraerse de la compulsión del padecimiento (4), una serie que se inicia con la neurosis y culmina en el delirio, y en la que se incluyen la embriaguez, el abandono de sí, el éxtasis. El humor debe a ese nexo una dignidad que falta enteramente, por ejemplo, al chiste, pues este o bien sólo sirve a la ganancia de placer, o pone esta última al servicio de la agresión. Ahora bien, ¿en qué consiste la actitud humorística, por la cual uno se rehúsa al sufrimiento, pone de relieve que el yo es indoblegable por el mundo real, sustenta triunfalmente el principio de placer, pero todo ello sin resignar, como lo hacen otros procedimientos de igual propósito, el terreno de la salud anímica? Ambas operaciones, por cierto, parecen inconciliables entre sí.

Si nos volvemos a la situación en que alguien adopta una actitud humorística frente a otro, parece natural la concepción que ya indiqué tímidamente en mi libro sobre el chiste: se comporta hacía él como el adulto hacía el niño, en la medida en que discierne la nulidad de los intereses y sufrimientos que le parecen grandes a aquel, y se ríe de ellos (5). Así, el humorista gana su superioridad poniéndose en el papel del adulto, en cierto modo en la identificación-padre, y deprimiendo a los otros a la condición de niños. Esta hipótesis recubre el estado de cosas, pero no parece convincente. Uno se pregunta cómo llega el humorista a ponerse a la medida de ese papel.

Pero recordemos la otra situación del humor, probablemente más originaria y sustantiva, en que alguien dirige la actitud humorística hacia su persona propia para defenderse de ese modo de sus posibilidades de sufrimiento. ¿Tiene algún sentido decir que se trata a sí mismo como a un niño, y simultáneamente desempeña frente a ese niño el papel del adulto superior?

Opino que daremos un fuerte respaldo a esa representación poco verosímil si tomamos en cuenta lo que las experiencias patológicas nos han enseñado acerca de la estructura de nuestro yo. Este yo no es nada simple, sino que alberga como su núcleo a una instancia particular, el superyó (6), con el que confluye muchas veces a punto tal que no podemos distinguirlos entre sí, mientras que en otras circunstancias se separa tajantemente de él. El superyó es, genéticamente, heredero de la instancia parental; a menudo mantiene al yo en severo vasallaje, y de hecho lo sigue tratando como antaño trataron los progenitores —o el padre— al niño. Obtenemos entonces un esclarecimiento dinámico de la actitud humorística cuando suponemos que consiste en que la persona del humorista debita el acento psíquico de su yo y lo traslada sobre su superyó. A este superyó, así hinchado, el yo puede parecerle diminuto, todos sus intereses desdeñables; y a raíz de esta nueva distribución de energía, al superyó puede resultarle fácil sofocar las posibilidades de reacción del yo.

Fieles a nuestra terminología habitual, en vez de traslado del acento psíquico tendremos que decir desplazamiento de grandes volúmenes de investidura. Cabe preguntar sí tenemos derecho a representarnos esos vastos desplazamientos de una instancia del aparato psíquico a otra. Parece esta una nueva hipótesis ad hoc; empero, podemos recordar que repetidas veces, aunque no con demasiada frecuencia, hemos contado con un factor así en nuestros intentos de representación metapsicológica del acontecer anímico. Por ejemplo, supusimos que la diferencia entre una investidura erótica de objeto ordinaria y el estado de un enamoramiento consiste en que en este último caso se traspasa hacia el objeto una investidura incomparablemente mayor, de suerte que el yo se vacía en pos del objeto, por así decir (7). A raíz del estudio de algunos casos de paranoia pude comprobar que las ideas de persecución se forman muy temprano y subsisten largo tiempo sin exteriorizar un efecto notable, hasta que luego, a partir de determinada ocasión, reciben las magnitudes de investidura que les permiten volverse dominantes (8). Por eso, la curación de esos ataques paranoicos consistía menos en una disolución y corrección de las ideas delirantes que en la sustracción de la investidura de que estaban provistas. La alternancia entre melancolía y manía, entre sofocación cruel del yo por el superyó y emancipación del yo respecto de esa presión, nos impresionó como una migración de investidura de esa índole (9) que por añadidura podría aducirse para la explicación de toda una serie de fenómenos de la vida anímica normal. Si hasta ahora hemos hecho esto último en medida tan escasa, ello se debe a la reserva que hemos practicado, más bien digna de elogio. El campo en que nos sentimos seguros es el de la patología de la vida anímica; ahí hacemos nuestras observaciones, ahí adquirimos nuestras convicciones. Sólo nos aventuramos a formular un juicio sobre lo normal cuando lo colegimos en los aislamientos y deformaciones de lo patológico. Una vez que hayamos superado esta aversión, discerniremos cuán grande papel les incumbe, para la inteligencia de los procesos anímicos, a las constelaciones estáticas así como a los cambios de vía dinámicos de la cantidad de investidura energética.

Opino, entonces, que merece considerarse la posibilidad aquí propuesta: en una determinada situación la persona sobreinviste de pronto a su superyó y a partir de este modifica las reacciones del yo. Lo que conjeturo respecto del humor halla también una notable analogía en el campo emparentado del chiste. En cuanto a la génesis del chiste, debí suponer que un pensamiento preconciente es librado por un momento a la elaboración inconciente (10), y el chiste sería entonces la contribución que lo inconciente presta a lo cómico (11). De manera por entero semejante, el humor sería la contribución a lo cómico por la mediación del superyó.

En todo lo demás tenemos noticia del superyó como de un amo severo. Se dirá que armoniza mal con este carácter el hecho de que consienta en posibilitar al yo una pequeña ganancia de placer. Es cierto que el placer humorístico nunca alcanza la intensidad del que se obtiene en lo cómico o en el chiste, nunca se desfoga en risa franca; también es verdad que el superyó, cuando produce la actitud humorística, no hace sino rechazar la realidad y servir a una ilusión. Pero atribuimos un valioso carácter —sin saber muy bien por qué— a este placer poco intenso, lo sentimos como particularmente emancipador y enaltecedor. En efecto, la broma que constituye al humor no es lo esencial; sólo tiene el valor de una muestra. Lo esencial es el propósito que el humor realiza, ya se afirme en la persona propia o en una ajena. Quiere decir: “Véanlo: ese es el mundo que parece tan peligroso. ¡Un juego de niños, bueno nada más que para bromear sobre él!”.

Si es de hecho el superyó quien en el humor habla de manera tan cariñosa y consoladora al yo amedrentado, ello nos advierte que todavía tenemos que aprender muchísimo acerca de la esencia del superyó. Por lo demás, no todos los hombres son capaces de la actitud humorística; es un don precioso y raro, muchos son hasta incapaces de gozar del placer humorístico que se les ofrece. Y, por último: si mediante el humor el superyó quiere consolar al yo y ponerlo a salvo del sufrimiento, no contradice con ello su descendencia de la instancia parental».

Freud, S. (1927): «El humor», A. E., XXI, páginas 153-162.

 

 

 

Notas al pie

(1) El humor. (1927). «Der Humor». Ediciones en alemán. 1927 Almanach 1928, págs. 9-16. 1928 Imago, 14, nº 1, págs. 1-6. 1928 GS, 11, págs. 402-8. 1948 GW, 14, págs. 383-9. 1972 SA, 4, págs. 275-82.

Traducciones en castellano: 1951 «El humor». RP, 8, n° 1, págs. 74-8. Traducción de Ludovico Rosenthal. 1955 Igual título. SR, 21, págs. 245-52. El mismo traductor. 1968 Igual título. BN (3 vols.), 3, págs. 510-4. 1974 Igual título. BN (9 vols.), 8, págs. 2997-3000.

Freud escribió este artículo en cinco días en la segunda semana de agosto de 1927 (Jones, 1957), y fue leído en su nombre por Anna Freud el 1º de setiembre ante el 10º Congreso Psicoanalítico Internacional, celebrado en Innsbruck. En el otoño de ese mismo año fue publicado en el Almanach psicoanalítico para 1928.

Tras un intervalo de más de veinte años, retorna aquí al tema examinado en la última sección de su libro sobre el chiste (1905c), considerándolo a la luz del nuevo cuadro estructural de la psique. Hacia el final del artículo emergen algunas interesantes cuestiones de metapsicología, y por primera vez se presenta al superyó bajo una faz amable.

James Strachey

(2) [Cf Freud (1905c), AE, 8, pág. 223.]

(3) [Cf Freud (1905c), AE, 8, pág. 216-7.]

(4) [Véase el largo examen posterior de estos diversos métodos para evitar el padecimiento en El malestar en la cultura (1930a), AE, 21, págs. 77 y sigs. Pero Freud ya había señalado la función defensiva del humor en el libro sobre el chiste (1905c), AE, 8, págs. 220-1.]

(5) [Cf. (1905c), AE, 8, pág. 221.]

(6) [Cabe destacar que en El yo y el ello (1923b) Freud consigna en una nota al pie que «sólo, puede reconocerse como núcleo del yo al sistema P-Cc» (AE, 19, pág. 30).]

(7) [Cf. Psicología de las masas y análisis del yo, (1921c), AE, 18, págs. 106-7.]

(8) [Cf. «Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad» (1922b), AE, 18, págs. 222-3.]

(9) [Cf. «Duelo y melancolía» (1917e), AE, 14, págs. 250-3.]

(10) [Cf. (1905c), AE, 8, pág.159.]

(11) [Cf. (1905c), AE, 8, pág.197.]

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GRACIELACOHAN

Graciela Cohan

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